Los señores de la instrumentalidad (136 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—¿Puedes manejar esta cosa? —preguntó.

—Claro que sí. Es mejor que recorrer trescientos kilómetros caminando sobre cristal roto. Ahora dejaremos la civilización. Dejaremos todo lo que figura en los mapas. Volaremos directamente al Decimotercero Nilo, como bien sabías.

—Lo sabía, pero no esperaba llegar tan pronto. ¿Tiene algo que ver con ese Signo de Pez de que hablabas?

—Por completo, Casher, por completo. Pero cada cosa en su lugar. Sube detrás de mí.

Casher montó en el ornitóptero. La máquina corrió por el patio con sus altas y gráciles patas mecánicas antes de aletear en el aire. P'alma era mejor piloto que el sargento, se elevaba mejor y batía menos las alas. Volaron sobre comarcas con las que él, un nativo de Mizzer, jamás había soñado.

Llegaron a una ciudad de colores brillantes. Casher vio grandes fogatas a lo largo del río, y gentes pintadas con vivos colores que elevaban las manos en una plegaria. Vio templos, y en ellos descubrió extraños dioses. Atisbo mercados con mercancías que había creído invendibles.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—Ésta es la Ciudad de la Esperanza Sin Esperanza —contestó P'alma, haciendo descender el ornitóptero. Cuando se apearon, la máquina se elevó en el aire y emprendió el regreso.

—¿Te quedas conmigo? —le preguntó Casher a P'alma.

—Desde luego. Me enviaron para estar contigo.

—¿Por qué?

—Eres importante para todos los mundos, Casher, no sólo para Mizzer. Por la autoridad de mis amigos, me han enviado aquí para ayudarte.

—Pero ¿qué ganarás con ello?

—Nada, Casher. Quizás encuentre mi propia destrucción, pero lo aceptaré. Incluso asumiré la pérdida de mi propia esperanza, si ello te impulsa un paso más en tu travesía. Ven, entremos en la Ciudad de la Esperanza Sin Esperanza.

6

Caminaron por extrañas calles, donde todos parecían dedicados a la práctica de la religión. Les rodeaba un hedor de cadáveres incinerados. Abundaban los talismanes, los amuletos y los objetos funerarios.

Casher le dijo a P'alma, en voz baja:

—No sabía que existiera algo como esto en ningún planeta civilizado.

Como es natural —respondió ella— hay muchas personas que se inquietan por la muerte, y muchas conocen la existencia de este lugar. De lo contrario no habría estas muchedumbres. Ésta es gente que tiene la esperanza equivocada y que no va a ninguna parte, que encuentra bajo esta tierra y bajo las estrellas la satisfacción final. Es gente que está tan segura de no equivocarse que nunca obtendrá la verdad. Debemos dejarla atrás deprisa, Casher. No sea cosa de que también nosotros empecemos a creer.

Nadie les cerró el paso en las calles, aunque muchos se asombraban de que un soldado de uniforme, aunque fuera oficial médico, tuviera la audacia de acudir a ese lugar.

Y les asombraba aún más que lo hiciera en compañía de una vieja enfermera con aire extraño y canino.

—Ahora cruzaremos el puente, Casher, y este puente es lo más terrible que he visto jamás, pues pronto nos acercaremos a Jwindz, y sus habitantes se oponen a ti, a mí y a cuanto significas.

—¿Quiénes son los Jwindz? —preguntó Casher.

—Los Jwindz son los perfectos. Son perfectos en esta tierra. Pronto lo verás.

7

Cuando cruzaban el puente, un agente de policía alto y ágil, vestido con un pulcro uniforme negro, se les acercó.

—Retroceded —les dijo—. Los habitantes de vuestra ciudad no sois bien recibidos aquí.

—No vivimos en esa ciudad —explicó P'alma—. Somos viajeros.

—¿Adonde vais? —preguntó el policía.

—Nos dirigimos a la fuente del Decimotercero Nilo.

