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Authors: Mempo Giardinelli

Tags: #Novela negra, policiaca, erótica

Luna caliente (5 page)

BOOK: Luna caliente
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Ella lo miraba. Ramiro era incapaz de definir qué había en esa mirada.

—¿Cómo viniste?

—Me trajo mamá.

—¿Y dónde está ella?

—Buscando a papá; anoche desapareció.

—¿Y sabe dónde buscarlo?

—Se habrá emborrachado, como siempre; debe estar en lo de algún amigo.

—Ahá —Ramiro se tranquilizó un poco; todavía no había aparecido el cadáver—. Decime… ¿hablaste con tu mamá de lo de anoche?

Ella se sonrió. Lo miró fijo, y a Ramiro le parecieron unos ojos bellísimos: enormes, muy negros, con el brillo recobrado. La piel aceitunada, y aún ese moretón en el pómulo, le daban a ese rostro delgado un aire de madonna renacentista.

—¿Le dijiste?

—¿Cómo creés eso? —le dijo apenas moviendo los labios, carnosos, húmedos, sin dejar de mirarlo.

Se quedaron en silencio. Era una situación embarazosa, y Ramiro le exigía a su cerebro una velocidad que no tenía.

—Dame un beso —pidió ella, con la voz aniñada.

Él abrió los ojos todo lo grandes que pudo. Su cerebro era el de un mosquito. Ella cerró los ojos y acercó su cara, con la boca entreabierta, para recibir el beso, y Ramiro se dijo que no era posible que fuese tan inocente y tan hermosa. Pero a la vez, alejando apenas su torso, sintió que había algo provocativo, pecaminoso, abominable, que le produjo miedo. En ese momento sonó el teléfono, y Ramiro dio un brinco.

Su madre atendió antes que él.

—Es para vos, Ramiro. Juan Gomulka.

Ramiro agarró el tubo. Se mordió el labio inferior, pensativo, antes de responder:

—Hola, Polaco…

—Hermano, esta tarde voy a necesitar el coche. ¿A qué hora lo paso a buscar?

—Eh, sí, Polaco, estéee…

—¿Qué te pasa, che?

—No, es que recién me levanto, ¿sabés? Pero… No, lo que sucede es que no lo tengo, se lo llevó… —no quería decir el nombre.

—¿A quién se lo diste, che? —alarmado, Gomulka.

—Al doctor Tennembaum —no tenía opción—; a don Braulio.

—¡Puta madre, che, te lo presté a vos! ¡Y ahora decime que encima estaba borracho!

—Sí, hermano, como un beduino. Disculpame.

—Pero ese tipo vive en pedo, che. ¿Cómo mierda me hacés esto? ¡Vos sabés que yo soy maniático de mi Ford!

—Disculpame, Polaco. Voy a ver si lo busco y te lo traigo ahora mismo. ¿A qué hora lo querés?

—A las seis. Voy a ir a tu casa —y colgó, furioso. Ramiro se dirigió a la cocina, y le pidió a su madre que les llevara café.

—¿Y vos, de qué tenés que hablar con esa chiquilina?

—Es que quiere estudiar abogacía. Y anoche me pidió que le contara de París…

Abrió la heladera, como buscando algo. El asunto era no tener que mirar a su madre a los ojos. Pero sabía que ella esperaba una respuesta más convincente.

—Pobre —agregó Ramiro—, estas pibas provincianas creen que París queda aquí a la vuelta, y que cualquiera va.

Y salió de la cocina, sintiéndose un miserable por lo que acababa de decir.

Regresó a la sala y se sentó en otro sillón, enfrente de la muchacha. Ella no dejaba de mirarlo. Parecía un animalito, un gato, eso, tenía la curiosidad de un gato. Y el mismo sigilo.

—¿Para qué viniste?

—Tenía que verte —en voz baja, tímida, endemoniadamente seductora.

