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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (26 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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—¡Cuánto antes! Entretanto, quisiera llevarme algunos recuerdos, para mantener a Irerly en mi memoria.

—No hay problema. ¿Qué es lo que te agradaría?

—Bien… ¿qué me dices de los pequeños objetos relucientes de muchos y cautivantes colores, trece en total? Me gustaría eso.

—Te refieres a las floridas pústulas que se acumulan alrededor de algunos de nuestros orificios. Las consideramos chancros, con perdón de la palabra. Llévate cuantas desees.

—En ese caso, tantas como entren en este morral.

—Sólo podrás llevar un grupo. ¡Mank, Idisk! Una partida de vuestras pústulas más selectas, por favor. Ahora, volviendo a nuestro comentario sobre las anomalías teológicas, ¿cómo concilian vuestros sabios las diversas y extravagantes visiones a que hicimos referencia?

—Bien… en general, mezclan lo malo con lo bueno.

—¡Aja! Eso concordaría con el Gnosticismo Original, como he sospechado durante mucho tiempo. Bien, quizá los sentimientos fuertes no sean sabios. ¿Has empacado los recordatorios? Bien. Por cierto, ¿cómo regresarás? Veo que tus sandestins se han convertido en polvo.

—Sólo necesito seguir esta línea hasta el portal.

—¡Una ingeniosa teoría! Revela una lógica totalmente nueva y revolucionaria.

Una montaña lejana mostró su desagrado escupiendo un chorro de magma azul.

—Como de costumbre, los conceptos de Dodar bordean casi supersticiosamente lo inconcebible.

—¡En absoluto! —replicó Dodar—. Una última anécdota para ejemplificar mi punto de vista… No, veo que Shimrod está ansioso por partir. ¡Qué tengas un viaje agradable!

Shimrod avanzó tanteando el hilo, a veces en varias direcciones al mismo tiempo, a través de nubes de música amarga, y del blando vientre de lo que caprichosamente consideró ideas muertas. Vientos verdes y azules soplaban desde abajo y arriba con tal fuerza que temió que se cortara el hilo, que parecía haber adquirido una curiosa plasticidad. Al fin, el ovillo recobró su dimensión original y Shimrod supo que debía estar cerca de la abertura. Se topó con un sandestin con forma de niño de cara lozana, sentado en una piedra y aferrado a la punta del hilo. Shimrod se detuvo. El sandestin se irguió lánguidamente.

—¿Llevas trece gemas?

—Así es, y ahora estoy preparado para regresar.

—Dame las gemas. Debo llevarlas a través del vórtice.

—Será mejor que las lleve yo —dijo Shimrod con desconfianza—. Son demasiado delicadas para confiarlas a un subalterno.

El sandestin arrojó a un lado el cabo suelto del hilo y desapareció en una niebla verde, y Shimrod se quedó asiendo un inútil ovillo de hilo. El tiempo pasó. Shimrod esperó, cada vez más incómodo. El manto protector se había deteriorado mucho y los discos de percepción presentaban imágenes poco fiables.

El sandestin regresó, con aire de quien no tiene nada mejor que hacer.

—Traigo las mismas órdenes de antes. Dame las gemas.

—Me niego. ¿Acaso tu ama me considera tan bobo?

El sandestin se marchó entre una maraña de membranas verdes, mirando sardónicamente por encima del hombro.

Shimrod suspiró. Se le había demostrado una deslealtad total. Extrajo del morral los artículos que le había dado Murgen: un sandestin de la especie conocida como hexamorfo, vanas cápsulas de gas y una teja donde estaba inscrito el hechizo del Impulso Invencible.

—Llévame de regreso a través del vórtice —le dijo Shimrod al sandestin—, de vuelta al claro de Rincón de Twitten.

—Tus enemigos han cerrado el esfínter. Debemos ir por las cinco hendeduras y una perturbación. Usa gas y prepárate para emplear el hechizo.

