Read Lujuria de vivir Online

Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (52 page)

BOOK: Lujuria de vivir
5.79Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Mientras hablaba se desgarraba la ropa ansioso de demostrar que no tenía el dinero encima. Vincent no sabía qué hacer; todos los demás ocupantes del dormitorio parecían dormir profundamente. Finalmente decidió despertar a uno de ellos y descorrió una de las cortinitas, sacudiendo de un brazo al hombre que se hallaba en la cama. Este abrió sus ojos y lo miró con expresión estúpida.

—¡Levántese! ¡Ayúdeme a calmarlo! —dijo Vincent—. Temo que se lastime.

El hombre, en la cama, comenzó a babear mientras emitía sonidos inarticulados.

—¡Pronto! —insistió Vincent;—. Yo solo no puedo tranquilizarlo.

Sintió que alguien le posaba una mano sobre el hombro, y volviéndose rápidamente notó que uno de los hombres de más edad se hallaba a su lado.

—Ese hombre no le entiende —dijo designando al de la cama—. Es idiota. No ha pronunciado una sola palabra desde que está aquí. Venga, le ayudaré a tranquilizar al muchacho.

El joven estaba ahora revolviendo su colchón; con las uñas había logrado hacer un agujero por el cual sacaba la paja que lo rellenaba. Cuando vio a Vincent; volvió a dirigirse a él en forma incoherente.

—¡Sí! ¡Fui yo quien lo mató! ¡Pero no fue por pederastería! ¡Fue por su dinero! ¡Mire! ¡Aquí lo tengo! ¡Lo oculté en el colchón! Se lo entregaré a usted, pero no permita que la policía secreta me persiga, ¡Aún a pesar de haberlo matado puedo librarme de la prisión! ¡Puedo citarle casos...!

—Tómelo por el otro brazo —dijo el otro hombre a Vincent.

Entre ambos obligaron al muchacho a acostarse y lo mantuvieron así por la fuerza, pero durante más de una hora continuó con sus divagaciones. Finalmente, exhausto, cayó en una especie de sopor afiebrado.

—El pobre muchacho estaba estudiando para abogado —explicó el hombre a Vincent—. Trabajó con exceso y le hizo daño. Estos ataques le sobrevienen cada diez días más o menos, pero no hace daño a nadie. Buenas noches.

Regresó a su cama y al poco rato estaba profundamente dormido. Vincent se acercó de nuevo a la ventana que daba al valle. Aún faltaba mucho para el amanecer, y únicamente se veía la estrella matutina en todo su esplendor. El artista recordó el cuadro de Daubigny que la representaba expresando la inmensa paz y majestad del universo..., y todo el sentimiento de angustia por el individuo insignificante que la contempla desde abajo.

LA CONFRATERNIDAD DE LOCOS

A la mañana siguiente, después del desayuno, los hombres salieron al jardín. Detrás del muro lejano podía verse una hilera de colinas desiertas. Vincent contemplaba a sus compañeros mientras jugaban indolentemente a las bochas. Se había sentado sobre un banco de piedra y admiraba los añosos árboles cubiertos de hiedra. Pasaron a su lado las Hermanas de la orden de San José de Aubenas, vestidas de blanco y negro murmurando sus oraciones mientras desgranaban sus rosarios con los ojos bajos.

Después de haber jugado a las bochas durante una hora, sin pronunciar una palabra, los hombres regresaron a su pabellón y volvieron a sentarse en torno a la estufa apagada. Tan completa inactividad extrañaba sobremanera a Vincent que no lograba comprender cómo no se entretenían aunque fuese leyendo un periódico atrasado. No pudiendo soportar más tiempo esa inacción, regresó al jardín comenzando a pasearse. Hasta el sol de St. Paul parecía moribundo.

Las construcciones del antiguo monasterio formaban un cuadrilátero; hacia el norte se hallaba el pabellón de tercera clase; hacia el este la casa habitación del doctor Peyron, la capilla y un claustro del siglo X; hacia el sur estaban los pabellones de primera y segunda clase, y hacia el oeste el de los dementes peligrosos y un muro largo de doce pies de alto que no podía escalarse. La única salida que existía era el portón de rejas siempre cerrado con llave y trancado.