—Yo no quise hacerte daño —y se sintió idiota, ¿cómo le decía eso? Era como preguntarle por qué no se había muerto. Cómo carajo hizo para no morirse. O por qué no le avisó que no estaba muerta. Todo hubiera sido distinto. Sintió rabia. Pero ella dijo, siempre mirándolo:

—No me hiciste daño. Me gustó. Y quiero hacerlo de nuevo; quiero que vengas esta noche —y entonces bajó los ojos, como mirándose la vagina. Ramiro también miró.

XI

La madre trajo los cafés y comentó que hacía demasiado calor, peor que anoche, Dios mío no se puede estar, y luego preguntó por los padres de Araceli y dijo algo sobre la entrañable amistad del finado con el doctor. Eran otros tiempos, claro, y después preguntó a Ramiro qué quería que le preparara para comer al mediodía, así iba a hacer las compras.

Él respondió que no sabía si comería en casa, que no se preocupara, y ella comentó, para Araceli, pero más para sí misma, que Ramiro la tenía abandonada, que después de tantos años de faltar no paraba ni un minuto en casa, claro que ella comprendía, imaginate querida, porque para eso son las madres, para comprender a los hijos, y fíjate que todas las noches está llegando tardísimo y duerme muy poco, te vas a consumir, mi querido, y sirvió los cafés.

—Mamá, y anoche, ¿me escuchaste llegar? —preguntó él, con tono casual.

—Ay, sí, eran como las cuatro. ¿No te digo, querida?

Ramiro sintió alivio; sólo lo había oído cuando entró a buscar sus cosas. Ella ofreció unas galletitas, que rechazaron, y salió del living diciendo que se iba al mercado y vuelvo en un rato y si viene Cristina que empiece a pelar las papas para hacerlas al horno y contale de París, nene, qué maravilla la Torre Eiffel.

Bebieron en silencio y la escucharon salir. Entonces, Araceli se recostó contra el respaldo del sillón y descruzó las piernas. Ramiro la miró, excitado, porque la respiración de ella parecía levemente agitada y alzaba sus pechitos; Araceli empezó a jugar con el botón de su camisa que estaba exactamente sobre el seno.

Se miraron. Los dos respiraban, sibilantes, nerviosos, con las bocas abiertas.

—Hacémelo —dijo ella, con voz de niña—. Ahora.

XII

Al mediodía, Carmen Tennembaum pasó a buscar a su hija. Vestía un traje sastre de lino azul y una blusa blanca con volados. Tenía la cara demacrada y parecía olvidada del calor; las ojeras y el rimmel corrido no los producía la temperatura sino el llanto. Esa mujer había llorado mucho.

—No lo encontramos, María —dijo a la madre de Ramiro, pasándose un pañuelito por la nariz—, no sé qué pensar, estoy desesperada.

—Vamos, Carmen, andará por ahí. No es la primera vez —la calmó María, sin convicción.

—¿No fue a la policía, señora? —terció Ramiro.

—Todavía no. Tengo miedo de ir.

Araceli se apartó del grupo y se acercó al 504 de los Tennembaum.

—¿Qué hicieron anoche, Ramiro? —preguntó sonándose los mocos.

—En realidad, nada. Don Braulio me invitó a tomar algo, pero yo no acepté. El coche ya se había compuesto, posiblemente sólo se había ahogado, y me pidió que lo trajera a Resistencia. Se subió y… la verdad, no pude impedirlo.

—Siempre es así. Cuando se le pone una cosa en la cabeza…

—Y entonces vinimos y me dejó en casa. Me pidió el coche y, otra vez, no pude negarme. Incluso, ahora estoy preocupado porque ese auto no es mío, usted sabe, y no sé qué le voy a decir a Juan Gomulka.

—¿Y a qué hora salieron?

—No sé, habrán sido como las tres de la mañana. Yo no podía dormir por el calor —titubeó, forzándose a no mirar a Araceli, que estaba recostada contra la puerta del 504 y los miraba— y decidí levantarme y salir. Me lo encontré afuera, muy…

—Borracho.

—Sí.

