—Nevis ya ha intentado matarnos —estaba diciéndole Jefri Lion a Celise Waan—. No me importa lo mucho que pienses quejarte, pero debes cumplir con la parte de trabajo que te corresponde. No puedes esperar que Tuf y yo llevemos todo el peso de nuestra defensa. —Tras el espeso plástico de su visor, Lion la miró, frunciendo el ceño—. Ojalá supiera algo más sobre ese traje de combate que lleva Nevis —dijo Lion—. Tuf, ¿un láser puede penetrar esa armadura Unqi? ¿O resultaría más efectivo algún tipo de proyectil explosivo? Yo diría que un láser... ¿Tuf? —Se dio la vuelta y con el movimiento, el haz luminoso de la linterna hizo oscilar violentamente miles de sombras en las paredes—. ¿Dónde estás, Tuf?
Pero Haviland Tuf se había ido.
La puerta que daba a la sala del ordenador se negaba a ceder. Kaj Nevis le dio una patada y el metal se abolló por el centro mientras que la parte superior quedaba separada del marco. Nevis la pateó una y otra vez, estrellando su enorme pie acorazado con una fuerza increíble contra el metal de la puerta que, comparativamente, era más delgada. Luego apartó a un lado los destrozados fragmentos de la puerta y entró en la sala, llevando el cuerpo de Anittas en sus brazos inferiores.
—¡ME GUSTA ESTE MALDITO TRAJE! —dijo. Anittas lanzó un gemido.
La subestación vibraba con un leve zumbido subsónico, como un siseo de inquietud animal. Luces de colores se encendían y apagaban en los controles como enjambres de luciérnagas.
—En el circuito —dijo Anittas, moviendo débilmente la mano, en lo que tanto podía ser una señal como un espasmo—. Llévame al circuito —repitió. Las partes de su cuerpo que seguían siendo orgánicas tenían un aspecto horrible. Su piel estaba cubierta por un sudor negruzco y de cada poro rezumaban gotitas de líquido negro como el ébano. De la nariz le chorreaba un continuo flujo de mucosidad y su único oído orgánico sangraba abundantemente. No podía mantenerse en pie ni caminar y también parecía estar perdiendo la capacidad de hablar. El apagado resplandor rojo del casco teñía su piel con una tonalidad carmesí que empeoraba todavía más su aspecto general—. Deprisa —le dijo a Nevis—. El circuito, por favor, llévame hasta el circuito...
—¡CALLA O TE DEJARÉ CAER AHORA MISMO! —le respondió Nevis. Anittas se estremeció como si la voz amplificada del traje fuera una agresión física. Nevis examinó la sala hasta encontrar la consola de conexión y fue hasta ella dejando al cibertec en una silla de plástico blanco que parecía fundirse con la consola y el suelo metálico. Anittas gritó— ¡CÁLLATE! —repitió Nevis. Cogió torpemente el brazo del cibertec, casi arrancándoselo del hombro. Resultaba bastante difícil calibrar adecuadamente su fuerza dentro del maldito traje y manipular objetos pequeños era aún más difícil, pero no pensaba quitárselo. Le gustaba el traje, sí, le gustaba mucho. Anittas gritó de nuevo pero Nevis no le hizo caso. Finalmente logró hacer que los dedos metálicos del cibertec quedaran extendidos y los metió dentro del circuito—. ¡YA ESTÁ! —dijo, retrocediendo un par de pasos.
Anittas se derrumbó hacia adelante y su cabeza se estrelló contra la consola de metal y plástico. Tenía la boca abierta en un rictus de agonía y por ella empezó a brotar sangre mezclada con un fluido muy espeso que se parecía bastante al aceite. Nevis le contempló con el ceño fruncido. ¿Habría llegado demasiado tarde a la sala del ordenador? ¿Se habría muerto ya el maldito cibertec, dejándole abandonado cuando más falta le hacía?