Vincent volvió hacia el banco de piedra cerca de un rosal silvestre y se sentó. Quiso tratar de coordinar sus ideas y comenzó a preguntarse el motivo por el cual él se hallaba en St. Paul, pero se apoderó de él un horror y un coraje tan grandes que le impidieron pensar.

Volvió al pabellón y apenas traspuso el umbral de la puerta, le pareció oir el extraño ladrido de un perro, que no tardó en transformarse en el aullido de un lobo. Vincent dio unos pasos en el dormitorio y vio en uno de sus extremos al hombre que le había ayudado a tranquilizar al joven rubio. Se hallaba con el rostro elevado hacia el cielorraso y aullaba con todas las fuerzas de sus pulmones.

—¿En qué antro me encuentro prisionero? —se preguntó Vincent.

Los hombres alrededor de la estufa permanecían impasibles ante los chillidos desesperados de su compañero.

—Debo hacer algo por él —no pudo contenerse de decir Vincent en alta voz.

El joven rubio lo detuvo.

—Es mejor dejarlo tranquilo —dijo—. Si usted le habla se enfurecerá. Dentro de algunas horas le habrá pasado.

Los gritos del hombre se tornaban insoportables, y Vincent pasó la mayor parte de la tarde en el rincón más apartado del jardín deseoso de sustraerse a aquellos terribles aullidos animales.

Esa noche, durante la cena, un joven paralítico del lado izquierdo se puso repentinamente de pie y tomando un cuchillo se apuntó el corazón.

—¡Ha llegado el momento! —gritó—. ¡Me mataré!

El hombre que se hallaba a su derecha le dijo con tranquilidad, mientras le tomaba del brazo:

—No, Raymundo, hoy no. Es domingo.

—Sí, sí, hoy. ¡No quiero vivir más! ¡Déjeme! ¡Quiero matarme!

—Mañana, Raymundo, mañana —insistió el hombre.

—¡Deje mi brazo! ¡Quiero hundirme este cuchillo en mi corazón! ¡Le digo que tengo que matarme!

—Mañana, Raymundo, mañana.

Tomó el cuchillo de la mano del joven y lo condujo hacia el dormitorio, mientras éste lloraba de rabia e impotencia. Vincent se volvió hacia su vecino, un hombre de ojos inyectados en sangre y que se llevaba difícilmente la cuchara a la boca con su mano temblorosa y le preguntó:

—¿Qué tiene ese muchacho?

El sifilítico dejó la cuchara sobre el plato y contestó:

—No ha pasado un solo día del año sin que Raymundo haya tratado de suicidarse.

—¿Y por qué lo hace delante de todo el mundo? ¿Por qué no roba un cuchillo y se mata mientras los demás duermen?

—Tal vez no tenga ganas de morir, señor.

A la mañana siguiente, mientras Vincent miraba a los hombres que jugaban a las bochas, vio a uno de ellos caer al suelo presa de terribles convulsiones.

—Pronto, pronto —gritó alguien—. ¡Es su ataque epiléptico!

Cuatro de sus compañeros se precipitaron para sujetarlo de brazos, y piernas, mientras el joven rubio, sacando una cuchara de su bolsillo, se la introdujo entre los dientes.

El enfermo parecía tener la fuerza de diez hombres juntos; sus ojos casi le salían de las órbitas y comenzó a espumar por la boca.

—¿Para qué le pone esa cuchara en la boca? —preguntó Vincent mientras le sostenía la cabeza.

—Para que no se muerda la lengua.

Después de una media hora el hombre terminó por perder el conocimiento, y entre Vincent y otros dos hombres lo llevaron a su cama.

