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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Madre Noche (14 page)

BOOK: Madre Noche
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Y Resi Noth y George Kraft me acompañaron tiernamente; no sólo me cuidaron, sino que lo soñaron y lo planearon todo por mí. El gran sueño era salir de Estados Unidos tan pronto como pudiéramos. Las conversaciones, en las que yo apenas tomaba parte, se convirtieron en una especie de ruleta con nombres de lugares cálidos que se suponían Edenes: Acapulco... Menorca... Rodas..., hasta el Valle de Cachemira, Zanzíbar y las Islas Andamán.

Las noticias del mundo exterior no eran como para incitarme a permanecer en el país. Ni siquiera permitían concebir esa idea. El padre Keeley salía a comprar diarios varias veces al día y, como información complementaria, acudía al parloteo de la radio.

La República de Israel aumentó su presión para obtenerme, envalentonada por los rumores de que yo no era ciudadano estadounidense ni era, de hecho, ciudadano de ningún país. Y los pedidos de la República estaban formulados de tal manera que resultaban educativos, además: enseñaban que un propagandista como yo era tan asesino como Heydrich, Eichmann, Himmler o cualquier otro miembro del horrible equipo.

Puede que sea así. En mis programas radiofónicos yo había pretendido hacer reír; pero en este mundo es difícil conseguirlo, con tantos seres humanos tan reacios a la risa, tan incapaces de pensar, tan dispuestos a creer y a gruñir y a odiar. ¡Había tanta gente que necesitaba creerme!

Dígase lo que se diga acerca del dulce milagro de la fe ciega, considero aterradora y despreciable la capacidad de tenerla.

Alemania occidental preguntó cortésmente al Gobierno de Estados Unidos si yo era ciudadano norteamericano. Alemania carecía de pruebas a favor o en contra, ya que todos los registros que hacían referencia a mi persona se habían reducido a cenizas durante la guerra. Si yo era ciudadano alemán, decían, estarían tan complacidos como Israel de someterme a juicio.

Si yo era alemán, resumían, estaban profundamente avergonzados de un alemán como yo.

La Rusia soviética, en un breve mensaje que chirriaba como un trineo arrastrado sobre grava húmeda, aseveró que no había necesidad de juicio Un fascista como yo, decían, debía ser aplastado de un pisotón como una cucaracha.

Pero era la cólera de mis vecinos la que apestaba de veras a muerte súbita. Los diarios más vehementes imprimían sin comentarios cartas de personas que querían que me exhibiesen de costa a costa en una jaula de hierro; de héroes que se ofrecían como voluntarios para integrar el piquete de ejecución que me fusilara, como si el manejo de las armas de fuego fuese algo que sólo unos pocos conociesen; de gente que no tenía proyectos concretos contra mí, pero que confiaban bastante en la civilización yanqui como para saber que habría otros más fuertes, más jóvenes, que sabrían qué hacer conmigo.

Y estos últimos patriotas que acabo de mencionar no estaban desacertados en su confianza. Dudo que haya existido alguna vez una sociedad sin jóvenes fornidos dispuestos a experimentar con el homicidio, a salvo del riesgo del castigo.

Según informaban la prensa y la radio, personas justificadamente airadas ya se habían encargado de hacer lo que debía hacerse, allanando mi domicilio, rompiendo las ventanas, destrozando o llevándose mis bienes materiales. La odiada buhardilla estaba ahora bajo vigilancia policial permanente.

El
Post
señalaba en un editorial que la policía difícilmente podría darme la protección necesaria, ya que mis enemigos eran tantos y tan comprensiblemente feroces. Lo que se necesitaba, decía el
Post
sin ninguna esperanza, era un batallón de infantería de marina que rodease el edificio durante el resto de mi vida.

El
Daily News
sugería que mi peor crimen de guerra era que yo no decidiera suicidarme como un caballero. Lo cual permitía suponer que Hitler había sido un caballero.

El
News
incluía una carta de Bernard B. O'Hare, el hombre que me capturara en Alemania, el hombre que hacía poco me había enviado aquella carta con varias copias.

«Quiero a ese tipo para mí solo —escribía O'Hare en esta ocasión—. Merezco ese derecho. Soy el hombre que lo atrapó en Alemania. Si entonces hubiera sabido que se iba a escapar, le habría volado los sesos allí mismo. Si alguien ve a Campbell antes que yo, que le diga que Bernie O'Hare ya ha cogido un avión en Boston y está volando hacia Nueva York.»

El
New York Times
decía que tolerar y aun proteger a gusanos como yo era una de las irritantes contradicciones de la vida de una sociedad verdaderamente libre.

El Gobierno de Estados Unidos, según me comunicó Resi, no me entregaría a la República de Israel. No existían los medios legales para hacerlo.

El Gobierno de Estados Unidos prometía, sin embargo, una investigación completa acerca de mi desconcertante caso, hasta averiguar exactamente cuál era mi situación en cuanto a ciudadanía se refería y descubrir por qué nunca se me había enjuiciado.

