—¿Excepto quién?
—No importa. Nunca la veré de nuevo… Es hora de ponernos en camino. Aún debemos cabalgar doce kilómetros.
Los dos hombres atravesaron el Ceald, dejando atrás un par de aldeas somnolientas, un bosque, viejos puentes. Cabalgaron por un cenagal entrecruzado de riachuelos, bordeado por espadañas, sauces y alisos. Las aves abundaban en el cenagal: flamencos halcones, posados en los árboles, mirlos entre los juncos, negretas, avetoros, patos.
Los riachuelos se volvieron más hondos y anchos, los juncos desaparecieron; el cenagal se unió a la laguna de Janglin; la carretera, tras atravesar un huerto de antiguos perales, llegó al castillo de Watershade.
Aillas y Shimrod desmontaron en la puerta. Un palafrenero fue a recibir los caballos. Cuando Aillas se había ido de Watershade rumbo a la corte del rey Granice, el palafrenero había sido Cern, que ahora saludó a Aillas con una ancha aunque nerviosa sonrisa de bienvenida.
—Bienvenido a casa, señor… aunque ahora debo decirte majestad. No me resulta fácil decirlo, cuando lo que más recuerdo es que nadábamos juntos en el lago y luchábamos en el establo.
Aillas abrazó a Cern.
—Todavía lucharé contigo. Pero ahora que soy rey, debes dejarme ganar.
Cern ladeó la cabeza reflexivamente.
—Así debe ser, pues se debe tener respeto por el rango. De un modo u otro, Aillas, príncipe, majestad, como sea que deba llamarte… me alegra verte de regreso. Me llevaré los caballos. Les agradará que los cepille y los alimente.
Se abrieron las puertas de par en par, y en la entrada apareció un hombre alto y canoso vestido de negro con un llavero en la cintura: Weare, el chambelán de Watershade desde que Aillas recordaba, y desde mucho antes.
—¡Bienvenido a casa, príncipe Aillas!
—Gracias, Weare. —Aillas lo abrazó—. En los últimos dos años, a menudo deseé estar aquí.
—No encontrarás ningún cambio, excepto que el buen Ospero ya no está con nosotros, de modo que hemos sentido soledad. Con frecuencia he añorado los buenos tiempos, antes de que tú y luego Ospero fuerais a la corte. —Weare retrocedió un paso y examinó la cara de Aillas—. Cuando te fuiste de aquí eras un niño despreocupado, apuesto y dichoso, sin pensamientos crueles.
—¿Y he cambiado? En verdad, Weare, estoy más viejo —Weare lo estudió un instante.
—Todavía veo al joven gallardo, y también una cosa oscura. Temo que has sufrido contratiempos.
—Es verdad, pero aquí estoy y los malos días han quedado atrás.
—¡Eso espero, príncipe Aillas! —Aillas lo abrazó de nuevo.
—He aquí a mi camarada el noble Shimrod, quien, según espero, será nuestro huésped por mucho tiempo y con frecuencia.
—Me alegra conocerte, señor. Te he puesto en la Cámara Azul, que tiene una bonita vista del lago. Aillas, pensé que esta noche preferirías la Cámara Roja. No querrás visitar tus viejos aposentos, ni los de Ospero, tan pronto.
—¡En efecto, Weare! ¡Qué bien conoces mis sentimientos! ¡Siempre fuiste bondadoso conmigo, Weare!
—Siempre fuiste un buen niño, príncipe Aillas.
Una hora después Aillas y Shimrod fueron a la terraza para ver el sol ponerse detrás de las colinas lejanas. Weare sirvió vino de una jarra artesanal.
—Este es nuestro San Sue, que tanto te gustaba. Este año hemos tenido buena cosecha. No serviré tortas de nuez, pues Flora quiere que reserves tu apetito para la cena.
—Espero que no esté preparando algo demasiado copioso.