Al cabo de quince días, Vincent ya conocía el caso de cada uno de sus once compañeros: el maniático que se desgarraba la ropa y rompía todo lo que encontraba a mano; el hombre que aullaba como un animal; los dos sifilíticos; el suicida monomaniaco; el paralítico que sufría de ataques de furia y exaltación; el epiléptico, el que padecía de la manía de la persecución; el joven rubio que se imaginaba ser perseguido por la policía.

No pasaba un solo día sin que alguno de ellos sufriese un ataque; no pasaba un solo día sin que Vincent tuviese que ayudar a calmar a algún demente momentáneo. Los pacientes de la tercera clase tenían que atenderse mutuamente. Peyron los visitaba una vez por semana solamente y los guardianes se ocupaban sólo de los de primera y segunda clase. Los hombres se ayudaban unos a otros con toda paciencia, cada cual sabía que su turno llegaría tarde o temprano y que necesitaría de la ayuda de sus compañeros.

Era una verdadera confraternidad de locos.

Vincent estaba contento de haber venido. Al conocer la verdad acerca de la vida de los dementes, perdió poco a poco el temor que le inspiraba la locura. Paulatinamente llegó a considerarla como una enfermedad cualquiera, y a las tres semanas de estar allí consideraba que sus compañeros no eran más aterradores que si hubiesen padecido de tisis o de cáncer.

A menudo se entretenía en hablar con el idiota. Este sólo le contestaba con sonidos inarticulados, pero Vincent suponía que aquel hombre lo entendía y que le agradaba que le hablaran. Las Hermanas nunca se dirigían a los enfermos al menos que fuese estrictamente necesario, y las únicas palabras que Vincent cruzaba con una persona cuerda era durante la visita de cinco minutos que efectuaba semanalmente al doctor Peyron.

—Dígame, doctor —preguntó un día—, ¿por qué esos hombres nunca hablan entre sí? Algunos parecen ser bastante inteligentes cuando están bien.

—No pueden hablar, Vincent, pues en cuanto comienzan a hacerlo empiezan a discutir, se agitan y se enferman. Es por eso que han aprendido a vivir sin pronunciar una sola palabra.

—Pero es casi como si estuviesen muertos —arguyo Vincent.

El médico se encogió de hombros.

—Eso, mi querido Vincent, es cuestión de opinión.

—Pero entonces, ¿por qué no leen al menos? Creo que algunos buenos libros.

—Les haría trabajar el cerebro y no tardarían en sufrir su ataque. No, amigo mío, deben vivir en un mundo cerrado. Pero no es necesario compadecerlos. ¿No recuerda lo que decía Dryden? «Con seguridad hay un placer en ser loco, placer que únicamente conocen los locos».

Transcurrió un mes. Ni una sola vez Vincent sintió deseos de encontrarse en otro lugar, y sabía que lo mismo acontecía con sus compañeros. Estos continuaban vegetando en su ociosidad, pensando únicamente en sus tres comidas diarias. Vincent trataba de conservar su espíritu para cuando le volvieran las ganas de pintar, y a fin de no dejarse vencer por el abandono, rehusaba alimentarse con otra cosa que no fuese un poco de sopa y de pan negro.

Theo le envió un volumen con las obras de Shakespeare, y leyó «Ricardo II», «Enrique IV» y «Enrique V», dirigiendo sus pensamientos hacia otros tiempos y otros lugares.

Luchó valientemente para no dejarse embargar por el desasosiego.

Theo ya se había casado y él y su esposa Johanna le escribían a menudo. La salud de Theo no era muy buena y Vincent se preocupaba más por su hermano que por sí mismo. Le escribía a Johanna rogándole que preparara para su hermano la sana comida holandesa que tanto necesitaba después de diez años de comidas de restaurantes.

Vincent sabía que su trabajo lo distraería mejor que cualquier otra cosa y que si podía volver a pintar seria para él el mejor remedio. Sus compañeros no tenían nada para salvarse de la muerte lenta, pero él tenía su pintura, y estaba convencido que ella lo sacaría del asilo y lo volvería a transformar en un hombre sano y feliz.