Ese Gobierno expresaba su asqueada sorpresa ante el hecho de que yo me encontrara dentro de sus fronteras.

El
Times
publicó una foto. Mi foto de joven, mi foto oficial como nazi e ídolo de la radiofonía internacional. Sólo puedo conjeturar el año en que me tomaron esa foto: creo que fue en 1941.

Arndt Klopfer, el fotógrafo para el que posé, hizo lo posible por hacerme parecer una especie de Jesús embadurnado de
cold cream
. Hasta me puso un halo: un foco de luz nebulosa, juiciosamente situado al fondo. El halo no era un efecto especial para mí. Todo el que iba a Klopfer obtenía su halo. Inclusive Adolf Eichmann: puedo afirmarlo con total certidumbre, sin necesidad de que el Instituto de Haifa me lo confirme, porque Eichmann se hizo la foto con halo en el estudio de Klopfer justo antes que yo. Fue la única vez que' lo vi; la única vez en Alemania. Lo encontré de nuevo aquí, en Israel, hace apenas dos semanas, cuando estuve por corto tiempo en la cárcel de Tel Aviv.

Sobre ese encuentro: me encerraron en Tel Aviv durante veinticuatro horas. Al ir hacia mi celda, los guardias me detuvieron ante la celda de Eichmann para oír qué podíamos decirnos uno al otro, si es que nos decíamos algo.

Como no nos reconocimos, los guardias nos presentaron.

Eichmann escribía la historia de su vida; lo mismo que yo estoy haciendo ahora. Aquel viejo gallinazo desplumado, de mentón huidizo, que debía dar cuenta de seis millones de asesinatos, me sonrió como un santo. Era capaz de interesarse con la misma dulzura por su trabajo, por mí, por los guardias de la prisión, por todo el mundo.

Iluminado por su sonrisa, me dijo:

—No estoy enojado con nadie.

—Así es como hay que sentirse.

—Le daré un consejo...

—Lo escucho.

—Tómelo con calma —me dijo, sonriente, sonriente, sonriente—. Sólo eso: tómelo con calma.

—Así es como llegué aquí.

—La vida se divide en etapas —dijo—. Cada una difiere de las otras; y uno debe ser capaz de reconocer lo que se espera de él en cada etapa. Ese es el secreto de una vida lograda.

—Le agradezco que comparta su secreto conmigo.

—Ahora me he convertido en escritor. Nunca pensé que llegaría a serlo.

—¿Me permite que le haga una pregunta personal? —le dije.

—Desde luego —me contestó, benigno—. Esta es la etapa en que me encuentro ahora. Este es el momento de pensar y responder. Pregúnteme lo que quiera.

—¿Se siente culpable del asesinato de seis millones de judíos? —pregunté.

—De ninguna manera —contestó el arquitecto de Auschwitz, el introductor de las cadenas sin fin en los crematorios, el mayor consumidor del gas llamado Ciclon-B.

Como no lo conocía bien, arriesgué una broma de cofrades, o lo que me pareció que sería una broma de cofrades:

—Usted fue un simple soldado. ¿No es cierto que acataba las órdenes de sus superiores, como todos los soldados del mundo?

Eichmann se volvió hacia un guardia y le habló en un yiddish relampagueante, indignado. Si hubiera hablado más despacio, lo habría entendido; pero habló demasiado rápido.

—¿Qué ha dicho? —pregunté al guardia.

—Cree que le hemos mostrado a usted su defensa —dijo el guardia—. Nos hizo prometer que no se la mostraríamos a nadie hasta que la tuviese terminada.

—No la he visto —dije a Eichmann.

—Entonces, ¿cómo sabe usted cuál va a ser mi alegato?

Aquel hombre pensaba de veras que había inventado esa trillada defensa, aunque toda una nación de más de noventa millones se había defendido de la misma manera antes que él. Así era de mísero su conocimiento del divino acto humano de la invención.

Cuanto más pienso en Eichmann y en mí, tanto más pienso que a él deberían mandarlo a un hospital, y que yo soy la clase de individuo para el que se hicieron los castigos infligidos por hombres ecuánimes y justos.

Como amigo del tribunal que
juzgará
a Eichmann, ofrezco mi opinión. Eichmann no puede distinguir entre el bien y el mal, no sólo el bien y el mal, sino también la verdad y la falsedad, la esperanza y la desesperación, la belleza y la fealdad, la bondad y la crueldad, la comedia y la tragedia se amontonan sin discriminación en la mente de Eichmann.

Mi caso es distinto. Siempre he sabido cuándo tenía que mentir; soy capaz de imaginar las crueles consecuencias de que alguien crea mis mentiras, sé que la crueldad es un mal. No podría mentir sin saberlo, así como no podría eliminar un cálculo de riñón, al orinar, sin darme cuenta.

Si existe otra vida después de ésta, me gustaría muchísimo ser, en esa otra vida futura, la clase de individuo de quien se pudiera decir con verdad:

«Perdónelo porque no sabe lo que hace.»

Pero esto no se puede decir de mi, por ahora.