—Nadie va allí —advirtió el guardia.


Nosotros
vamos allí —dijo P'alma.

—¿Con qué autoridad?

Casher hurgó en el bolsillo y extrajo un permiso auténtico. Había confeccionado uno con los recuerdos que había retenido en la mente. Era un pase intermundial de la Instrumentalidad.

El policía examinó el documento y dio un respingo.

—Amo y señor, creí que eras sólo uno de los oficiales de Wedder. Debes de ser alguien muy importante. Te anunciaré a los eruditos del Salón del Conocimiento, en medio de la ciudad. Querrán verte. Aguarda, vendrá un vehículo.

P'alma y Casher O'Neill no tuvieron que esperar mucho tiempo. P'alma callaba. Su aire de buen humor y eficacia había disminuido perceptiblemente. Estaba turbada por la limpieza y perfección que la rodeaban, por el silencio y la dignidad de aquella gente.

El vehículo tenía un conductor tan correcto, impecable y cortés como el guardia del puente. Abrió la puerta y los invitó a entrar con un gesto. Ambos subieron y atravesaron sin ruido las cuidadas calles: casas inmaculadas, árboles plantados con suma precisión.

En la plaza central de la ciudad se detuvieron. El conductor bajó, rodeó el vehículo y les abrió la puerta.

Señaló el arco de un gran edificio y dijo:

—Os están esperando.

Casher y P'alma subieron la escalinata con recelo. Ella desconfiaba de aquel lugar porque intuía que era la morada de una secreta condenación y de una suprema arrogancia. Él recelaba porque notaba que P'alma aborrecía el lugar hasta la médula de los huesos. Y él también lo aborrecía.

Los condujeron a través de la arcada y de un patio hasta una amplia y elegante sala de conferencias.

Dentro de la sala había una mesa circular ya preparada para una comida.

Diez hombres apuestos se pusieron en pie.

—Tú eres Casher O'Neill —dijo el primero—. Tú eres el errante. Eres el hombre consagrado a este planeta y agradecemos lo que has hecho por nosotros, aunque el poder del coronel Wedder nunca llegó hasta aquí.

—Gracias —murmuró Casher—. Me sorprende comprobar que me conocéis.

—Eso no es nada —dijo el hombre—. Os conocemos a todos. Y tú, mujer —le dijo a P'alma—, sabes muy bien que nunca recibimos mujeres. Y eres la única subpersona de esta ciudad. Un perro, para colmo. Pero en honor de nuestro huésped, te admitiremos. Siéntate, por favor. Deseamos hablar contigo.

Se sirvió una comida. Pequeños trozos de carne dulce y extraña, frutas frescas, tajadas de melón, acompañada por armoniosas bebidas que aclaraban y estimulaban la mente, sin embriagar ni aturdir.

El lenguaje de las conversaciones fue claro y culto. Todas las preguntas se respondían con rapidez, facilidad y precisión.

—Nunca había oído hablar de vosotros, Jwindz —se atrevió Casher al fin—. ¿Quiénes sois?

—Somos los perfectos —contestó el Jwindz más viejo—. Sabemos todas las respuestas. No queda nada más por encontrar.

—¿Cómo llegáis aquí?

—Nos seleccionan en muchos mundos.

—¿Dónde están vuestras familias?

—No las traemos con nosotros.

—¿Cómo ahuyentáis a los intrusos?

—Si son buenos, desean quedarse. Si no lo son, los destruimos.

Casher, aún conmocionado por su experiencia de haber cumplido con los afanes de una vida al haberse enfrentado con Wedder, preguntó sin especial curiosidad, a pesar de que su vida estaba en juego:

—¿Habéis decidido si soy lo bastante perfecto como para quedarme? ¿O no soy perfecto y he de ser destruido?