Entonces las luces empezaron a encenderse por hileras y el zumbido se hizo aún más fuerte. Luego las luces empezaron a encenderse y apagarse cada vez más deprisa. Anittas estaba dentro del circuito.
Rica Danwstar avanzaba por el gran pasillo y, pese a las circunstancias, en esos instantes estaba casi alegre. De pronto la oscuridad que había ante ella se convirtió en luz. Los paneles del techo fueron saliendo uno por uno de su largo sueño y, a lo largo de kilómetros y kilómetros de nave, el negro de la noche cedió ante un día tan brillante que durante un instante tuvo que cerrar los ojos.
Frenó el vehículo, sorprendida, y observó cómo la ola de luz se prolongaba a lo lejos. Se volvió hacia atrás y vio que el pasillo de donde había venido seguía sumido en las tinieblas.
Entonces se dio cuenta de algo que, antes, en la oscuridad, no había resultado tan obvio. En el suelo había seis delgadas líneas paralelas. Estaban hechas de plástico traslúcido y sus colores eran rojo, azul, amarillo, verde, plateado y púrpura. Sin duda, cada línea debería llevar a un sitio distinto. El único problema era que ignoraba adónde.
Pero mientras observaba las líneas, la de color plateado empezó a brillar como iluminada desde dentro hasta que ante su vehículo palpitó una delgada cinta de luminosidad plateada. Al mismo tiempo el panel que tenía sobre su cabeza se oscureció. Rica frunció el ceño y, poniendo en marcha el vehículo, avanzó un par de metros, abandonando las sombras y volviendo a la luz. Pero cuando se detuvo el panel se apagó igual que el anterior. La cinta plateada del suelo seguía palpitando rítmicamente.
—De acuerdo —dijo Rica—, lo haremos a tu modo.
Puso nuevamente en marcha el vehículo y avanzó por el corredor, dejando tras de ella otra vez la oscuridad.
—¡Viene! —chilló Celise Waan al iluminarse el pasillo, dando casi un salto en el aire.
Jefri Lion se quedó inmóvil con el ceño fruncido. En las manos sostenía un rifle láser y en la cintura llevaba un lanzador de dardos explosivos y una pistola ultrasónica. Atado a la espalda en un arnés, tenía un enorme cañón de plasma. Además, una cartuchera de bombas mentales colgaba de su hombro derecho, en tanto que del izquierdo pendía otra con granadas luminosas y en el muslo se había atado una vaina con un enorme vibrocuchillo. En el interior de su casco dorado Lion sonreía sintiendo el nervioso latir de su sangre. Estaba dispuesto a todo. No se había encontrado tan bien desde hacía un siglo, cuando estuvo por última vez en mitad de la acción con los Voluntarios de Skaeglay, enfrentándose a los Ángeles Negros. Al diablo todo ese polvoriento saber académico: Jefri Lion era un hombre de acción y ahora volvía a sentirse joven.
—Silencio, Celise —dijo—. No viene nadie. Somos solamente nosotros. Se han encendido las luces y eso es todo.
Celise Waan no pareció demasiado convencida. También ella iba armada, pero su rifle láser colgaba flojamente de sus manos rozando el suelo porque ella aseguraba que pesaba demasiado. Jefri Lion no estaba demasiado tranquilo pensando en lo que podía suceder si intentaba utilizar una de sus granadas luminosas.
—Mira —dijo ella señalando hacia adelante—, ¿qué es? Jefri Lion vio que en el suelo había dos cintas de plástico, una negra y la otra anaranjada, que se encendió un segundo después.
—Debe ser algún tipo de guía manejada por el ordenador —dijo—. Sigámosla.
—No —dijo Celise Waan. Jefri Lion la miró con expresión malhumorada.
—Oye, Celise, yo estoy al mando y harás todo lo que yo te diga. Podemos enfrentarnos a cualquier cosa que se nos ponga por delante, así que en marcha.