La única ventaja que veo en conocer la diferencia entre el bien y el mal, es que algunas veces puedo reírme, mientras que los Eichmann no pueden encontrar nada gracioso.

—¿Sigue usted escribiendo? —me preguntó Eichmann, allá en Tel Aviv.

—Un último proyecto —contesté—. Una maniobra de comando para los archivos.

—Usted es un escritor profesional, ¿verdad?

—Algunos lo creen así.

—Dígame: ¿dedica un tiempo fijo del día a escribir, tenga o no ganas de hacerlo, o espera a que le venga la inspiración, sea de día o de noche?

—Escribo a horas fijas —recordaba lo que hacía tantos años atrás.

Con eso conseguí otra vez su respeto:

—Sí, sí... —asintió—. A horas fijas. Es lo que yo he encontrado mejor, también. A veces me quedo mirando el papel en blanco, pero sin embargo, me quedo ahí y lo miro durante todo el tiempo que he destinado a escribir. ¿El alcohol ayuda?

—Pienso que menos de lo que parece... Y sólo parece ayudar durante la primera media hora.

Esto también era una opinión de mi juventud.

Eichmann hizo un chiste.

—Escuche: acerca de esos seis millones...

-¿Sí?

—Le puedo dejar unos cuantos para su libro —dijo—. No creo que necesitaré todos esos millones.

Entrego este chiste a la historia, porque supongo que no había ningún grabador en la celda. Esta es una de las memorables agudezas de aquel Gengis Kan burocrático.

Es posible que Eichmann quisiera hacerme reconocer que también yo había matado a un montón de gente, por el simple ejercicio de mi bocaza. Pero dudo que fuera un hombre tan sutil, aunque haya sido hombre de muchas facetas. Creo que, si hubiese tenido que hacerlo de verdad, de los seis millones de asesinatos que generalmente se le atribuyen apenas me habría regalado uno, como mucho. De haber distribuido todos esos asesinatos, habría desaparecido Eichmann en cuanto a la idea que Eichmann tenía de Eichmann.

Los guardias me apartaron de allí; y la única vez que volví a encontrarme con el Hombre del Siglo fue por medio de una nota, misteriosamente contrabandeada desde su prisión de Tel Aviv hasta la mía en Jerusalén. La nota la dejó caer a mis pies una persona desconocida en el patio de ejercicios de la prisión. La cogí y la leí. Decía:

«¿Cree usted que un agente literario es absolutamente imprescindible?» Eichmann firmaba la nota.

Mi respuesta fue la siguiente: «Para los contratos con los clubs de libros y los derechos cinematográficos en Estados Unidos, absolutamente imprescindible.»

30. Don Quijote

Kraft, Resi y yo viajaríamos a México. Ese era el plan. El doctor Jones no sólo nos financiaría el viaje: también nos proporcionaría un comité de recepción en México.

Desde la ciudad saldríamos a explorar los alrededores en automóvil y buscaríamos algún pueblo escondido donde pasar el resto de nuestras vidas.

El plan tenía mucho de aquellas encantadoras ilusiones que yo había acariciado en otros tiempos. Y al parecer no sólo era posible, sino seguro que volvería a escribir de nuevo.

Tímidamente se lo dije a Resi.

Lloró de alegría. ¿Alegría real? Quién sabe. Únicamente puedo garantizar que sus lágrimas eran húmedas y saladas.

—¿Tuve algo que ver con este hermoso milagro celestial?

—Todo —dije, apretándola contra mi.

—No, no... Muy poco —dijo—; pero algo, gracias a Dios..., algo, sí.

—El gran milagro es el talento que nació contigo —dije.

—El gran milagro es tu poder para resucitar a los muertos —dijo—. Es el triunfo del amor. Y me ha resucitado también a mí. ¿Crees que estaba viva antes?

—¿Te parece que escriba sobre eso antes que nada en nuestro pueblecito de México?

—Sí, sí... OH, sí, querido, mi amor... ¡Te cuidaré tanto mientras trabajas! ¿Te quedará un poco de tiempo para mí?

—Las tardes, las noches y las madrugadas. Ese será todo el tiempo que podré dedicarte.

—¿Has decidido ya algún nombre?

—¿Nombre? —dije.

—Tu nuevo nombre. El nombre de un nuevo escritor cuyas hermosas obras provienen misteriosamente de México. Seré mistress...

—Señora
*
—le corregí.

—Señora, ¿qué?... ¿Señor y señora qué?

—Bautízanos —le dije.

—Es demasiado importante para mí decidirlo así, de golpe.

Kraft entró en ese instante.

Resi le pidió que sugiriese un seudónimo.

—¿Qué tal «Don Quijote»? Eso te convertiría en Dulcinea del Toboso —dijo a Resi— y yo firmaría mis cuadros con el nombre de «Sancho Panza».

En ese momento entró el doctor Jones acompañado del padre Keeley.

—El avión partirá mañana por la mañana. ¿Está usted seguro de que se encuentra bien para viajar?

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