El más corpulento de los Jwindz, un hombre alto y robusto de cabello negro y encrespado, replicó con gravedad:

—Señor, fuerzas nuestra decisión, pero creemos que quizá seas algo excepcional. No podemos aceptarte. Albergas demasiado poder. Quizá seas perfecto, pero eres más que perfecto. Nosotros somos hombres, y no creo que tú sigas siendo un simple hombre. Eres casi una máquina. Contienes gente muerta. Representas la magia de antiguas batallas que pueden volver a librarse entre nosotros. Todos te tememos un poco, pero no sabemos qué hacer contigo. Si te quedaras aquí un tiempo, si te aplacaras, podríamos darte esperanzas. Sabemos muy bien cómo llama esa mujer-perro a nuestra ciudad. La llama la Ciudad de la Esperanza Sin Esperanza. Nosotros la llamamos Jwindz Jo, en memoria del antiguo gobierno de los Jwindz, que alguna vez dominó la Vieja Tierra. Por lo tanto, hemos decidido que no te mataremos ni te acogeremos. Te aconsejamos que sigas el viaje, cosa que nunca hemos hecho con ningún visitante. Te enviaremos a un lugar donde pasa poca gente. Pero tú tienes la fuerza, y si vas a la fuente del Decimotercero Nilo, la necesitarás.

—¿Necesitaré fuerza? —preguntó Casher.

El Jwindz que los había recibido en la puerta respondió:

—Especialmente si vas a Mortoval. Nosotros podemos ser peligrosos para los no iniciados. Mortoval es peor que eso. Mortoval es una trampa muchas veces peor que la muerte. Pero ve allí si eso es lo que debes hacer.

8

Casher O'Neill y P'alma llegaron a Mortoval en un vehículo de una rueda que se desplazaba por un alto cable sobre pintorescos desfiladeros montañosos, elevándose sobre dos estribaciones rocosas y descendiendo hasta otro recodo del mismo río, el ilegal y olvidado Decimotercero Nilo.

Cuando el vehículo se detuvo, descendieron. Nadie los había acompañado. El vehículo, guiado por giróscopos y brújulas, se vio libre del peso de los viajeros y emprendió el regreso.

Esta vez no había ciudad: sólo un gran arco. P'alma se acurrucó contra Casher. Incluso le cogió el brazo y se lo echó sobre el hombro, como si necesitara protección. Gimió un poco mientras subían por una suave colina. Al fin llegaron al arco. Entraron, y una voz no hecha de sonido les gritó:

—Soy la juventud y soy todo lo que habéis sido y seréis. Sabed esto antes de que os muestre más.

El valiente Casher, bien humorado y sin esperanzas, replicó:

—Sé quién soy yo. ¿Quién eres tú?

—Soy la fuerza del Gunung Bang. Soy el poder de este planeta, que mantiene a todos en este mundo, garantiza el orden que persiste entre las estrellas, y promete que los muertos no caminarán entre los hombres. Y sirvo al destino y a la esperanza del futuro. Pasad si creéis que podéis.

Casher hurgó en su mente y halló lo que buscaba. Halló el recuerdo de una niña, T'ruth, que había vivido casi mil años en el planeta de Henriada. Una niña de apariencia suave y gentil, pero increíblemente sabia y temible por los poderes que le habían transmitido.

Casher atravesó el arco arrojando aquí y allá las imágenes de T'ruth, de modo que no era una persona sino una multitud. La máquina y el ser vivo que se ocultaba detrás de la máquina, el Gunung Bang, obviamente lo veían a él y a P'alma, pero la máquina no estaba preparada para reconocer multitudes enteras de muchedumbres aullantes.

—¿Quiénes sois, muchedumbres que entráis? ¿Quiénes sois, multitudes, si sólo debería haber dos personas? Os detecto a todos. Los guerreros, las naves y los hombres de sangre, los buscadores y los sin-memoria, e incluso un renunciante de Vieja Australia del Norte. Y el gran capitán Tree, e incluso un par de hombres de la Vieja Tierra. Todos camináis a través de mí. ¿Qué he de hacer con vosotros?

