Los señores de la estepa (5 page)

BOOK: Los señores de la estepa
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—¿Es difícil robarles?

—Mi padre dice que no es tan difícil como robar a los
ordus
de Arik—Boke y Berku; esto es lo que le han comentado, porque él jamás lo ha hecho —se apresuró a añadir Hulagu, al recordar la pena impuesta por el kan—. Los khazaris no son jinetes y no saben perseguirnos, así que resulta fácil escapar. Pero viven en tiendas de piedra, y por la noche encierran a sus ovejas en corrales; sólo podemos robarles cuando sacan los rebaños a pastorear.

—¿Son gente valiente? —preguntó Yamun. Dejó caer las riendas para que la yegua pudiese pastar.

—No tan valiente como los jebes —contestó el hombre, con un leve tono presuntuoso—. Saben pelear, pero se los puede engañar fácilmente. Muchas veces no envían exploradores, y nosotros los engañamos haciendo correr a los caballos delante de nosotros para que nuestro número parezca mayor. —El soldado se movió un poco para mantener calientes los pies en el barro frío.

El kan permaneció en silencio durante unos segundos, y se acarició su rala barba mientras pensaba.

—¿Son muy numerosos? —inquirió.

El soldado vaciló, y sus ojos se velaron en su esfuerzo por imaginar números por encima del veinte.

—No son tantos como los
tumens
del kan, ni luchan tan bien —respondió al fin, y después mostró una sonrisa de oreja a oreja, satisfecho con la contestación.

Yamun soltó la carcajada al escuchar la respuesta del jinete. Desde el primer momento había comprendido que necesitaba obtener información correcta acerca de quién y cómo eran los khazaris. La memoria de Hulagu no era suficiente.

—¿Qué distancia hay hasta Khazari? —Una vez más, el hombre se sumergió en sus cálculos, aunque el kan sospechaba que la sabía.

—Ilustre emperador de los tuiganos, cuando dejé mi
ordu
para unirme a los magníficos ejércitos del hijo de Teylas, cabalgué durante tres semanas; pero lo hice sin prisas, y me detuve muchos días en las yurtas de mis primos a lo largo del camino. El viaje se podría hacer en menos tiempo.

—Sin ninguna duda —dijo Yamun, casi para sí mismo. Hizo una pausa, si bien ya había tomado una decisión. Se apoyó en el pomo de la silla, y se volvió hacia el general Chanar—. Chanar Ong Kho, este hombre y su
arban
cabalgarán a toda prisa hasta las montañas de Kataboro, acompañados por todos los soldados que considere prudente enviar. Deseo saber el número, las fuerzas y las debilidades de los khazaris. Ocupaos de que los exploradores tengan caballos frescos y pases. Tendrán que regresar dentro de cinco semanas, como muy tarde.

Chanar asintió al escuchar las órdenes de su comandante. En el momento en que se disponía a partir, Yamun le hizo una última indicación.

—Y envía a uno de mis kashiks que sepa contar. Estará al mando. Que aquellos que te desobedezcan sepan que es la palabra del kan. —Yamun añadió el estribillo automáticamente, pues era la rúbrica de sus órdenes.

—Por vuestra palabra, que así se hará —respondió Chanar, para acabar el ritual—. ¿Mis hombres tienen que hacer algo más?

Yamun detuvo su caballo y se volvió para mirar a su interlocutor.

—General Chanar, cabalgarás hasta el
ordu
de mi hijo, Tomke, e inspeccionarás su campamento. Quiero saber si sus hombres están preparados. Toma todos los soldados que te hagan falta, y parte de inmediato. Que Teylas te proteja.

—Por vuestra palabra, que así se hará —contestó el general, mientras Yamun empuñaba las riendas y partía al galope.

El soldado todavía permanecía arrodillado delante del caballo de Chanar.

—¡En marcha! —gritó el general.

El aterrorizado Hulagu se levantó de un salto y corrió hacia su tienda. Despertó a puntapiés a los hombres de su
arban
, y los envió a buscar sus equipos.

—Ocúpate de los detalles —le ordenó Chanar a uno de sus ayudantes. Después, hizo girar a su caballo y partió al galope en dirección a su yurta; él también debía prepararse para el viaje.

En su tienda, Koja sacó sus papeles y comenzó a tomar nota de los detalles del día y las cosas que había visto. Sólo había escrito unas pocas páginas desde su llegada a Quaraband. Al mirar el puñado de cartas, fue consciente de lo poco que conocía al kan. Sin desanimarse, sujetó el pincel, y comenzó a escribir otra carta.

Mi señor, príncipe Ogandi de los khazaris. Saludos de vuestro más humilde servidor, Koja, enviado a la corte de los tuiganos.

Durante dos días he esperado noticias del kan de los tuiganos. Hasta ahora no me ha comunicado nada. Recibió vuestras ofertas, pero no ha manifestado su opinión acerca del tratado. No puedo hacer otra cosa que esperar.