—Sólo algunos de tus platos favoritos —Weare se marchó y Aillas se reclinó en la silla.
—He sido rey una semana. He hablado y escuchado de la mañana a la noche. He dado título de caballero a Cargus y Yane y les he dado propiedades. He mandado buscar a Ehirme y su familia, y ella vivirá cómodamente el resto de sus años. He inspeccionado los astilleros, las armerías, las barracas. De mis espías he oído secretos y revelaciones, de modo que mi mente hierve de actividad. He sabido que el rey Casmir está construyendo galeras de guerra en astilleros de tierra adentro. Espera reunir cien naves para invadir Troicinet. El rey Granice quiso hacer desembarcar un ejército en Cabo Despedida y ocupar Tremblance, hasta los Troaghs. Pudo haber tenido éxito, pues Casmir no esperaba algo tan audaz, pero los espías vieron la flota y Casmir trasladó su ejército a Cabo Despedida. Le tendió una emboscada, pero Granice fue advertido por sus propios espías, y suspendió la operación.
—Aparentemente, los espías controlan la guerra. Aillas aceptó que así parecía ser.
—En general, la ventaja ha sido nuestra. Nuestra fuerza de ataque permanece intacta, con nuevas catapultas con un alcance de casi trescientos metros. Así que Casmir está en mala posición, porque nuestros transportes están preparados para zarpar y sus espías nunca podrían avisarle a tiempo.
—¿Te propones continuar la guerra? —Aillas miró hacia el lago.
—A veces, por una hora o dos, olvido el agujero donde me encerró Casmir. Nunca escapo demasiado tiempo.
—¿Casmir aún no sabe quién fue el padre del hijo de Suldrun?
—Sólo por un nombre en el registro del sacerdote, si siquiera se ha molestado en averiguarlo. Piensa que me estoy pudriendo en el fondo de ese agujero. Algún día sabrá que no es así… Aquí viene Weare, y nos llama para cenar.
A la mesa, Aillas ocupó la silla de su padre y Shimrod el lugar de enfrente. Weare les sirvió trucha del lago y pato del pantano, con ensalada del huerto. Mientras bebía vino y saboreaba nueces, las piernas extendidas ante el fuego, Aillas dijo:
—He cavilado mucho sobre Carfilhiot. Aún no sabe que Dhrun es mi hijo.
—El asunto es complicado —dijo Shimrod—. Tamurello es culpable, en última instancia. Su propósito es obrar contra Murgen a través de mí. Obligó a la bruja Melancthe a seducirme para que yo muriera en Irerly, o quedara aislado allí mientras Carfilhiot me robaba mi magia.
—¿Murgen no actuará para recobrar tu magia?
—No, a menos que Tamurello actúe primero.
—Pero Tamurello ya ha actuado.
—No está demostrado.
—Entonces deberíamos provocar a Tamurello para que actúe más abiertamente.
—Es más fácil decirlo que conseguirlo. Tamurello es un hombre cauto.
—No tan cauto. Pasó por alto una posible situación que me permitiría actuar con toda justicia contra Carfilhiot y Casmir.
Shimrod reflexionó un instante.
—No te comprendo.
—Mi tatarabuelo Helm era hermano de Lafing, duque de Ulflandia del Sur. He recibido de Oáldes la noticia de que el rey Quilcy murió ahogado en su cuarto de baño. Soy el siguiente en la línea para el reinado de Ulflandia del Sur, algo que Casmir no ha advertido. Me propongo respaldar mis derechos de inmediato y con determinación. Luego, como rey legítimo de Carfilhiot, exigiré que salga de Tintzin Fyral a rendirme homenaje.
—¿Y si rehúsa?
—Atacaremos su castillo.
—Se dice que es inexpugnable.
—Eso se dice. Cuando fracasaron los ska reforzaron esa convicción.
—¿Por qué tú tendrías mejor suerte?
Aillas arrojó un puñado de cáscaras de nuez al fuego.