—¡No! —replicó tozudamente Celise Waan—. Estoy cansada y este lugar no me parece nada seguro, así que no pienso seguir avanzando.
—Es una orden clara y directa —dijo Jefri Lion con impaciencia.
—Oh, ¡ni hablar! No puedes darme órdenes. Tengo sabiduría completa y tú eres sólo un Erudito Asociado.
—No estamos en el Centro —le replicó Lion irritado—. ¿Piensas venir?
—No —dijo ella, sentándose en el suelo en mitad del pasillo y cruzándose de brazos.
—Entonces, muy bien. Que tengas buena suerte. —Jefri Lion le dio la espalda y empezó a seguir la cinta de color naranja. Detrás de él, inmóvil, su ejército siguió con los brazos cruzados y le contempló marchar en tozudo silencio.
Haviland Tuf había llegado a un lugar muy extraño. Había recorrido interminables corredores en tinieblas llevando en brazos el flácido cuerpo de Champiñón, sin apenas pensar, sin tener ningún plan ni destino concretos. Finalmente, uno de los angostos corredores le había llevado a lo que parecía ser una gran caverna cuyas paredes quedaban muy lejos de él. De pronto se sintió engullido por el vacío y la oscuridad y cada paso de sus botas despertaba un sinfín de ecos en las paredes distantes. Había ruidos en la oscuridad. Primero un leve zumbido que apenas si podía oírse haciendo un gran esfuerzo y luego un ruido de líquido, como el incansable movimiento de algún océano subterráneo que careciere de límites. Pero, como se recordó a sí mismo Haviland Tuf, ahora no se encontraba bajo tierra. Estaba perdido en una vieja nave espacial, llamada el Arca, rodeado de personas malvadas, con Champiñón en brazos, muerto por sus propias manos.
Siguió caminando durante un tiempo imposible de precisar. Sus pisadas resonaban en la oscuridad. El suelo era liso y perfectamente llano, como si fuera a continuar eternamente. Mucho tiempo después tropezó con algo en la oscuridad. No iba muy deprisa y no se hizo daño, pero con el golpe dejó caer a Champiñón. Extendió las manos, decidido a saber con qué objeto había chocado, pero le resultaba difícil saberlo llevando los espesos guantes del traje. Al menos se pudo dar cuenta de que tenía gran tamaño y era de forma curva.
Entonces se encendieron las luces. Para Haviland Tuf no fue ninguna explosión cegadora. En este lugar la luz era débil y no muy brillante. Al proyectarse desde el techo hasta el suelo, arrojaba por todas partes ominosas sombras negras y las áreas iluminadas cobraban una curiosa tonalidad verdosa, como si estuvieran cubiertas con alguna especie de musgo fosforescente.
Tuf contempló lo que le rodeaba y le pareció que más que una caverna era como un túnel. Pensó que debía haber recorrido casi un kilómetro de un lado a otro pero su anchura no resultaba nada comparada con su longitud: debía ir a lo largo de todo el eje principal de la nave, pues parecía perderse en el infinito en ambas direcciones de dicho eje. El techo era una confusión de sombras verdosas y, muy por encima de él, resonaban los débiles ecos metálicos de cada sonido al chocar con sus curvas casi invisibles. Había máquinas, muchas máquinas. En las paredes había subestaciones del ordenador, extraños aparatos que no se parecían a nada visto antes por Haviland Tuf, así como mesas de trabajo con toda clase de servomecanismos que iban de lo enorme a lo diminuto.
Pero el rasgo principal de aquel grandioso lugar eran las cubas.
