Antes de retirarse definitivamente, el famoso detective Hércules Poirot decide resolver sus últimos doce casos a modo de las doce pruebas que el Hércules de la mitología griega tuvo que realizar. De este modo, acepta tan solo los casos que, aun siendo triviales, como la desaparición de un pekinés o las habladurías y cotilleos de un pequeño pueblo, hayan sido considerados como irresolubles y que, en cualquier caso, puedan encajar con cualquiera de los trabajos del mítico héroe griego.
Agatha Christie
Los trabajos de Hércules
ePUB v1.0
Ormi30.10.11
Título original:
The Labours Of Hercules
Traducción: Ángel Soler Crespo
Agatha Christie, 1947
Edición 1984 - Editorial Molino - 256 páginas
ISBN: 84-272-0162-1
El nombre de pila de Poirot me indujo irresistiblemente a escribir esta serie de historias cortas. Inicié el trabajo con gran entusiasmo, mas al poco tiempo perdí el ánimo ante el gran cúmulo de dificultades que no había previsto. Escribí sin titubear algunos de los episodios, tales como El león de Nemea y La hidra de Lerna. El toro de Creta, asimismo, salió de mi pluma con toda naturalidad; pero algunos de los «trabajos» eran un desafío a mi ingenio. El jabalí de Erimantea me tuvo en suspenso durante mucho tiempo, y lo mismo pasó con El cinturón de Hipólita. Y en cuanto a La captura del Cancerbero he de reconocer que me hizo perder todas las esperanzas. No podía imaginar ninguna acción apropiada a dicho título. Así es que durante seis meses no volví a ocuparme del asunto. Pero de pronto, subiendo un día las escaleras del «metro», se me ocurrió la idea. Pensé en ella con tanta excitación que subí y bajé las escaleras siete u ocho veces y por poco me atropella un autobús cuando, al fin, me dirigía a casa. El fregadero es el lugar más seguro y apropiado para planear mentalmente una historia. El trabajo meramente mecánico ayuda al fluir de las ideas y resulta delicioso encontrarse hechas las tareas domésticas sin acordarse de que una las hizo. Recomiendo de forma particular la rutina de los trabajos caseros a todas aquellas personas que pretendan crear una obra literaria. Ello no incluye el cocinar, pues en sí ya es una creación, mucho más divertida que escribir, mas, por desgracia, no tan bien pagada.
AGATHA CHRISTIE
El piso de Hércules Poirot estaba amueblado a la última moda. Los adornos de metal cromado, y los sillones, si bien tapizados confortablemente, eran de formas cuadradas y sólida apariencia.
En uno de ellos se hallaba sentado Poirot, pulcramente, sin pasar de la mitad del asiento. Frente al detective, en otra butaca, estaba el doctor Burton sorbiendo con deleite un vaso de «Cháteau Mouton Rothschild» que le ofreció su anfitrión. La apariencia del doctor no era tan relamida como la de su amigo. Era regordete y desaliñado, con una cara rubicunda y bonachona que relucía bajo la enmarañada masa de blancos cabellos. Tenía una risa profunda y sibilante y había adquirido el hábito de esparcir la ceniza de sus cigarros tanto sobre él, como sobre todo lo que le rodeaba. Poirot perdía el tiempo rodeándole de ceniceros.
El doctor Burton preguntó:
—Dígame, ¿a qué santo viene eso de Hércules?
—¿Se refiere usted a mi nombre de pila?
—Mal puede llamarse de pila, ya que es absolutamente pagano —objetó el otro—. Pero ¿por qué? Eso es lo que quiero saber. ¿Algún capricho de su padre? ¿Algún antojo de su madre? ¿Razones de familia? Si mal no recuerdo, aunque mi memoria ya no es lo que era, tuvo usted un hermano que se llamaba Aquiles, ¿no es cierto?
Poirot repasó mentalmente los detalles de la carrera de Aquiles Poirot. ¿Ocurrió en realidad todo aquello?, se preguntó.
