Su interlocutora, cuya cabeza aparecía enmarcada en la portezuela, era una mujer de veinte a veintidós años. Ya hemos dicho con qué rapidez percibía D’Artagnan una fisonomía; al primer vistazo comprobó que la mujer era joven y bella. Pero esta belleza le sorprendió tanto más cuanto que era completamente extraña a las comarcas meridionales que D’Artagnan había habitado hasta entonces. Era una persona pálida y rubia, de largos cabellos que caían en bucles sobre sus hombros, de grandes ojos azules lánguidos, de labios rosados y manos de alabastro. Hablaba muy vivamente con el desconocido.
—Entonces, su eminencia me ordena… —decía la dama.
—Volver inmediatamente a Inglaterra, y avisarle directamente si el duque
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abandona Londres.
—Y ¿en cuanto a mis restantes instrucciones? —preguntó la bella viajera.
—Están guardadas en esa caja, que sólo abriréis al otro lado del canal de la Mancha.
—Muy bien, ¿qué haréis vos?
—Yo regreso a París.
—¿Sin castigar a ese insolente muchachito? —preguntó la dama.
El desconocido iba a responder; pero en el momento en que abría la boca, D’Artagnan, que lo había oído todo, se abalanzó hacia el umbral de la puerta.
—Es ese insolente muchachito el que castiga a los otros —exclamó—, y espero que esta vez aquel a quien debe castigar no escapará como la primera.
—¿No escapará? —dijo el desconocido frunciendo el ceño.
—No, delante de una mujer no osaríais huir, eso presumo.
—Pensad —dijo Milady al ver al gentilhombre llevar la mano a su espada—, pensad que el menor retraso puede perderlo todo.
—Tenéis razón —exclamó el gentilhombre—; partid, pues, por vuestro lado; yo parto por el mío.
Y saludando a la dama con un gesto de cabeza, se abalanzó sobre su caballo, mientras el cochero de la carroza azotaba vigorosamente a su tiro. Los dos interlocutores partieron pues al galope, alejándose cada cual por un lado opuesto de la calle.
—¡Eh, vuestro gasto! —vociferó el hostelero, cuyo afecto a su viajero se trocaba en profundo desdén al ver que se alejaba sin saldar sus cuentas.
—Paga, bribón —gritó el viajero, siempre galopando, a su lacayo, el cual arrojó a los pies del hostelero dos o tres monedas de plata, y se puso a galopar tras su señor.
—¡Ah, cobarde! ¡Ah, miserable! ¡Ah, falso gentilhombre! —exclamó D’Artagnan lanzándose a su vez tras el lacayo.
Pero el herido estaba demasiado débil aún para soportar semejante sacudida. Apenas hubo dado diez pasos, cuando sus oídos le zumbaron, le dominó un vahído, una nube de sangre pasó por sus ojos, y cayó en medio de la calle gritando todavía:
—¡Cobarde, cobarde, cobarde!
—En efecto, es muy cobarde —murmuró el hostelero aproximándose a D’Artagnan, y tratando mediante esta adulación de reconciliarse con el obre muchacho, como la garza de la fábula con su limaco nocturno
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.
—Sí, muy cobarde —murmuró D’Artagnan—; pero ella, ¡qué hermosa!
—¿Quién ella? —preguntó el hostelero.
—Milady —balbuceó D’Artagnan.
Y se desvaneció por segunda vez.
—Es igual —dijo el hostelero—, pierdo dos, pero me queda éste, al que estoy seguro de conservar por lo menos algunos días. Siempre son once escudos de ganancia.
Ya se sabe que once escudos constituían precisamente la suma que quedaba en la bolsa de D’Artagnan.
El hostelero había contado con once días de enfermedad, a escudo por día; pero había contado con ello sin su viajero. Al día siguiente, a las cinco de la mañana, D’Artagnan se levantó, bajó él mismo a la cocina, pidió, además de otros ingredientes cuya lista no ha llegado hasta nosotros, vino, aceite, romero, y, con la receta de su madre en la mano, se preparó un bálsamo con el que ungió sus numerosas heridas, renovando él mismo sus vendas y no queriendo admitir la ayuda de ningún médico. Gracias sin duda a la eficacia del bálsamo de Bohemia, y quizá también gracias a la ausencia de todo doctor, D’Artagnan se encontró de pie aquella misma noche, y casi curado al día siguiente.
Pero en el momento de pagar aquel romero, aquel aceite y aquel vino, único gasto del amo que había guardado dieta absoluta mientras que, por el contrario, el caballo amarillo, al decir del hostelero al menos, había comido tres veces más de lo que razonablemente se hubiera podido suponer por su talla, D’Artagnan no encontró en su bolso más que su pequeña bolsa de terciopelo raído así como los once escudos que contenía; en cuanto a la carta dirigida al señor de Tréville, había desaparecido.