—Haznos nosotros mismos —declaró Casher con firmeza.

—Haceros vosotros mismos —replicó la máquina—. Vosotros mismos. ¿Cómo puedo haceros vosotros mismos cuando no sé quiénes sois, cuando aleteáis como fantasmas y confundís mis ordenadores? Sois demasiados, demasiados. Se ordena que paséis.

—Si así se ordena, déjanos pasar —exigió P'alma, repentinamente altiva y erguida.

Pasaron.

—Lo conseguiste —le dijo a Casher, cuando atravesaron el arco. Más allá se extendía el margen de un río, con botes varados en la orilla.

—Al parecer éste es el próximo paso —dijo Casher O'Neill.

P'alma asintió.

—Soy tu perra, amo. Vamos a donde quieras.

Subieron a un bote. Ecos tumultuosos les llegaron desde el arco.

—Adiós a los problemas —dijeron los ecos—. Si hubieran sido personas, los habríamos detenido. Pero ella era una perra y sirviente que había vivido muchos años en la felicidad del Signo del Pez. Y él era un veterano que había incorporado los recuerdos de adversarios y amigos, demasiado tumultuoso para que un sensor lo midiera, demasiado complejo para que un ordenador lo evaluara.

Los ecos resonaron en el río.

Había un muelle del otro lado. Casher amarró el bote al muelle y ayudó a la mujer-perro a caminar hacia los edificios que se alzaban más allá de una arboleda.

9

—He visto imágenes de ese lugar —dijo P'alma—. Es Kermesse Dorgüeil y aquí podemos extraviarnos, porque es el sitio donde se reúnen las cosas felices de este mundo, pero adonde nunca llegan el hombre y los dos maderos. No veremos a ningún infeliz, ningún enfermo, ningún desequilibrado. Todos estarán disfrutando de las cosas buenas de la vida; quizá yo también las disfrute. Que el Signo del Pez me ayude a no volverme perfecta antes de tiempo.

—No lo harás —le prometió Casher.

En las puertas de esta ciudad no había guardias. Dejaron atrás varias personas que parecían estar paseando por las afueras. Dentro de la ciudad se dirigieron a un edificio que parecía un hotel, una posada o un hospital. En todo caso, era un lugar donde daban de comer a mucha gente.

Un hombre salió y dijo:

—Bien, esto es insólito. No sabía que el coronel Wedder permitía a sus oficiales alejarse tanto del hogar. Y tú, mujer, ni siquiera eres humana. Sois una pareja extraña y no estáis enamorados. ¿Podemos hacer algo por vosotros?

Casher se puso la mano en el bolsillo y ofreció al hombre varios créditos de cinco denominaciones.

—¿Significa esto algo para ti? —preguntó.

Sosteniendo las monedas entre los dedos, el hombre dijo:

—¡Oh, el dinero es útil! A veces lo usamos para cosas importantes. Pero no necesitamos el tuyo. Aquí vivimos bien, disfrutamos de una vida agradable, no como en esos dos lugares de la otra orilla del río, que permanecen apartados de la vida. Todos los hombres perfectos son pura palabrería. Se llaman a sí mismo Jwindz, los perfectos. Bien, nosotros no somos tan perfectos. Tenemos familia, buena comida, buena ropa, y recibimos las últimas noticias de todos los mundos.

—Noticias —se asombró Casher—. Creía que eso era ilegal.

—Recibimos cualquier cosa. Os sorprendería saber lo que tenemos aquí. Es un sitio muy civilizado. Pasad; éste es el hotel de los Cisnes Cantores, y podéis quedaros el tiempo que os plazca. Lo digo en serio. Nuestro erario público tiene recursos extraordinarios, y veo que vosotros sois también personas extraordinarias. Tú no eres un técnico médico, a pesar del uniforme, y tu acompañante no es una mera subpersona, pues de lo contrario no habríais llegado tan lejos.

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