Authors: Eduardo Mendicutti
-Además -añadió-, no eres tú la más indicada para hablar de decoro.
-Encanto -le dije yo-, el decoro es como el champú. Cada una elige el que mejor le va al color de su pelo.
Entonces sonó su móvil y él comprobó en la pantalla de ese modelo tan Jayne Mansfield que se ha comprado -plateado y lila- quién le llamaba.
-Alvaro -dijo, antes de llevarse el chisme a la oreja, y se le vio en la cara que esperaba tener una charla entretenida.
-Alvaro Bartolomé Martínez de Castro y Ruiz de Somavía, futuro embajador del Reino de España en Kuala Lumpur -según nadie más que él-, aunque actualmente disfrutando de unas merecidas vacaciones en Salobreña, al habla -dijo Alvaro, con ese tono empingorotado, redicho y chuflón que tantas veces han utilizado para dirigirse el uno al otro, ante el mosqueo inicial de los pipiolos que llegaban al gabinete del ministro de Asuntos Exteriores de turno-. ¿Cómo estás, Bona?
A Felipe Jesús Guillermo Bonasera y Calderón, y todo lo demás, todo el mundo en «la carrera» le llama Bona. La pajarraca de Marlene Dietrich, a Eric von Stroheim -«von» se pronuncia «fon», en alemán-, a sus espaldas, lo llamaba Foni. Una manera muy zorruna de achicarlo. Por supuesto, a Felipe Bonasera en «la carrera» se le quiere una barbaridad, pero a mí siempre me ha parecido que lo de llamarle Bona tiene su recochineo. Cariñosísimo, ya digo, pero recochineo. Porque nunca ha llegado a nada. Mi hombre, quiero decir. Nunca ha llegado a nada de verdadero postín. Nunca ha llegado a ser embajador, en casi cuatro décadas de servicio. A lo más que llegó, durante cinco años, fue a agregado cultural del consulado general de España en Nueva York. Poca cosa para tanto mareo. Y es que terminó por convertirse en imprescindible en el gabinete de todos los ministros que han desfilado por el palacio de Santa Cruz, eso le han dicho siempre. Vale. Y porque él, la verdad, nunca puso un empeño grandísimo en llevarme durante una temporada a una embajada rumbosa. O exótica. Después de todo, conmigo por delante cualquier exotismo habría terminado convertido en un tresillo cómodo del cuarto de estar de su casa. Familiaridad es lo que desprende Mae West, pese a ser una estrella. Donde esté el salón de su casa, que se quite el mejor cabaret de Sunset Boulevard. En el cuarto de estar de su casa, entre amigos de toda la vida o conocidos de una noche, es donde mejor puede Mae West soltar la lengua. Como en su fiesta de despedida, en su piso del barrio de Salamanca. De eso se pusieron enseguida a hablar Alvaro y él.
-Maravillosa la fiesta -dijo Alvaro.
-Gracias a Juana, Amparo y Fermín -dijo Felipe-. Ellos lo organizaron todo. Son unas verdaderas matajaris, incluido Fermín. Yo sólo presté la casa, porque no tenía ni idea de lo que estaban maquinando y porque no os iba a poner a todos de patitas en la calle. Y si saqué a actuar a mis chicas fue porque insististeis una barbaridad.
«Eres más falso», le dije yo, «que el sentido pésame que le dio Alla Nazimova a la Rambova cuando murió el pobre Valentino. Sabías perfectamente lo que te estaban organizando. Luego, como de costumbre, te hiciste muchísimo de rogar para actuar con tus chicas, pero siempre es todo un paripé.»
Alvaro no me oyó, claro, así que dijo:
-Espero que actúes con todas ellas en el fiestón que estoy preparando como despedida, antes de salir para Kuala Lumpur. No hará falta que te lo ruegue encarecidamente por conducto diplomático, ¿verdad?
-Espero que no tengas que mandarme el encarecido ruego, por valija diplomática, al Más Allá -bromeó Felipe, y a mí me dio un vuelco el corazón.