El joven comenzó por buscar aquella carta con gran impaciencia, volviendo y revolviendo veinte veces sus bolsos y bolsillos, buscando y rebuscando en su talego, abriendo y cerrando su bolso; pero cuando se hubo convencido de que la carta era inencontrable, entró en un tercer acceso de rabia que a punto estuvo de provocarle un nuevo consumo de vino y de aceite aromatizados; porque, al ver a aquel joven de mala cabeza acalorarse y amenazar con romper todo en el establecimiento si no encontraban su carta, el hostelero había cogido ya un chuzo, su mujer un mango de escoba, y sus criados los mismos bastones que habían servido la víspera.
—¡Mi carta de recomendación! —gritaba D’Artagnan—. ¡Mi carta de recomendación, por todos los diablos, u os ensarto a todos como a hortelanos!
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Desgraciadamente, una circunstancia se oponía a que el joven cumpliera su amenaza; y es que, como ya lo hemos dicho, su espada se había roto en dos trozos durante la primera refriega, cosa que él había olvidado por completo. Y de ello resultó que cuando D’Artagnan quiso desenvainar, se encontró armado pura y simplemente con un trozo de espada de ocho o diez pulgadas más o menos, que el hostelero había encasquetado cuidadosamente en la vaina. En cuanto al resto de la hoja, el chef la había ocultado hábilmente para hacerse una aguja mechera.
Sin embargo, esta decepción no hubiera detenido probablemente a nuestro fogoso joven, si el huésped no hubiera pensado que la reclamación que le dirigía su viajero era perfectamente justa.
—Pero, en realidad —dijo bajando su chuzo—, ¿dónde está esa carta?
—Sí, ¿dónde está esa carta? —gritó D’Artagnan—. Os prevengo ante todo que esa carta es para el señor de Tréville, y que es preciso que aparezca; porque si no aparece él sabrá de sobra hacerla aparecer.
Esta amenaza acabó por intimidar al hostelero. Después del rey y del señor cardenal, el señor de Tréville era el hombre cuyo nombre era quizá el repetido con más frecuencia por los militares e incluso por los burgueses. También estaba el padre Joseph
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cierto; pero su nombre a él nunca le era pronunciado sino en voz baja, ¡tan grande era el terror que inspiraba la eminencia gris, como se llamaba al familiar del cardenal!
Por eso, arrojando su chuzo lejos de sí, y ordenando a su mujer hacer otro tanto con su mango de escoba y a sus servidores con sus bastones, fue el primero que dio ejemplo en buscar la carta perdida.
—¿Es que esa carta encerraba algo precioso? —preguntó el hostelero al cabo de un instante de investigaciones inútiles.
—¡Diablos! ¡Ya lo creo! —exclamó el gascón, que contaba con aquella carta para hacer su carrera en la corte—. Contenía mi fortuna.
—¿Bonos contra el Tesoro
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? —preguntó el hostelero inquieto.
—Bonos contra la tesorería particular de Su Majestad —respondió D’Artagnan que, contando con entrar en el servicio del rey gracias a esta recomendación, creía poder dar aquella respuesta algo aventurada sin mentir.
—¡Diablos! —dijo el hostelero completamente desesperado.
—Pero no importa —continuó D’Artagnan con el aplomo nacional—, no importa; el dinero no es nada, pero esa carta sí lo era todo. Hubiera preferido perder antes mil pistolas que perderla.
Nada arriesgaba diciendo veinte mil, pero cierto pudor juvenil lo contuvo.
Un rayo de luz alcanzó de pronto la mente del hostelero, que se daba a todos los diablos al no encontrar nada.
—Esa carta no se ha perdido —exclamó.
—¡Ah! —dijo D’Artagnan.
—No; os la han robado.
—¿Robado? ¿Y quién?
—El gentilhombre de ayer. Bajó a la cocina, donde estaba vuestro jubón. Se quedó allí solo. Apostaría que ha sido él quien la ha robado.
—¿Lo creéis? —respondió D’Artagnan poco convencido, porque sabía mejor que nadie la importancia completamente personal de aquella carta, y no veía en ella nada que pudiera provocar la codicia.
El hecho es que ninguno de los criados, ninguno de los viajeros presentes hubiera ganado nada poseyendo aquel papel.
—Decís, pues —respondió D’Artagnan—, que sospecháis de ese impertinente gentilhombre.
—Os digo que estoy seguro —continuó el hostelero—; cuando yo le anuncié que Vuestra Señoría era el protegido del señor de Tréville, y que teníais incluso una carta para ese ilustre gentilhombre, pareció muy inquieto, me preguntó dónde estaba aquella carta, y bajó inmediatamente a la cocina donde sabía que estaba vuestro jubón.
—Entonces es mi ladrón —respondió D’Artagnan—; me quejaré al señor de Tréville, y el señor de Tréville se quejará al rey.