—Actuaré como su soberano legítimo. Los terratenientes de Ys me darán la bienvenida, así como los barones. Sólo Casmir se nos opondría, pero él es lento y pensamos sorprenderlo dormido.
—Si eres capaz de sorprenderme a mí, y me has sorprendido, deberías de sorprender a Casmir.
—Eso espero. Estamos cargando nuestras naves, y dando falsa información a los espías. Casmir pronto tendrá una desagradable sorpresa.
El rey Casmir de Lyonesse, que nunca se conformaba con medidas a medias, había introducido espías en toda Troicinet, incluido el palacio Miraldra. Presumía, correctamente, que los espías troicinos también estaban por todas partes, y antes de recibir información de sus agentes secretos utilizaba cuidadosos procedimientos para salvaguardar la identidad del agente.
La información le llegaba por varios métodos. Una mañana en el desayuno encontraba una piedra blanca junto al plato. Sin hacer comentarios, Casmir se guardaba la piedra en el bolsillo; sabía que Mungo, el senescal, la había puesto allí, tras haberla recibido de un mensajero.
Después de desayunar, Casmir se ponía una capa de fustán pardo y se marchaba de Haidion por un camino secreto que atravesaba la vieja armería y salía al Sfer Arct. Tras asegurarse de que nadie lo seguía, Casmir iba por caminos y callejas hasta el depósito de un mercader de vinos. Introducía una llave en la cerradura de una gruesa puerta de roble y entraba en un polvoriento cuarto de degustación que apestaba a vino. Un hombre robusto y canoso de piernas arqueadas y nariz rota lo saludaba sin mayor ceremonia. Casmir conocía al hombre sólo como Valdez, y él utilizaba el nombre de Evan.
Valdez podía saber o no que era Casmir; su actitud era totalmente impersonal, lo cual convenía a Casmir.
Valdez señaló una de las sillas, y se sentó en otra. Sirvió vino de una jarra de arcilla en un par de picheles.
—Tengo información importante. El nuevo rey troicino intenta una operación naval. Ha reunido sus naves en el Garfio de Hob, y se están embarcando tropas en Cabo Bruma. Es inminente un ataque.
—¿Un ataque dónde?
Valdez, que tenía la cara de un hombre astuto y reservado, implacable y saturnino, se encogió de hombros con indiferencia.
—Nadie se molestó en decírmelo. Los capitanes deben zarpar cuando el viento sople del sur… con lo cual podrían navegar hacia el oeste, el este o el norte.
—Apuesto a que volverán a probar suerte con Cabo Despedida.
—Es posible, si se han reducido las defensas. —Casmir asintió reflexivamente.
—En efecto.
—Otra posibilidad. Cada nave está provista con un arpón y un grueso cable.
Casmir se reclinó en la silla.
—¿Con qué propósito? No pueden esperar una batalla naval.
—Tal vez esperen impedirla. Están cargando calderos a bordo. Y recuerda que el viento sur los impulsa río arriba por el Sime.
—¿Hacia los astilleros? —Casmir se alteró—. ¿Hacia los nuevos barcos? —Valdez se llevó la jarra de vino a la boca curva.
—Sólo puedo darte datos. Los troicinos se disponen a atacar con cien naves y por lo menos cinco mil hombres bien armados.
—Bahía Balt está bien resguardada, pero no tanto —murmuró Casmir—. Podrían causar un desastre si nos tomaran por sorpresa. ¿Cómo puedo saber cuándo zarpará la flota?
—Las señales luminosas son inseguras. Si una falla por culpa de la niebla o la lluvia, falla todo el sistema. En todo caso, no hay tiempo para establecer la cadena. Las palomas no pueden volar ciento sesenta kilómetros sobre el agua. No conozco otro sistema, salvo uno que funcione mediante la magia.
Casmir se levantó bruscamente. Arrojó un bolso de cuero a la mesa.