—Qué calvario, Dios mío… —pareció que iba a llorar de nuevo, pero se recompuso rápidamente—. Bueno, nos vamos. Voy a seguir buscándolo; todavía me falta pasar por lo de Romero y lo de Freschini.

Y se dirigió al Peugeot, y ella y Araceli subieron. Cuando se marcharon, la muchacha lo miró con su mirada lánguida y lo saludó con la mano. Ramiro se dijo que no entendía nada.

Después se recostó sobre su cama, para meditar. Estaba nervioso, tenía mucho miedo. De hecho, no era posible mantener por demasiado tiempo la incertidumbre; también los temores de los demás eran una forma de presión sobre él. Y a las seis iría a su casa el Polaco Gomulka y qué le iba a decir. Gomulka era un maniático de su Ford del 47, y encima, se dijo Ramiro, un maniático pobre, no un coleccionista rico. Éste es de los peores. Seguro, Gomulka movilizaría a la policía en procura de su coche; perder su amistad, ciertamente, era lo de menos.

Pero eso no era todo, pensó, fumando en la semipenumbra de la habitación, donde el calor apenas parecía atenuarse. Quizá él debía ir al puente y ver exactamente cómo había quedado el coche. ¿Por qué no lo habían descubierto? Una súbita creciente del río era absolutamente improbable; el Negro es un río prácticamente muerto. Y él había visto, aunque estaba muy oscuro, que las ruedas giraban en falso sobre la superficie del agua. ¿Suelo pantanoso y que se hubiera hundido lentamente, después? Lo creía difícil, pero no era imposible. Quizá debía ir, pero le horrorizaba la idea. Además, por supuesto, necesitaba una muy buena, excelente excusa para pasar a esa hora de la siesta —puesto que iría después de comer— por aquel lugar, en las afueras de la ciudad. No tenía ninguna excusa, ni buena ni mala. Y no tenía coche; por lo tanto debía pedir prestado otro, o ir en un taxi, lo que era ridículo.

Pero ¿y si la policía ya había descubierto el Ford y el cadáver y lo estaban esperando? No, ¿por qué lo iban a esperar a él? Bueno, ¿y por qué no? A esa hora ya era posible que hubiesen ido a Fontana, y Carmen les habría informado que él, Ramiro, había sido la última persona que estuvo con Tennembaum.

Y además de todo eso, Araceli. Qué chica, mi Dios. Pero era peligrosa como mono con gillette. Y no lograba entenderla. Nunca entendería a las mujeres. Siempre se había dicho que eso era lo bueno, su imprevisibilidad, pero ahora eso mismo lo desesperaba; comprendía que ése había sido un criterio machista. Lo que verdaderamente no entendía era la condición humana. ¿Y qué era eso?, se preguntó. ¿Cómo podía ser tan petulante como para abarcar toda la dimensión de horror que cabía en un ser humano? Porque, pensaba, mirando el patio, a través de la ventana del comedor, ¿acaso la condición humana no era una demostración de lo infinito? ¿De qué no era capaz el hombre? ¿Es que alguien podía creer que existían los límites? Su propio caso era un buen ejemplo.

Sintió asco de sí mismo, un agudo remordimiento que a la vez se le mezclaba con una espantosa vanidad creciente. Sí, qué coño, él burlaría a todos y saldría de ésta. Aunque fuera porque no le quedaba otro camino. Ya no reconocía límites; era capaz de cualquier acción. Y aunque algo imprecisable le reprochaba esas ideas, por ominosas, no podía dejar de sentirse orgulloso.

Sí, la condición humana también era esa maravillosa capacidad de afrontar cualquier situación. De modificarlo todo. Ah, pero vanidad y horror son mala mezcla cuando andan juntas, se dijo. Ah, si no fuera por esa maldita ansiedad que sentía…

Casi no pudo comer, y se mantuvo en silencio. Cristina, su hermana, habló durante el almuerzo de su aversión por los alcohólicos, luego de que su madre comentó la desgracia de Carmen de tener un marido borracho. Ramiro pensó maldita puritana, no sabe nada de nada pero ella opina, siempre son los ignorantes los que opinan.