Shimrod se rodeó con el gas de una de las vejigas, y el gas lo envolvió como jarabe. El sandestin lo condujo durante mucho tiempo y al fin le permitió descansar.

—Ponte cómodo. Debemos esperar.

Transcurrió un tiempo cuya duración Shimrod no pudo calcular.

—Prepara el hechizo —dijo el sandestin.

Shimrod llevó las sílabas a su mente, y las runas se desvanecieron de la teja, dejando un objeto en blanco.

—Ahora, di tu hechizo.

Shimrod se encontró en el claro adonde había ido con Melancthe. Ella no estaba por ninguna parte. Era el atardecer de un gris y frío día de otoño o invierno. Nubes bajas colgaban sobre el claro; los árboles circundantes alzaban ramas desnudas, delineando el cielo de negro. En la ladera del peñasco ya no se veía una puerta de hierro.

Esa noche de invierno, El Sol Risueño y la Luna Plañidera estaba tibia y cómoda, apenas con huéspedes. Hockshank el posadero saludó a Shimrod con una gentil sonrisa.

—Me alegra verte. Temía que hubieras tenido un accidente.

—Tus temores eran bastante acertados.

—No es novedad. Todos los años hay personas que desaparecen extrañamente de la feria.

La ropa de Shimrod estaba hecha jirones y la tela estaba algo podrida; cuando se miró en el espejo vio unas mejillas enjutas, unos ojos saltones y una piel tan manchada como madera podrida.

Después de cenar se quedó reflexionando junto al fuego. Pensó que Melancthe le había enviado a Irerly por una de varias razones: para adquirir las trece gemas de color, para asegurarse de su muerte o ambas cosas. Su muerte parecía ser el propósito primordial. De lo contrario, le habría permitido traer las gemas. ¿A costa de su virtud? Shimrod sonrió. Burlaría su promesa tal como había burlado su buena fe.

Por la mañana Shimrod pagó su cuenta, se ajustó las plumas a sus nuevas botas y se marchó de Rincón de Twitten.

Cuando llegó a Trilda, el prado lucía desolado y lúgubre bajo las nubes bajas. Una nueva desolación rodeaba la residencia. Shimrod se acercó despacio y se detuvo a examinar el lugar. La puerta estaba entornada y desvencijada. Al entrar, encontró el cadáver de Grofinet: lo habían colgado de las vigas cabeza abajo y lo habían quemado en el fuego, tal vez para obligarle a revelar dónde estaban los tesoros de Shimrod. A juzgar por lo que se veía, primero habían asado la cola de Grofinet, centímetro a centímetro, en un brasero. Al final le habían puesto la cabeza en las llamas. Sin duda, en un ataque de histeria, había gritado lo que sabía, sufriendo tanto por su debilidad como por el fuego que tanto temía. Y luego, para silenciar sus alaridos, alguien le había partido la cara chamuscada con un hacha.

Shimrod miró debajo del hogar, pero el objeto anudado que representaba su colección de artefactos mágicos no estaba. Lo sospechaba. Tenía habilidades rudimentarias, conocía un par de trucos de charlatán, un par de hechizos. Shimrod, que nunca había sido un gran mago, ahora apenas era un mago.

¡Melancthe! Ella había creído en él tan poco como él en ella. Aun así, él no le habría causado un gran daño, mientras que ella había cerrado el portal para que muriera en Irerly.

—¡Melancthe, malvada Melancthe! ¡Pagarás por tus delitos! Escapé y vencí, pero en la ausencia que causaste yo perdí mis pertenencias, y Grofinet perdió la vida. Sufrirás en la misma proporción. —Así despotricaba Shimrod mientras paseaba por la casa.

Los que habían asaltado Trilda en su ausencia también debían ser capturados y castigados. ¿Quiénes serían?

