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Authors: Norman Mailer

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Los tipos duros no bailan (6 page)

BOOK: Los tipos duros no bailan
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–Hola, Tim, ¿cómo estás? –preguntó Regency.

–Muy bien. Con resaca, pero bien.

–Hombre, me alegro. Esto es bueno. Esta mañana, al despertarme, me he sentido un poco preocupado por ti.

Bueno, no cabía duda de que Regency estaba dispuesto a ser un jefe de policía al estilo moderno.

–Pues no tienes por qué. Estoy bien.

Regency hizo una pausa bastante larga, y luego me preguntó:

–Tim, ¿por qué no vienes a mi oficina esta tarde, cuando te vaya bien?

Mi padre siempre decía que, en caso de duda, es casi seguro que se avecina algo desagradable. Lo mejor es enfrentarse a lo que sea sin dilación. En consecuencia, dije:

–Bueno, si quieres voy ahora mismo.

–Es que ya es hora de comer –me contestó en tono de reproche.

Regency tenía en poco a las personas que no sabían la hora que era.

–Bueno, pues comamos juntos –le propuse.

–Es que he quedado con uno de los concejales.

–Ah, bueno.

–¿Tim?

–¿Sí?

–¿Te encuentras bien?

–Eso creo.

–Una cosa, ¿no crees que deberías limpiar tu automóvil?

–¡Oh, Dios mío! Anoche tuve una terrible hemorragia nasal.

–Bueno, el caso es que algunos de tus vecinos deberían pertenecer a la Sociedad de Chismosos Bienintencionados. Por la manera como me han hablado por teléfono, se diría que le habías arrancado un brazo a alguien.

–Si tienes alguna duda, ¿por qué no vienes, te llevas una muestra de sangre y compruebas si es de mi grupo sanguíneo?

–¡Venga, hombre!

Regency se rió. Soltó una auténtica risa de policía. Era una especie de agudo relincho de soprano que nada tenía que ver con el resto de su persona. Su cara, puedo asegurarlo, parecía de granito.

–Sí, ya sé que resulta divertido –le dije–. Pero ¿te gustaría ser un tío con toda la barba al que todavía te sangra la nariz?

–Bueno, en ese caso, procuraría cuidarme. Después de diez vasos de whisky, tendría por norma beberme puntualmente un vaso de agua.

La palabra «puntualmente» pareció recordarle que era hora de comer. Soltó otro agudo relincho y colgó.

Limpié el automóvil. No me sentí tan virtuoso como al limpiar la mierda del perro. Además, mi estómago no había aceptado bien el café. No sabía si irritarme por la ofensa infligida por mis vecinos, o por su paranoia, o por ambas cosas a la vez –por otra parte, ¿qué vecino me había denunciado?–, o aceptar la posibilidad de que había llegado a estar lo bastante fuera de mí para partirle las narices a alguna señora rubia, aunque no sabía cuál de las dos. O algo peor. ¿Cómo se arranca un brazo?

El problema era que mi lado sardónico, que probablemente tenía la finalidad de ayudarme a superar mis malos momentos, no era algo verdadero, sino una mera faceta. Y en mí, como en todo diamante, había muchísimas más. No contribuyó a tranquilizarme mi creciente convicción de que la sangre en el asiento del automóvil no podía provenir de las narices de nadie. Había demasiada. Así pues, la tarea de limpiarla me revolvió las tripas. La sangre, como cualquier otra fuerza de la naturaleza, pugna por expresarse. Y su mensaje es siempre el mismo. «Todo lo vivo», oí que me decía, «exige volver a vivir.»

Omitiré detalles tales como escurrir los trapos con que limpiaba la sangre, e ir y venir con cubos de agua. Tuve amistosas conversaciones acerca de las hemorragias nasales con un par de vecinos que pasaron mientras estaba en plena faena, y cuando terminé había tomado la decisión de ir a pie a la comisaría de policía. La verdad es que, si iba en el automóvil, Regency podía sentir tentaciones de quedárselo para investigar.

Durante los tres años que pasé en presidio, a veces me desperté, en mitad de la noche, sin saber dónde estaba. Esto, en sí mismo, no habría sido anormal si no hubiera concurrido la circunstancia de que, como es natural, sabía exactamente el lugar en que me encontraba, en tal galería, en la celda número tantos, y, sin embargo, era incapaz de aceptar estos hechos. Al parecer, no me era permitido aceptar la realidad como algo real. Tumbado en la cama, hacía planes para almorzar con una chica o alquilar un bote y salir a navegar. De nada me servía decirme que «no estaba en mi casa, sino en una celda de una cárcel para presos no peligrosos, en el estado de Florida. Veía estos hechos reales como parte de un sueño, y, en consecuencia, muy alejados de mí. De no ser por la persistencia del sueño de que estaba en la cárcel, me creía capaz de realizar mis proyectos para aquel día. Me decía para mis adentros: «Muchacho, arráncate las telarañas.» A veces, me costaba una mañana entera volver a la realidad. Y sólo entonces me daba cuenta de que no me estaba permitido invitar a almorzar a ninguna muchacha.