Durante este tiempo, he paseado por Quaraband —éste es el nombre que los tuiganos dan a esta ciudad de tiendas— en un intento por conocer su número y sus costumbres. Gracias al
paitza
que me dio el kan, he podido ir a cualquier parte, con una sola excepción: la yurta real.

Koja hizo una pausa para mojar el pincel en la tinta y preparar otra hoja de papel. Se demoró un poco antes de trazar el primer ideograma. Aquella mañana había ido a la tienda de Yamun. Allí lo había detenido el guardia kashik apostado junto al portón. Mostrar su
paitza
no había servido de nada, y había protestado en vano. El guardia, vestido con su
kalat
negro, le había explicado con toda claridad que no podía entrar porque su pase sólo llevaba el sello del tigre. Al parecer, éste era el pase utilizado por los oficiales de menor graduación. Koja pensó en escribir la anécdota, pero después decidió que no valía la pena. Quizá nadie podía entrar en la yurta real excepto con una invitación.

No me he encontrado con esas dificultades al recorrer cualquier otra parte del campamento, aunque he tenido la compañía constante de una escolta armada, una precaución dispuesta por el kan. He contado las tiendas con mucha atención, haciendo un nudo en un cordel por cada diez. Ahora, el cordel es corto, retorcido con tantos nudos. Hay más de cien, y todavía no he cabalgado por toda la ciudad. Los tuiganos son gente numerosa, oh príncipe.

En los oficios y las artes, no son unos bárbaros salvajes. Tienen hombres hábiles en el trabajo del oro y la plata, y con la lana de oveja elaboran una tela muy abrigada y suave llamada fieltro. Al mismo tiempo, se los puede incluir entre la gente más aborrecible y maloliente por sus hábitos personales.

Koja dejó el pincel y reflexionó acerca de lo que sabía de los tuiganos hasta el momento. Cuando se había enterado de que debía visitar a los tuiganos —un día que ahora parecía muy lejano—, había supuesto que se trataban de unos salvajes incultos. La aparición de Chanar ante el consejo de Semfar —sucio, maloliente, rudo y arrogante— había confirmado su impresión.

El viaje hasta Quaraband no lo había hecho cambiar de opinión. El ejército había cabalgado a matacaballo, y, algunas veces, habían recorrido entre cien y ciento treinta kilómetros en un solo día. Había compartido con estos hombres sucios sus comidas a base de un tasajo indigerible y leche cuajada mezclada con agua. Durante tres semanas, los hombres no se cambiaron nunca de ropa. No había sido un viaje agradable.

Los tuiganos, señor, son capaces de comer sin problemas cualquier cosa. Comen grandes cantidades de cordero y carne de caballo. También mucha carne de caza, porque son soberbios arqueros. La leche de yegua se utiliza en todas las comidas, ya sea líquida, cuajada, fermentada o seca. El polvo hecho a partir del cuajo se mezcla con agua o, según me han dicho, con sangre de yegua, para preparar una bebida que los soldados consumen mientras viajan.

Koja dejó de escribir al comprender que su descripción era incompleta. En Quaraband, había tenido por fin la ocasión de observar otra faceta de sus anfitriones. Desde luego, todavía le parecían unos bárbaros —crueles, peligrosos e impulsivos— pero el lama ya no podía asegurar sin más que carecían de educación y habilidades. Había una variedad sorprendente en la vida tuigana.

La primera cosa que había visto era que no todos viajaban a caballo o vivían en yurtas. Entre las tiendas había familias enteras que utilizaban grandes y pesados carromatos para trasladar sus pertenencias. Había algunas familias que poseían carros pero vivían en yurtas; otras habían abandonado sus tiendas en forma de cúpula y vivían en casas construidas en las carretas. También había carros que eran herrerías ambulantes, instaladas ahora a lo largo del río.

Los herreros eran artesanos de primera. Trabajaban la plata para hacer vasos decorados, tazas, adornos de monturas, hebillas, alfileres y una sorprendente variedad de objetos ornamentales. Los curtidores utilizaban el cuero de caballo para elaborar botas, babuchas, cinturones y cofres. Las mujeres tejían telas de lana y pelo de camello teñidas de colores brillantes. Los armeros gozaban de mucho aprecio, y, desde su llegada, el sacerdote había tenido ocasión de ver muchas piezas de calidad.

Koja se disponía a escribir todas estas cosas cuando lo llamó el guardia apostado en la entrada. A toda prisa, guardó sus instrumentos de escritura, plegó las hojas y las metió en una bolsa de cuero. Después utilizó el agua del odre para lavar la tinta de la piedra y de sus manos, aunque en las yemas le quedó una mancha azul. Por fin, con la mayor dignidad y decoro, apartó la manta de la puerta para ver quién lo buscaba.

En el exterior había cinco soldados vestidos con
kalats
blancos y ribetes azules, la guardia personal de la emperatriz de los tuiganos, Eke Bayalun. Koja reconoció su presencia con una leve inclinación de cabeza.