Al finalizar la sexta semana, el Dr. Peyron cedió a Vincent un pequeño cuarto para que le sirviera de estudio. Estaba tapizado con un papel gris verdoso y tenía cortinas verdes con dibujos de rosas pálidas. Las cortinas y un antiguo sillón habían pertenecido a un enfermo pudiente que había fallecido. En la ventana veíanse gruesas barras de hierro.

Vincent no tardó en pintar el paisaje que se divisaba desde la ventana. A la noche regresó al pabellón alborozado. Su poder triunfador no lo había abandonado. Se había vuelto a encontrar de nuevo cara a cara con la naturaleza. El asilo de dementes no lo mataría. Estaba en camino de curarse, y en pocos meses podría salir y volver libremente a París y a sus antiguos amigos. La vida comenzaba de nuevo para él. Escribió a Theo una carta larga y tumultuosa, pidiéndole pinturas, telas, pinceles y algunos libros.

A la mañana siguiente el sol apareció radiante y caliente. Las chicharras comenzaron a cantar diez veces más fuerte que los grillos. Vincent sacó su caballete al jardín y comenzó a pintar mientras sus compañeros miraban silenciosa y respetuosamente por encima de su hombro.

—Tienen mejores modales que la gente de Arles —pensó Vincent para sí.

A la caída de la tarde fue a ver el doctor Peyron. —Me siento perfectamente bien doctor, y desearía me permita salir fuera de la propiedad a pintar.

—En efecto, usted tiene mucho mejor aspecto, Vincent. Los baños lo han tranquilizado y está mejor. Pero ¿no le parece algo peligroso salir tan pronto?

—¿Peligroso? No, ¿por qué lo sería?

—Supongamos que... le diera un... ataque en medio del campo...

Vincent comenzó a reír.

—No hablemos más de ataques, doctor. Eso ya pasó. Me siento aún mejor que antes de estar enfermo.

—Temo, Vincent...

—Se lo ruego, doctor —insistió el artista—. ¿No comprende cuánto más feliz me sentiré si puedo ir de un lado para otro pintando lo que me place?

—Si le parece que es eso lo que necesita...

Y así se abrieron las rejas para Vincent. Cargó su caballete sobre la espalda y se fue en busca de temas para sus pinturas Pasaba los días enteros en las colinas detrás del asilo, pintando los cipreses de los alrededores de St. Remy. Los encontraba hermosos y de líneas y proporciones tan bellas como un obelisco egipcio. Volvió a tomar sus antiguas costumbres arlesianas. Salía al amanecer con una tela en blanco y regresaba a la tarde con su cuadro terminado. Si su habilidad y su poder interpretativo habían disminuido, él no lo notaba, encontrándose, al contrario, cada día más seguro de sí mismo.

Ahora que era de nuevo dueño de su destino no temía alimentarse, y devoraba todo lo que le presentaban, aún la sopa con cucarachas del asilo. Necesitaba comer para tener fuerzas para trabajar.

A los tres meses de estar en el asilo, descubrió un motivo de cipreses cuya belleza le compensó por todo lo que había tenido que sufrir. Los árboles eran macizos; en el primer plano veíanse arbustos de hermosas tonalidades y en el fondo las colinas y el cielo en la que se destacaba la luna menguante. Cuando esa noche miró a su obra terminada se sintió lleno de regocijo. Le pareció que otra vez era un hombre libre.

Theo le envió algún dinero suplementario y Vincent pidió permiso para ir a Arles a buscar sus cuadros. La gente de la Place Lamartine fue muy atenta para con él, pero la vista de la casa amarilla lo enfermó, a tal punto que creyó se iba a desvanecer. En lugar de ir a visitar a Roulin y al Dr. Rey como se había propuesto, fue en busca del propietario que tenía sus cuadros.

BOOK: Lujuria de vivir
5.79Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Table for Two by Girard, Dara
Eden by Dorothy Johnston
The Guns of Empire by Django Wexler
Love by Proxy by Diana Palmer
Betting Against the Odds by Morgan, Sabrina