Algo muy parecido a esto me ocurría el día vigésimo quinto. Llevaba un tatuaje que no podía explicarme, un perro fiel se asustaba al verme, acababa de limpiar mi coche de la sangre que lo ensuciaba, mi esposa me había abandonado y no estaba seguro de haberla visto la noche anterior, y gocé de una erección realmente espléndida en honor de una señora de mediana edad dedicada al negocio inmobiliario en California. Con todo, mi único pensamiento mientras me dirigía al centro de la ciudad era que Alvin Luther Regency debía de tener algún motivo importante para interrumpir la jornada de trabajo de un escritor.

El hecho de llevar veinticinco días sin escribir nada me pareció tan baladí que lo deseché. Más bien, como en aquellas mañanas en presidio en las que no podía volver a la realidad, me sentía como un bolsillo vacío vuelto del revés, tan fuera de mi mismo como el actor que abandona a su esposa y a sus hijos, se olvida de sus deudas, de sus errores e incluso de su vanidad a fin de meterse en la piel de un personaje de una obra teatral.

De hecho me concentraba en la observación de la nueva personalidad que entró en el despacho de Regency, en la planta baja del Ayuntamiento, pues al cruzar la puerta lo hice como si fuera un periodista, es decir, traté de dar la impresión de que la indumentaria del jefe de policía, la expresión de su rostro, los muebles de su oficina y las palabras que dijera me resultaban tan indiferentes como las frases que debería redactar para confeccionar mi artículo diario de ocho buenos párrafos de aproximadamente la misma extensión. Como decía, entré plenamente concentrado en la interpretación de este papel, y, en consecuencia, como buen periodista, advertí que Regency aún no estaba acostumbrado a su nueva oficina. No, aún no. Sí, evidentemente, sus fotos personales, las menciones enmarcadas que atestiguaban su valor, sus títulos profesionales, sus pisapapeles y sus recuerdos estaban sobre la mesa o clavados en la pared, dos archivadores flanqueaban su escritorio como columnas rectangulares a uno y otro lado de la puerta de un templo antiguo, y él estaba sentado muy erguido, como corresponde a un antiguo militar, un veterano boina verde, según se desprendía de su cabello cortado al cepillo; a pesar de todo ello, era evidente que no se encontraba a sus anchas en su despacho. Claro que ¿en qué oficina habría podido encontrarse a sus anchas? Tenía facciones que parecían obra de un escultor que las hubiera tallado rígidamente en piedra, una cara que era toda ella promontorios, salientes y mesetas. Los motes que en la ciudad se le daban eran abundantes: Cara de Piedra, Blanco de Tiro, Ojos de Chispa, o el que se les ocurrió a los pescadores portugueses, Pies Inquietos. Evidentemente, la gente de la ciudad todavía no estaba dispuesta a aceptarle. Todavía dominaba la sombra de su antecesor, a pesar de que llevaba seis meses en el cargo de jefe de policía. Ahí estaba el problema. El anterior jefe de policía, cargo que había ocupado durante diez años, era un portugués de la localidad que se licenció en leyes estudiando por la noche y trabajaba ahora en la oficina del fiscal general del estado de Massachusetts. Teniendo en cuenta que Provincetown no es una comunidad sentimental, se hablaba realmente bien del anterior jefe de policía.

No conocía bien a Regency. Con todo, si en los viejos tiempos hubiera entrado en mi bar, habría imaginado sin la menor duda la clase de tipo que era. Tenía la corpulencia suficiente para ser un profesional del fútbol americano, y las chispas de desafío que lanzaban sus ojos no podían engañarme: en él se habían juntado el espíritu de emulación y un deseo maníaco de imponer su voluntad. Regency parecía un atleta cristiano que no podía aceptar la posibilidad de ser derrotado.

Si he trazado este retrato de Regency es porque la primera impresión que me causó, la de que era un hombre que no tenía secretos para mí, resultó falsa. La verdad es que nunca llegué a comprenderle. De la misma manera que yo a veces no me adaptaba al día que me esperaba, Regency no siempre coincidía con la personalidad que le había atribuido. A su debido tiempo iré dando detalles.

Regency echó hacia atrás su silla con precisión militar y rodeó su escritorio para acercarme una silla. Luego me miró a los ojos, pensativo. Como un general. Le hubiera considerado completamente imbécil de no haber sido porque a lo largo de su carrera había adquirido, al parecer, la vaga idea de que un policía debía estar dotado de la virtud de la compasión. Por ejemplo, lo primero que me dijo fue:

–¿Cómo está Patty Lareine? ¿Has tenido noticias suyas?

–No.

Con esta simple pregunta me había hecho olvidar el papel de periodista que con tanto ahínco trataba de representar.

–No quiero meterme en lo que no me importa, pero juraría que anoche la vi.

–¿Dónde?

–En el lado oeste del pueblo. Cerca del rompeolas. El lugar no estaba lejos del Mirador.

–Es interesante saber que ha regresado a la ciudad, pero, realmente, lo ignoraba.