En realidad, ese macabro chiste es tan antiguo como la broma malaya. Desde hace un año, cuando a Felipe le dijeron la verdad sin contemplaciones, yo encuentro el chiste de lo más antipático, pero es cierto que las alusiones a la eternidad son inevitables, desde hace lustros, cuando hablan entre ellos de sus respectivos y siempre futuros destinos en elegantes o absurdas cancillerías como la de Kuala Lumpur. Sólo que Malasia ya no entra en los sarcásticos planes de Felipe. Se ha jubilado. «Anticipadamente, que conste», dice él todo el tiempo, a todo el mundo.
Alvaro es al menos diez años menor que mi hombre y no parece aún resignado a pasarse la vida en Madrid, en el gabinete del ministro de turno. Y más desde que ser gay -dice él- se ha convertido en un encanto como cualquier otro. Siempre asegura solemnemente que él no tiene pluma, que eso de tener pluma es una ordinariez, que él es
flamboyant.
Es verdad que con los diplomáticos solteros -o, ahora, casados con un señor- suelen plantearse pequeños problemas de protocolo, pero tener gustos divertidos, como solía decir la loca de Vincent Minnelli, nunca ha sido un verdadero obstáculo para ser embajador: yo, en mis mejores tiempos, fui amiguísima del alma de uno, de cierto país nada tropical, que se pasaba las tres cuartas partes de cualquier día y de cualquier noche vestido como Carmen Miranda. Sólo en una ocasión, cuando cierto ministro de Exteriores se planteó la posibilidad de encargarle a Felipe una pintoresca embajada africana -más que nada por quitárselo de en medio-, un miserable director general -inútil, ignorante, facha, resentido, beatón, hipócrita y maledicente- le advirtió al ministro que no parecía de recibo que España estuviera representada, por muy pintoresco que fuera aquel país africano, por un embajador abiertamente rojo y abiertamente maricón. Cuando, no hace mucho, Felipe lo supo, lo encontró hilarante: había que ser muy tonto y muy arrogante -la arrogancia es el orgullo de los cretinos- para utilizar ese argumento, con esas palabras. Al final, aquel pobre imbécil ha sido víctima de la justicia del tiempo y sigue de director general sin apenas funciones en uno de los negociados más inservibles del Ministerio. Eso sí, durante los últimos meses, Felipe -que tomó la decisión porque yo le dije que los estrógenos le estaban dejando sin las ciruelillas del coraje- ha tenido sobre su mesa de trabajo una fotografía de Thiago, su último novio, en todo su esplendor -es decir, en minúsculo bañador, luciendo bronceados músculos de guerrero tebano y cara de ángel en la playa de Sitges-, como otros tienen la foto de su señora y de sus niños, y también tiene, enmarcada, una foto de periódico en la que aparece él en una manifestación medio bolchevique, como otros tienen una foto en la que están saludando al rey.
Yo aún no me llamaba Mae West.
En la fiesta de despedida que a Felipe le organizaron en su propio piso, el mes pasado, la otra Mae West tampoco fue la más requerida, las cosas como son, y no lo digo ni por rencor ni por meterle a nadie el dedo en el ojo. Es que fue así. También es verdad que la otra Mae se las arregló para robarse la función en el último momento.
La primera de las chicas que ocupó la mano volandera y la voz ventral de Felipe esa noche fue la Dietrich, con su aire pendenciero y su voz aguardentosa -para ser un ventrílocuo amateur, hay que reconocer que mi hombre lo hace de escándalo-, y estuvo dándole vueltas a eso tan consabido de «he tenido que conocer a muchos hombres para llamarme Shanghai Lily».
-A muchos hombres y a un montón de mujeres,
darling
-dijo Alberto, y a Juana, la jefa del archivo del Ministerio, una de las organizadoras de la fiesta secreta, se le escapó una carcajada francamente arriera y desencajada.
Felipe obligó a Marlene a hacerse la ofendida y a enmudecer.
-¡Que salga Marilyn! -exigió Fermín-. ¡Queremos ver a Marilyn!