¡El Ojo Doméstico! ¡Preparado para tales contingencias! Pero antes sepultaría a Grofinet, y así lo hizo, en una glorieta detrás de la casa, junto con las pequeñas pertenencias de su amigo. Terminó a la luz evanescente del atardecer. Regresó adentro, encendió todas las lámparas y prendió un fuego en el hogar. Trilda aún lucía lúgubre.

Shimrod bajó el Ojo Doméstico de la viga y lo puso en la mesa tallada de la sala, donde, una vez estimulado, recreó lo que había observado en ausencia de Shimrod.

Los primeros días habían transcurrido sin incidentes. Grofinet cumplía celosamente con sus deberes y todo andaba bien. Luego, en una lánguida tarde de verano, el Anunciador exclamó:

—¡Veo a dos extraños de especie desconocida! Se aproximan desde el sur. Grofinet se apresuró a ponerse el casco y a plantarse en la puerta, en lo que consideraba una actitud de autoridad.

—¡Extraños! —gritó—. Tened la bondad de deteneros. Esto es Trilda, residencia del mago Shimrod, y de momento bajo mi protección. Como no veo razones para que estéis aquí, tened la cortesía de seguir vuestro camino.

—Te solicitamos un refrigerio: una hogaza, un trozo de queso, un vaso de vino, y continuaremos nuestro viaje —contestó una voz.

—No os acerquéis más. Os llevaré comida y bebida adonde estáis, pero luego debéis reanudar la marcha enseguida. Tales son mis órdenes.

—Caballero, haz lo que juzgues apropiado.

Grofinet, halagado, se volvió, pero de inmediato lo capturaron y lo sujetaron con correas de cuero, y así empezaron los espantosos acontecimientos de la tarde.

Los intrusos eran dos: un hombre alto y apuesto con ropa y modales de caballero, y su subalterno. El caballero tenía un físico delicado y grácil, pelo negro y lustroso que enmarcaba rasgos armónicos. Llevaba ropa de cuero verde, con una capa negra y espada larga propia de su condición.

El segundo ladrón era más bajo y corpulento. Sus rasgos parecían comprimidos, retorcidos y abigarrados y poco esclarecidos. Un bigote marrón le caía sobre la boca. Sus brazos eran gruesos, y las delgadas piernas parecían dolerle al caminar, de modo que su andar era vacilante. El torturaba a Grofinet mientras el otro, apoyado en una mesa, bebía vino y proponía ideas.

Todo terminó. Grofinet colgaba humeando y, por fin, pudieron sacar del escondrijo la caja plegada de artefactos.

—Hasta ahora, todo ha ido bien —dijo el caballero de pelo negro—, pero Shimrod ha ocultado sus tesoros con un acertijo. Aun así, no nos fue mal.

—Es un momento feliz. He trabajado con afán. Ahora puedo descansar y disfrutar de mis riquezas.

El caballero rió con indulgencia.

—Me alegro por ti. Tras una vida de cortar cabezas, estirar el potro y retorcer narices, te has convertido en una persona importante, incluso encumbrada. ¿Te convertirás en caballero?

—No. Mi cara me delata: «He aquí un ladrón y un verdugo». Así sea: buenos oficios ambos, y bravo por mis estropeadas rodillas, que me impiden practicarlos.

—¡Una lástima! Tus habilidades son raras de encontrar.

—En verdad, he perdido el gusto por degollar a la luz del fuego, y en cuanto al robo, mis pobres rodillas ya no me lo permiten. Se tuercen hacia ambos lados y chasquean. Aun así, no me negaré algún acto de ratería para divertirme.

—¿Y dónde iniciarás tu nueva carrera?

—Iré a Dahaut y allí seguiré las ferias, quizás hasta me haga cristiano. Si me necesitas, deja un mensaje en Avallon, en el lugar que te mencioné.

Shimrod voló a Swer Smod con los pies emplumados. Había un letrero en la puerta:

La tierra está agitada y el futuro es incierto. Murgen debe renunciar a su tranquilidad para resolver los problemas del Destino. A sus visitantes pide excusas por su ausencia. Los amigos y las personas necesitadas pueden buscar refugio aquí, pero no garantizo mi protección. Para quienes tienen malas intenciones, no necesito decir nada. Ellos ya saben.