Encendí un cigarrillo. El pulso se me había acelerado enloquecidamente.

–Fue sólo la breve visión de una señora rubia a lo lejos, hasta el punto que alcanzaban los faros de mi automóvil. Unos trescientos metros.

Su tono indicaba que estaba en lo cierto. Sacó un puro, lo encendió y exhaló el humo con gesto de estar interpretando un anuncio en televisión.

–Tu esposa es una mujer tremendamente atractiva.

–Gracias.

En una de nuestras orgías del pasado agosto, durante una semana en que cada día nos bañábamos en pelotas al amanecer (el último negro de Patty ya andaba por casa al acecho), conocimos a Regency. Alguien llamó a la policía para quejarse del ruido. El propio Alvin vino a avisarnos. Estoy seguro de que le habían hablado de nuestras fiestas.

Patty le cautivó desde la coronilla hasta las punteras de las botas. Patty dijo a todos, a los borrachos, a los chalados, a los modelos masculinos y femeninos, a los medio desnudos y a los tipejos carnavalescos prematuramente disfrazados, que iba a bajar el volumen del equipo de alta fidelidad en honor del jefe de policía, Regency. Luego se burló un poco de aquel estricto sentido del cumplimiento del deber que impedía a Regency tomarse una copa con nosotros.

–Alvin Luther Regency –dijo Patty–. Es un nombre tremendo. Estás obligado a hacer honor a semejante nombre, muchacho.

Regency sonrió igual que un premiado con la medalla de honor del Congreso al ser solemnemente besado por Elizabeth Taylor.

–¿Y cómo es que te pusieron Alvin Luther aquí, en Massachusetts? –preguntó Patty–. Estos nombres son propios de Minnesota.

–Bueno, la verdad es que mi abuelo paterno era de Minnesota.

–¿Lo ves? Nunca discutas con Patty Lareine.

Patty aprovechó la ocasión para invitarle a la fiesta que íbamos a dar a la noche siguiente. Regency acudió al terminar su jornada de trabajo. Al despedirse, me dio las gracias y comentó que se lo había pasado muy bien.

Conversamos un poco. Regency dijo que vivía en Barnstable, y, por encontrarse este lugar a ochenta kilómetros de Provincetown, le pregunté si no se sentía un poco desplazado al trabajar aquí, con todo el barullo propio del verano. Provincetown es el único lugar que conozco en que se puede formular una pregunta así al jefe de policía.

–No, yo mismo pedí este puesto –me respondió Regency–. Me gusta.

–¿Por qué? –le pregunté. Corría el rumor de que pertenecía a narcóticos.

–Bueno, a Provincetown le llaman el Salvaje Oeste del Este –dijo Regency, que soltó su relincho. Era una forma muy elegante de no contestarme.

A partir de entonces, siempre que celebrábamos una fiesta Regency acudía a ella para pasar unos minutos. Si la fiesta era ininterrumpida, de manera que empalmábamos un par de noches, veíamos a Regency dos noches consecutivas. Si venía después de su jornada de trabajo, se tomaba una copa, charlaba tranquilamente con dos o tres personas y se largaba. Sólo una vez –fue a principios de septiembre– se emborrachó, aunque no demasiado. En la puerta se despidió con un beso de Patty Lareine, y me estrechó solemnemente la mano. Entonces, Regency me dijo:

–Me tienes preocupado.

–¿Por qué?

No me gustaban los ojos de Regency. Aunque te mostrara simpatía, había en él ese calor que te recuerda al granito cuando ha sido calentado por el sol: hay calor, sin duda, la roca siente simpatía por ti, pero sus ojos eran como dos pernos de acero clavados en la piedra.

–Me han dicho que tienes un gran potencial oculto –dijo Regency.

En Provincetown no hay nadie capaz de decir una frase así.

–Sí, jodo con las mejores –le contesté.

–Tengo la impresión de que no te achicas por grandes que sean las dificultades –observó Regency.

–¿Grandes?

–Cuando todo se viene abajo.

Por fin, en sus ojos apareció un poco de luz.

–Efectivamente –le respondí.

–Muy bien. Ya sabes a qué me refiero. No, no, no me he equivocado.

Y se fue. Si Regency hubiera sido de esos hombres capaces de hacer eses, aquella noche le habría visto hacerlas.

Sin embargo, Regency estaba mucho más seguro de sí mismo cuando bebía en el bar de la Asociación de Veteranos de Guerra. Incluso le vi echar un pulso con «Barriles» Costa, quien se había ganado el apodo porque lanzaba los barriles de pescado desde la bodega a la cubierta y, cuando la marea estaba baja, desde la cubierta a lo alto del muelle. En lo tocante a pulsos, el Barriles derrotaba a todos los portugueses de la ciudad, pero Regency aceptó el reto y una noche echó un pulso con el Barriles, lo que le valió el respeto de todos por no esconderse detrás del uniforme. El Barriles ganó, pero tuvo que sudar el tiempo suficiente para comprender con amargura que había dejado de ser joven, en tanto que Regency echaba chispas. Me pareció que no estaba habituado a perder.

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