Fermín es muy amigo de mi hombre aunque no tiene nada que ver con la diplomacia -es dentista-, y hace siglos tuvo con Alberto un lío que duró hasta que Alberto se agenció una dentadura deslumbrante. De toda la vida es devoto acérrimo de la Monroe: de la verdadera, y de esa reproducción infantil y voluptuosa que Felipe guarda en lo que llama «el dormitorio de las chicas», un arcón de marquetería en el que reposan, entre sábanas de papel de seda, el elenco completo de sus espectáculos de ventriloquia para íntimos: Marlene Dietrich, Mae West y Marilyn Monroe, maravillosamente reproducidas en muñecas ahuecadas de treinta centímetros a las que, por no faltarles, no les falta ni hablar.
-Si no os calláis -dijo Felipe, displicente-, no creo que
miss
Monroe tenga ánimos para asomar la nariz. Está deprimidísima desde que los Kennedy mandaron matarla.
Se hizo un silencio reverente. Y, colándose por la cerradura del arcón, empezó a sonar, mecida por una voz muy pequeñita y muy dulce,
Diamonds Are A Girl's Best Friends.
Es increíble cómo lo hace mi hombre.
Todos aplaudieron.
-Encanto -dijo Felipe-, ni deprimida te olvidas de los diamantes -y con la elegancia de un auténtico profesional abrió el arcón, acostó a Marlene entre las sábanas de papel de seda, y sacó a una Marilyn melancólica y suplicante a la que le salía el desamparo por todos los poros.
-Estoy piripi -dijo Marilyn, encantadora-. Ya me he bebido todo el Chanel.
-Aunque no lo creas, preciosa -le dijo Felipe-, el olvido se lleva fatal con el alcohol. Ni siquiera vas a conseguir olvidarte de ti misma.
-Uy -dijo Marilyn, repentinamente pizpireta-, pareces Arthur Miller. Qué plomo.
-Arthur Miller te quería -le reprochó Felipe, paternal.
-Arthur Miller me trataba siempre como si fuera tonta -dijo ella, la mar de risueña-. Pero no me importaba. Yo siempre le trataba a él como si fuera listo.
Volvieron a aplaudir. Y Felipe, ya lanzado, se dio una vuelta por todo el salón, imitando los andares suculentos y coquetonamente descompensados de la Monroe. Alvaro le jaleó:
-¡Di que sí!
¡Sic transitgloria mundi!
-Lo que traducido quiere decir: «¡Así transita Gloria Mundi!» -dijo Mae West desde el arcón.
Fermín empezó a canturrear:
-«Transita, Gloria, transita con garbo, que un relicario, que un relicario te voy a hacer...»
Felipe se paró en seco, aparentando dignidad ofendida. Luego, mientras todos reían, dijo que ya estaba bien, que él siempre ha sido un artista refinado pero de corto recorrido, o de tránsito corto, si lo preferían, y aprovechó para dar las gracias a todos con brevedad y sin demasiadas florituras emotivas.
De eso siguieron hablando esta mañana, durante un buen rato, él y Alvaro. De lo bien que había quedado la fiesta y, enseguida, de los últimos cotilleos del Ministerio. Cotillearon tanto que mi hombre acabó olvidándose de mí, sin necesidad de beberse el Chanel. Aunque a mí misma me cuesta creerlo, eso me ha alegrado el día.
4 de julio, domingo
Hoy he visto a la madre del muchacho.