Luego sacó majestuosamente dos escudos de su bolsillo, se los dio al hostelero, que lo acompañó, sombrero en mano, hasta la puerta, y subió a su caballo amarillo, que le condujo sin otro accidente hasta la puerta Saint-Antoine
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, en París, donde su propietario lo vendió por tres escudos, lo cual era pagarlo muy bien, dado que D’Artagnan lo había agotado hasta el exceso durante la última etapa. Además, el chalán a quien D’Artagnan lo cedió por las nueve libras susodichas no ocultó al joven que sólo le daba aquella exorbitante suma debido a la originalidad de su color.
D’Artagnan entró, pues, en París a pie, llevando su pequeño paquete bajo el brazo, y caminó hasta encontrar una habitación de alquiler que convino a la exigüidad de sus recursos. Aquella habitación era una especie de buhardilla, sita en la calle des Fossoyeurs
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, cerca del Luxemburgo.
Tan pronto como hubo gastado su último denario, D’Artagnan tomó posesión de su alojamiento, pasó el resto de la jornada cosiendo su jubón y sus calzas de pasamanería, que su madre había descosido de un jubón casi nuevo del señor D’Artagnan padre, y que le había dado a escondidas; luego fue al paseo de la Ferraille
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, para mandar poner una hoja a su espada; luego volvió al Louvre para informarse del primer mosquetero que encontró de la ubicación del palacio del señor de Tréville que estaba situado en la calle del Vieux-Colombier
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, es decir, precisamente en las cercanías del cuarto apalabrado por D’Artagnan, circunstancia que le pareció de feliz augurio para el éxito de su viaje.
Tras ello, contento por la forma en que se había conducido en Meung sin remordimientos por el pasado, confiando en el presente y lleno de esperanza en el porvenir, se acostó y se durmió con el sueño del valiente.
Aquel sueño, todavía totalmente provinciano, le llevó hasta las nueve de la mañana, hora en que se levantó para dirigirse al palacio de aquel famoso señor de Tréville, el tercer personaje del reino según la estimación paterna.
E
l señor de Troisville
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, como todavía se llamaba su familia en Gascuña, o el señor de Tréville, como había terminado por llamarse él mismo en París, había empezado en realidad como D’Artagnan, es decir, sin un cuarto, pero con ese caudal de audacia, de ingenio y de entendimiento que hace que el más pobre hidalgucho gascón reciba con frecuencia de sus esperanzas de la herencia paterna más de lo que el más rico gentilhombre de Périgord o de Berry recibe en realidad. Su bravura insolente, su suerte más insolente todavía en un tiempo en que los golpes llovían como chuzos, le habían izado a la cima de esa difícil escala que se llama el favor de la corte, y cuyos escalones había escalado de cuatro en cuatro.
Era el amigo del rey, que honraba mucho, como todos saben, la memoria de su padre Enrique IV. El padre del señor de Tréville le había servido tan fielmente en sus guerras contra la Liga que, a falta de dinero contante y sonante —cosa que toda la vida le faltó al bearnés, el cual pagó siempre sus deudas con la única cosa que nunca necesitó pedir prestada, es decir, con el ingenio—, que a falta de dinero contante y sonante, decimos, le había autorizado, tras la rendición de París, a tomar por armas un león de oro pasante sobre gules con esta divisa:
Fidelis et fortis
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. Era mucho para el honor, pero mediano para el bienestar. Por eso, cuando el ilustre compañero del gran Enrique murió, dejó por única herencia al señor su hijo, su espada y su divisa. Gracias a este doble don y al nombre sin tacha que lo acompañaba, el señor de Tréville fue admitido en la casa del joven príncipe, donde se sirvió también de su espada y fue tan fiel a su divisa que Luis XIII, uno de los buenos aceros del reino, solía decir que si tuviera un amigo en ocasión de batirse, le daría por consejo tomar por segundo primero a él, y a Tréville después, y quizá incluso antes que a él.
Por eso Luis XIII tenía un afecto real por Tréville, un afecto de rey, afecto egoísta, es cierto, pero que no por ello dejaba de ser afecto. Y es que, en aquellos tiempos desgraciados, se buscaba sobre todo rodearse de hombres del temple de Tréville. Muchos podían tomar por divisa el epíteto de fuerte, que formaba la segunda parte de su exergo; pero pocos gentileshombres podían reclamar el epíteto de fiel, que formaba la primera. Tréville era uno de estos últimos; era una de esas raras organizaciones, de inteligencia obediente como la del dogo, de valor ciego, de vista rápida, de mano pronta, a quien el ojo le había sido dado sólo para ver si el rey estaba descontento de alguien, y la mano para golpear a ese alguien enfadoso: un Besme, un Maurevers, un Poltrot de Méré, un Vitry
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. En fin, en el caso de Tréville, había faltado hasta aquel entonces la ocasión; pero la acechaba y se prometía cogerla por los pelos si alguna vez pasaba al alcance de su mano. Por eso hizo Luis XIII a Tréville capitán de sus mosqueteros
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, que eran a Luis XIII, por la devoción o mejor por el fanatismo, lo que sus ordinarios eran a Enrique III y lo que su guarda escocesa a Luis XI.