—Sólo por poco tiempo —replicó al fin.
El doctor Burton eludió con prudencia mencionar de nuevo a Aquiles Poirot.
—Los padres debieran tener más cuidado con los nombres que ponen a sus hijos —reflexionó—. Vea usted; tengo varias ahijadas y una de ellas se llama Blanca, aunque es más morena que una gitana. Luego está Deirdre; Deirdre de los Dolores, y ha resultado ser más alegre que unas castañuelas. Y por lo que se refiere a Paciencia, hubieran hecho mejor llamándola impaciente —el viejo profesor de lenguas clásicas se estremeció—; pesa ahora ciento sesenta y ocho libras, aunque no tiene más que quince años. Dicen que es gordura infantil; yo no lo creo. ¡Diana! Querían que se llamara Helena, pero hice valer mis derechos. No podía hacer menos conociendo el aspecto de sus padres... ¡y el de su abuela! Traté con todas mis fuerzas de que se llamara Marta o Dorcas, o algo que fuera razonable... pero no me sirvió de nada... perdí el tiempo... Los padres son gente muy caprichosa.
Empezó a reír por lo bajo mientras su cara se arrugaba. Poirot lo miró inquisitivamente.
—Me estoy imaginando la conversación que sostendrían su madre de usted y la difunta señora Holmes, mientras cosían sus ropitas o hacían calceta: «Aquiles, Hércules, Sherlock, Mycroft...»
Poirot no parecía compartir el buen humor de su amigo.
—Por lo que veo, quiere usted decir que, físicamente, no soy ningún Hércules.
Los ojos del doctor Burton se fijaron en Poirot. Sobre su pulcra y diminuta persona, vestida con pantalones de etiqueta, correcta chaqueta negra y elegante corbata de pajarita. Recorrieron su figura desde los zapatos de charol hasta la cabeza en forma de huevo y el inmenso bigote que adornaba su labio superior.
—Con franqueza, Poirot: no se le parece usted en nada —dijo Burton—. Supongo que nunca habrá tenido tiempo para estudiar los clásicos —añadió.
—Así es.
—Pues es una lástima. Una verdadera lástima. Se ha perdido usted algo bueno. Si de mí dependiera, todo el mundo estaría obligado a estudiarlos.
Poirot se encogió de hombros.
—
Eh bien!
Pues yo he progresado sin tener necesidad de ellos.
—¡Progresar! ¡Progresar! No es cuestión de progresar. Ahí es donde todos se equivocan. Los clásicos no son el trampolín para alcanzar un éxito rápido, como los cursos por correspondencia. Las horas durante las cuales trabaja un hombre no son las que importan, sino sus horas de descanso. Ése es el error en que todos incurrimos. Póngase usted por ejemplo. Ha tenido muchos éxitos en el curso de su carrera y ahora quiere dejar sus ocupaciones y vivir tranquilamente... ¿Qué hará entonces con sus horas libres?
Poirot contestó sin vacilar:
—Me dedicaré... al cultivo de calabacines.
El doctor Burton se sorprendió.
—¿Calabacines? ¿Qué quiere decir? ¿Esas cosas verdes e hinchadas que saben a agua?
—¡Ah! —exclamó Poirot con entusiasmo—. Ése es el punto más interesante de la cuestión. Lo que hace falta es que no sepan a agua.
—Vamos. Ya comprendo... Espolvoreándolos con queso, con cebolla picada o con salsa blanca.
—No, no. Está usted en un error. Me figuro que puede mejorarse el actual sabor del calabacín. Se le puede dar —puso los ojos en blanco— un
bouquet...
—Por favor, tenga en cuenta que no se trata de un clarete.
La palabra «bouquet» recordó al doctor Burton el vaso que tenía a su lado. Bebió un sordo y lo paladeó.
—Es muy bueno este vino; tiene calidad —hizo un gesto de aprobación con la cabeza—. Pero ese asunto de los calabacines... ¿no hablará usted en serio? No querrá decir... que está dispuesto a encorvarse... —con gesto de consternación sus manos descendieron hasta su abultado estómago— a encorvarse para abonar esas cosas con estiércol; alimentarlas con guedejas de lana empapadas en agua y todo lo demás que suele hacerse.