—La emperatriz Eke Bayalun de la casa real requiere vuestra presencia para una audiencia —anunció el oficial al mando, identificado por las borlas de seda roja colgadas de su gorra.

—Me siento honrado por la invitación de la emperatriz —respondió Koja con una reverencia. A juzgar por el tono del hombre, el lama decidió que la solicitud era en realidad una orden; por lo tanto, no podía hacer otra cosa que aceptarla de buen grado. Recogió sus cosas y montó en el caballo que los guardias le habían llevado.

Koja tenía curiosidad por conocer a la emperatriz de los tuiganos. Eke Bayalun era, por lo que había podido averiguar, la única esposa superviviente de Yamun Khahan. También era su madrastra. Al parecer, la costumbre tuigana exigía que el hijo se casara con la viuda —o viudas— de su padre, como una forma de cuidar de ellas. Su título completo era Segunda Emperatriz Eke Bayalun Khadun, que indicaba su posición como segunda esposa de Yamun. Se decía que mostraba gran interés por los asuntos del kan.

El lama estudió a los guardias que lo escoltaban. Como emperatriz, disponía de sus propios guardaespaldas; un equivalente a los kashiks de Yamun. Koja no pasó por alto que a las tropas de Bayalun no les caían bien sus colegas del kan, porque dieron un amplio rodeo para evitar las tiendas de los kashiks. Por fin, llegaron al portón de una cerca que Koja no había visto antes. La cruzaron sin detenerse a una señal de los guardias apostados en la entrada.

En los terrenos del palacio, la escolta desmontó y ayudó a Koja a hacer lo mismo. Los hombres se hicieron cargo de los animales, mientras el oficial acompañaba a Koja hacia una gran yurta blanca. Delante de la tienda había un estandarte de colas de yac blancas. El oficial se arrodilló deprisa ante el símbolo, y después guió a Koja hasta la puerta.

El hombre apartó la manta e informó al chambelán de su llegada. Tras unos momentos de espera, regresó el cortesano, que hizo pasar a Koja a la yurta de la emperatriz. Mientras entraba, observó dos ídolos de tela colgados por encima de la abertura. El de la izquierda tenía a su lado una bota; el de la derecha, un saco de grano. Consideró que eran ofrendas a los espíritus protectores.

Esta yurta era mucho más lujosa que la espartana tienda del kan. En las blancas paredes colgaban sedas rojas, azules y amarillas. Una parte de la yurta aparecía cerrada por un biombo de madera labrada. Las alfombras que tapizaban el suelo eran de un color rojo brillante, bordadas con hilos de oro y plata, y flecos con formas de hojas. Los dos postes que sostenían la parte central estaban tallados y pintados con figuras de dragones y caballos entrelazados.

En el extremo más alejado de la yurta había una plataforma cuadrada, de un palmo de altura, cubierta con alfombras. Sobre la tarima reposaba un diván de madera tallada con incrustaciones de conchas. Unas mantas cubrían los extremos curvados, y sentada en el borde del mueble había una mujer, Eke Bayalun.

La segunda emperatriz era una mujer sorprendente, más joven y atractiva de lo que Koja había imaginado. Al saber que se trataba de la madrastra de Yamun, Koja había creído que se trataría de una vieja arpía, con el rostro lleno de arrugas y manchas de la edad. Pero Eke Bayalun era muy agraciada y juvenil. Su rostro sólo mostraba unas pequeñas arrugas en las esquinas de los ojos y la boca, y la piel firme en sus altos pómulos resplandecía con un suave color cremoso. A diferencia de las otras mujeres tuiganas que Koja había visto, con sus mejillas redondas y las narices anchas, Bayalun tenía la nariz recta y afilada, y la barbilla puntiaguda y estrecha. Sus ojos también eran diferentes, más parecidos a los de los occidentales que había conocido en Semfar; no tenían en las esquinas el pliegue en el párpado. Los ojos de la mujer eran agudos, claros y brillantes. Sus finos labios estaban pintados con su color natural.

Una capucha de seda blanca cubría la cabellera de Bayalun, recogida bien alta detrás de la cabeza, y después peinada para abarcar sus hombros por la espalda. El frente de seda le envolvía suavemente el cuello, y algunas hebras de cabello canoso asomaban por debajo de la tela. Unos aretes de plata, engarzados con piedras rojas y azules, apenas si se veían entre la seda. Su vestido, al estilo tuigano, era cerrado con solapas anchas y cuello. Estaba confeccionado con seda negra, excepto el cuello, hecho de terciopelo rojo vivo. Sobre el vestido, Bayalun llevaba un chaleco largo de fieltro sin mangas, un
jupon
, adornado con monedas de plata y borlas de seda. Unos sencillos pantalones de lana y botas gruesas asomaban por debajo de las prendas. Sobre los muslos, tenía un bastón de madera con la empuñadura dorada que reproducía un rostro con colmillos. A los pies de Bayalun había varias pilas de pergaminos bien ordenados, atados con cordones rojos o dorados.

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