—Regresa a Troicinet. Envíame noticias con tanta frecuencia como lo consideres oportuno.
Valdez alzó la bolsa y pareció satisfecho con su peso.
—Lo haré.
Casmir regresó a Haidion, y pronto los correos abandonaban la ciudad de Lyonesse con gran celeridad. Se ordenó a los duques de Jong y Twarsbane que llevaran ejércitos, caballeros y jinetes acorazados a Cabo Despedida, para reforzar la guarnición que ya estaba en la zona. Otras tropas, unos ocho mil hombres, se enviaron deprisa a los astilleros del río Sime, y se apostaron vigías a lo largo de la costa. Los puertos fueron cerrados y todas las naves amarradas (excepto la que llevaría a Valdez de regreso a Troicinet) para que los espías no pudieran avisar a los troicinos que las fuerzas de Lyonesse se habían movilizado contra el ataque secreto.
Los vientos soplaron del sur y ochenta naves zarparon con seis mil soldados. Maniobrando a babor, navegaron hacia el oeste. Después de atravesar el estrecho de Palisidra, la flota se mantuvo al sur, lejos de la visión de las atentas guarniciones de Casmir, y luego viró hacia el norte, para bordear la costa a sotavento, hendiendo las azules aguas con las proas y trazando una estela burbujeante.
Entretanto, los emisarios troicinos recorrían toda Ulflandia del Sur. Llevaron hasta los fríos castillos de los brezales, las ciudades amuralladas y las fortalezas de montaña, la noticia de que ahora debían obedecer al nuevo rey y sus ordenanzas. A menudo ganaban un reconocimiento inmediato y agradecido; con la misma frecuencia, debían superar odios fomentados por los asesinatos, traiciones y tormentos de siglos. Eran emociones tan amargas que dominaban todo otro pensamiento: riñas que para los participantes eran como el agua para los peces, desquites y venganzas imaginarias tan dulces que obsesionaban la mente. En tales casos la lógica no tenía poder. «¿Paz en Ulflandia? ¡No habrá paz para mí hasta que la fortaleza de Keghorn caiga piedra sobre piedra y la sangre de Melidot empape los escombros!». En esos casos, los enviados utilizaban tácticas más directas.
—Debes renunciar a tu odio, por tu propia seguridad. Una mano rigurosa gobierna Ulflandia, y si no te sometes al orden, encontrarás a tus enemigos a favor de él, con el poder del reino como respaldo, y pagarás un alto precio por algo que no vale la pena.
—Aja. ¿Y quién gobernará Ulflandia?
—El rey Aillas gobierna ya, por derecho y por poder, y los malos tiempos han terminado. ¡Elige! Únete a tus iguales y trae paz a esta tierra, o te considerarán un renegado. Tu castillo será tomado y quemado; si sobrevives, vivirás el resto de tu vida como un cautivo, así como tus hijos e hijas. Une tu suerte a la nuestra: sólo puedes salir ganando.
La persona así interpelada podía intentar postergar la decisión, o declararse interesada sólo en su propio dominio, no en el resto de la comarca. Si era de temperamento cauteloso, podía afirmar que debía esperar a ver cómo reaccionaban los demás. En cada caso el enviado respondía:
—¡Elige ahora! ¡O estás con nosotros dentro de la ley, o contra nosotros, fuera de la ley! ¡No hay opción intermedia!
Al final, casi todos los nobles de Ulflandia del Sur aceptaron las exigencias, al menos por odio a Faude. Se ataviaron con su antigua armadura, reunieron sus tropas, y salieron de sus viejas fortalezas bajo las banderas flameantes, para reunirse cerca del castillo de Cleadstone.
En su cuarto de trabajo, Faude estaba absorto en el movimiento de los maniquíes del mapa. ¿Qué presagiaba semejante cónclave? Con certeza nada favorable. Reunió a sus capitanes y los envió por el valle para que movilizaran su ejército.