—Al parecer, está usted muy enterado de cómo se cultivan los calabacines —argumentó Poirot.
—Durante mis estancias en el campo he visto cómo lo hacían los hortelanos. Pero, Poirot, ¡vaya ocupación! Compare eso —bajó la voz hasta un tono insinuante— con un buen sillón frente a una chimenea encendida, en una habitación alargada y baja de techo, atestada de libros... debe ser una habitación alargada, no cuadrada. Con muchos libros. Un vaso de oporto... y un libro abierto en la mano. El tiempo vuelve atrás cuando usted lee:
«De nuevo por su destreza,
el vinoso mar el piloto endereza
la rápida nave zarandeada por los vientos.»
Primero recitó las estrofas en griego, con voz sonora, y luego las tradujo.
—Desde luego al traducir, nunca puede uno llegar a compenetrarse con el verdadero espíritu del texto original —comentó.
Estaba tan entusiasmado que, de momento, se olvido de Poirot. Y éste, contemplando a su amigo, sintió una repentina duda... un remordimiento incómodo. ¿Habría perdido algo? Le invadió la tristeza. Sí; debió trabar conocimiento con los clásicos... tiempo atrás. Ahora, por desgracia, era demasiado tarde.
El doctor Burton interrumpió estos melancólicos pensamientos.
—¿Y quiere usted decir que está realmente dispuesto a retirarse? —preguntó.
—Sí.
El doctor soltó una risita apagada.
—No lo hará —dijo.
—Le aseguro que...
—No será usted capaz de ello. Está demasiado interesado por su trabajo.
—No; de veras. Ya lo tengo todo dispuesto. Unos pocos casos mas; seleccionados especialmente, no todo lo que se presente, compréndame. Sólo problemas que tengan un atractivo personal.
El doctor Burton gesticuló.
—Sí; eso es lo que se dice siempre. Solamente un caso o dos; sólo un caso más y así sucesivamente. Su despedida no será como la de una prima donna.
Volvió a reír mientras se levantaba lentamente. Parecía un simpático enanito de pelo blanco.
—Los de usted no son los «trabajos» de Hércules —le dijo—. Son trabajos de su afición. Ya verá usted como tengo razón. La apuesto lo que quiera a que dentro de dos meses está usted todavía aquí y los calabacines no son más —se estremeció— que simples calabacines.
El doctor Burton se despidió de su amigo y salió de la rectangular y severa habitación.
Paso por estas páginas para no volver a ellas. Solamente nos interesa lo que dejó tras él; es decir, una idea. Porque después de su marcha, Poirot volvió a sentarse y como en sueños, murmuró
—Los trabajos de Hércules...
mais oui, c'est une idee, ça...
Hércules Poirot se hallaba al día siguiente repasando un grueso volumen encuadernado en piel y otros tomos más delgados, a la vez que daba rápidos vistazos a varias hojas de papel escritas a máquina.
La señorita Lemon, su secretaria, había recibido instrucciones en el sentido de que hiciera acopio de referencias acerca de Hércules.
Y sin la menor muestra de curiosidad, porque era de las que no se extrañan de nada, la eficiente secretaria había llevado a cabo su trabajo.
Poirot se zambulló de cabeza en un revuelto mar de erudición clásica referente en su mayoría a Hércules, célebre héroe que, después de muerto, fue elevado a la categoría de dios y recibió honores divinos.
Hasta ahí la cosa iba bien... pero después no fue todo coser y cantar. Durante dos horas, Poirot leyó sin descanso, hizo anotaciones, frunció el ceño y consultó las notas escritas a máquina, así como los otros libros de referencia. Finalmente, se recostó en su asiento y sacudió la cabeza. La disposición de ánimo que tuviera la noche anterior parecía haberse disipado. ¡Qué gente!