—Estás raro —dijo su madre un par de veces, mientras comían.

Él asintió y dijo cualquier cosa, para salir del paso.

—¿Te sigue doliendo la cabeza?

—¿Cuándo me dolió la cabeza?

—Esta mañana, cuando te levantaste. Dijiste que te sentías mal.

—No me hagas caso. Tuve un mal sueño —repensó sus palabras y agregó, irónico—: Fue una pesadilla, pero ya va a pasar.

Las dos mujeres levantaron los platos sucios, mientras él pelaba una naranja que no comió. En la cocina, Cristina hizo un comentario sobre lo linda que estaba Araceli; dijo que se preguntaba si ya tendría novio, porque vos sabés, mami, las chicas de ahora empiezan temprano.

“Ella opina; la estúpida tiene veintidós años pero opina”, pensó Ramiro. Se preguntó si sentía celos.

Sonrió a nadie y se dijo que la condición humana era la imbecilidad de la gente.

Después le sirvieron un café. Lo estaba tomando, cuando sonó el timbre de la puerta de calle.

Cristina fue a atender. Volvió con una mueca de preocupación y los ojos entrecerrados.

—Ahí afuera hay un patrullero. Un policía pregunta por vos, Ramiro…

TERCERA PARTE

No somos de la clase de gente que traga camellos

sólo para hacer esfuerzos en los retretes.

NATHANAEL WEST

Miss Lonelyheart

XIII

El Falcon entró a la jefatura de Policía y se estacionó en el pequeño patio interior. Había otro patrullero estacionado, una camioneta con rejillas en la puerta trasera y otros dos Falcon, verdeclaros, sin patentes y con antenitas de radiocomandos. Ramiro reconoció esos temibles coches de los agentes parapoliciales.

Lo hicieron pasar a una pequeña oficina que estaba al final de un pasillo. Sólo tenía una puerta, que daba a la galería que enmarcaba el patio del edificio, que Ramiro recordó que había sido, muchos años atrás, la casa de gobierno del entonces Territorio Nacional del Chaco. Era un ambiente muy pequeño; todo el mobiliario eran dos sillas, un escritorio con una máquina de escribir viejísima, una “Underwood” cincuentenaria, y un almanaque de “Casa Amarilla” en la pared. Eso era todo.

El sargento que lo acompañó hasta allí se quedó en la puerta, fumando, y pocos minutos después se retiró, cuando entró a la habitación un sujeto alto, flaco, de pelo corto pero más largo que lo habitual en los policías del régimen militar. Vestía un pantalón azul y camisa celeste de mangas largas arremangadas, y una corbata con el nudo descorrido. El saco del traje lo había dejado en otro lado.

—Mucho gusto, doctor Bernárdez —le dijo, tendiéndole una mano.

Ramiro le dio la suya y asintió con la cabeza. Se había recomendado extrema prudencia y no pensaba hablar sino lo indispensable.

—Mire, voy a ir al grano, doctor: espero que disculpe que lo hayamos molestado, pero hemos encontrado el cadáver de una persona amiga suya, el doctor Braulio Tennembaum… —hizo una pausa, para encender un cigarrillo, y lo observó fijamente por encima del humo.

—¿El cadáver? —repitió Ramiro, con voz aflautada, sosteniendo la mirada del otro y quedándose con la boca semiabierta.

—Así es. Parece haber sido un accidente, pero usted comprenderá que tenemos que verificarlo. ¿Fuma?

—Sí, gracias —Ramiro tomó el paquete y extrajo un cigarrillo. Estaba muy nervioso y se permitió estarlo. Fingiría una fuerte impresión: mejor, se dijo, que el otro lo creyera—. ¿Dónde fue? ¿Qué tipo de accidente?

—Encontramos el cuerpo dentro de un Ford de 1947. Aparentemente perdió el control y se cayó a un brazo del río Negro, en la ruta 11. Y tenemos ent…

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