Shimrod escribió un mensaje y lo dejó en la mesa del salón principal:

Tengo poco que decir, excepto que fui y volví. En mis viajes las cosas salieron según lo planeado, pero hubo pérdidas en Trilda. Espero regresar dentro de un año, o tan pronto como se haya hecho justicia. Dejo a tu cuidado las gemas de trece colores.

Comió de la despensa de Murgen y durmió en un diván del vestíbulo.

Por la mañana se vistió de músico ambulante: gorra verde con penacho de plumas de búho, pantalones ceñidos de sarga verde, túnica azul y capa marrón.

En la gran mesa encontró una moneda de plata; una daga y un pequeño y raro instrumento que producía vividas tonadas casi por propia iniciativa. Shimrod se guardó la moneda en el bolsillo, se puso la daga en la cintura, se colgó el instrumento del hombro. Luego se marchó de Swer Smod y atravesó el Bosque de Tantrevalles rumbo a Dahaut.

16

En una celda con forma de campana de cuatro metros de diámetro y a veintiún metros bajo tierra, un día se distinguía de otro por nimiedades: el goteo de la lluvia, un atisbo del cielo azul, una migaja de más en las raciones. Aillas registraba el transcurso de los días colocando guijarros en un saliente. Diez guijarros en la zona «unidad» equivalían a un guijarro en la zona «decena». Cuando se cumplieron nueve «decenas» y nueve «unidades», Aillas puso un guijarro en la zona de la «centena».

Le daban una hogaza, una jarra de agua y un manojo de zanahorias o nabos, o una cabeza de repollo cada tres días, mediante un cesto que bajaban desde el exterior.

Aillas se preguntaba a menudo cuánto viviría. Al principio yacía inerte, apático. Al fin, con un gran esfuerzo, se obligó a hacer ejercicio: flexiones, saltos, giros. Al recobrar el tono muscular, recuperó el ánimo. La fuga no era imposible. ¿Pero cómo? Trató de cavar huecos en la pared de piedra; las proporciones y la configuración de la celda garantizaban el fracaso de este plan. Trató de levantar las piedras del suelo para apilarlas y llegar al conducto, pero las junturas eran demasiado firmes y las losas demasiado pesadas, así que también descartó esta idea.

Transcurrieron los días y los meses. En el jardín, los días y los meses también pasaban y Suldrun engordaba con el niño concebido por ella y Aillas.

El rey Casmir había prohibido el acceso al jardín, salvo a una criada sordomuda.

Sin embargo, el hermano Umphred, por ser sacerdote, se consideraba libre de la prohibición, y visitó a Suldrun al cabo de tres meses. Suldrun toleró su presencia con la esperanza de recibir noticias, pero el hermano Umphred no podía decirle nada. Este sospechaba que Aillas había sentido todo el peso de la ira del rey Casmir y como ella también creía lo mismo, no hizo más preguntas. El hermano Umphred intentó seducirla varias veces, ocasiones en las que Suldrun se encerraba en la capilla. Y el hermano Umphred se marchaba sin advertir que el vientre de Suldrun había empezado a crecer.

Tres meses después regresó, y el embarazo de Suldrun era entonces evidente.

—Suldrun, querida mía, estás engordando —observó irónicamente el hermano Umphred.

Sin decir palabra, Suldrun se levantó y entró en la capilla.

El hermano Umphred reflexionó un instante y fue a consultar su registro. Calculó a partir de la fecha de la boda y llegó a una fecha aproximada de nacimiento. Como la concepción se había producido varias semanas antes de la boda, su cálculo tenía varias semanas de error, un detalle que el hermano Umphred no advirtió. Lo importante era el embarazo: ¿cómo podría aprovechar esa información que sólo él parecía conocer?

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