Había cubas por todas partes. A lo largo de las paredes había hileras interminables de ellas y en el techo se veían asomar también sus rechonchas siluetas. Algunas eran inmensas y sus muros traslúcidos habrían bastado para cobijar a la Cornucopia, y en todos los espacios disponibles se veían celdillas tan grandes como la mano de un hombre, miles y miles de ellas, subiendo del suelo al techo como colmenas de plástico. Los ordenadores y las estaciones de trabajo palidecían insignificantes en comparación con ellas, y era fácil pasar por alto los pequeños detalles de la estancia. Haviland Tuf se dio cuenta por fin de donde procedía el ruido líquido que había estado oyendo. La luz verdosa le permitió ver que casi todas las cubas estaban vacías, pero había algunas (una aquí, dos algo más lejos) que parecían estar repletas de líquidos coloreados que hervían o eran agitados por los leves movimientos de siluetas borrosas contenidas en su interior.
Haviland Tuf permaneció un largo tiempo inmóvil contemplando aquel paisaje colosal, sintiéndose muy diminuto en comparación. Finalmente dejó de mirar y se inclinó para recoger nuevamente a Champiñón. Al hacerlo se dio cuenta de lo que le había hecho tropezar en la oscuridad: era una cuba de tamaño mediano cuyas paredes transparentes se curvaban alejándose de él. Estaba llena de un espeso fluido amarillento en el interior del cual se agitaban, de vez en cuando, chorros de otro color rojo vivo. Tuf oyó un leve gorgoteo y sintió una débil vibración, como si en el interior de la cuba algo se moviera. Se acercó a ella y, alzando la cabeza, miró en su interior.
Dentro de la cuba, flotando en el líquido, sin haber nacido pero vivo, el tiranosaurio le devolvió su mirada.
En el circuito no había dolor. En el circuito se carecía de cuerpo. En el circuito era sólo mente, una mente pura y blanca, y era parte de algo mucho más grande y poderoso que él o que cualquiera de los otros. En el circuito era más que humano y más que una máquina, más que un simple organismo cibernético. En el circuito era algo parecido a un dios. El tiempo no era nada dentro del circuito, pues él era tan veloz como el pensamiento, como los circuitos de silicio que se abrían y cerraban, como los mensajes que iban y venían por sus tendones superconductores o como el destello de los micro láser que tejían sus telarañas invisibles en la matriz central. En el circuito tenía mil ojos y mil oídos, mil manos que podían convertirse en puños para golpear con ellos. En el circuito podía estar al mismo tiempo en todas partes.
Era Anittas. Era el Arca. Era un cibertec. Era más de quinientas estaciones y monitores satélite, era veinte 7400 Imperiales gobernando los veinte sectores de la nave desde veinte subestaciones repartidas por ella, era Maestre de Combate, Descifrador de Códigos, Astrogador, Doctor de Motores, Centro Médico, Archivo de la Nave, Biblioteca, Bio-biblioteca, Microcirujano, Encargado de los Clones, Mantenimiento y Reparaciones, Comunicaciones y Defensa. Era todos los programas de la nave y todos sus ordenadores, todos los sistemas de apoyo principal y todos los sistemas de apoyo secundario y terciario. Tenía mil doscientos años de edad y medía treinta kilómetros de largo y su Corazón era la matriz central, que apenas si tenía dos metros cuadrados, pero que, al mismo tiempo, era prácticamente infinita. Podía tocar cualquier lugar de la nave y todos a la vez y su conciencia era capaz de cabalgar a lo largo de los circuitos, bailando y ramificándose, fluyendo por los láser. La sabiduría le inundaba como un feroz torrente, como un gran río que hubiera enloquecido con toda la fría, dulce, blanca y tranquila potencia de un cable de alto voltaje. Era el Arca. Era Anittas. Y se estaba muriendo.
En lo más hondo de sus entrañas, en los intestinos de la nave, en la subestación diecisiete junto a la Compuerta nueva, Anittas dejó que sus ojos de metal plateado se enfocaran en Kaj Nevis. Sonrió. La expresión resultaba grotesca en su mitad de rostro humana. Sus dientes eran de acero al cromo.
—Estúpido —le dijo a Nevis. El traje de combate dio un paso amenazador hacia él. Una pinza se levantó como por voluntad propia con un chirrido metálico, abriéndose y cerrándose.