He pasado la tarde entera en el cuarto de estar pequeño de la casa, después de adecentarlo un poco por mi cuenta. Mañana vendrá Carmeli y lo limpiará todo a fondo, y me hará la comida. Ha llamado para ofrecerse a comprar pescado y todo lo que haga falta, antes de que encarguemos la compra al supermercado del nuevo centro comercial que han abierto en la carretera de Rota. Me ha dado recuerdos de su hermano Diego, un balarrasa que por lo visto acaba de divorciarse de su mujer y se ha ido a vivir con Carmeli y su marido en uno de los bloques de pisos de protección oficial que han construido junto al Botánico, el único de los palacios sanluqueños que conservan los Orleans. La vieja y modestísima casa de sus padres en Villa Horacia la derribaron hace ya diez años, cuando Martín, el padre, murió. La casa la respetaron los compradores de la finca, mientras Martín vivió, porque tía María Bonasera así lo impuso en el contrato de compraventa. Estaba pegada a la carretera vieja de Montijo y medio tapada por una gigantesca morera a cuyas ramas yo trepaba, con Diego y con la propia Carmeli, para jugar a Sandokán en la selva -Diego era siempre Sandokán, y Carmeli y yo sus lacayos, como él decía- y, durante el hermoso verano de finales de los cincuenta que pasamos en Villa Horacia -con tía María Bonasera y tía Enriqueta Hidalgo, que nos acogieron porque mi padre estuvo más de tres meses de viaje, según nos dijeron a mí y a mis hermanos-, algunas noches conseguía que me dieran permiso para dormir en casa de los caseros, compartiendo la cama con Diego, que es de mi edad. Aquella casa olía siempre a lejía porque Remedios, la hija mayor de Martín, era una maniática de la limpieza y se empeñaba a diario en desinfectarlo todo con lejía Conejo. La mujer de Martín murió de unas fiebres raras poco después de dar a luz a Diego, y Remedios, que entonces no tendría más de diez o doce años, pasó a encargarse de su padre, de sus hermanos y de la casa, hasta que, ya mayorcita y seguramente harta de hacer de mujer de su padre y de madre de sus hermanos, se casó con un tratante de ganado y se fue a vivir a Villamanrique. Remedios llamaba a Carmeli espesa y cochambrosa cada vez que Carmeli la acusaba de querer, con tanto desinfectante, envenenarlos a todos y convertirles en agua la sangre para librarse de ellos, pero en aquella casa yo conseguía dormir a pierna suelta, convencido de que ningún bicho, empezando por las salamanquesas, podía aguantar vivo con todos aquellos litros y litros de lejía que Remedios compraba sin falta, aunque no hubiera para comer. En las habitaciones de la casa grande, como los caseros llamaban al enorme edificio principal de la finca, las salamanquesas se amontonaban en lo alto de las paredes en cuanto empezaba a anochecer, y tía María Bonasera y tía Enriqueta Hidalgo decían que no eran peligrosas, sino todo lo contrario, porque se comían los mosquitos y las avispas y hasta los pitijopos que aparecían todas las tardes como una plaga, sobre todo con el viento de levante. Pero las salamanquesas a veces se resbalaban y podían caerte encima, en la cabeza, o colarse por el cuello del niqui, y a mí me daban un asco horroroso. De noche, cuando no podía conciliar el sueño por culpa de las salamanquesas, yo me ponía a pensar en el olor a lejía que había siempre en casa de los caseros, y también en el olor a aire fresco y un poquito picante que dejaba Remedios junto a la morera, cuando se iba allí a lavarse el pelo, después de comer, a la sombrita, sin miedo a que se le cortase la digestión. Remedios, después de lavarse el pelo con jabón Lagarto, se lo enjuagaba en una palangana con agua y vinagre, y hacía que el mundo entero oliese distinto. Aquel olor no lo olvidaré nunca...
El chico de la bicicleta no se parece nada a su madre. Quizás tenga algún gesto que pueda recordarla, pero no lo sabré hasta que no los vea juntos con cierta frecuencia, cosa que sin duda ocurrirá en cuanto se normalicen los ritos cotidianos que marcan los encuentros entre vecinos. Ella es una mujer no muy alta, morena, tenaz seguramente en el gimnasio para conservar la línea, lo suficientemente joven como para no sentirse obligada a aclararse el pelo con mechas cobrizas o a teñírselo de ese rubio apagado que resulta tan útil para suavizar los primeros síntomas de la madurez. Sin embargo, me ha dado la impresión de cierto desajuste físico, como si hubiera adelgazado algo más de la cuenta durante los últimos meses o estuviera nerviosa e insegura. Ha sido una impresión rara y probablemente caprichosa, porque apenas la he visto unos instantes, mientras se despedía, en la puerta de la casa, de dos tipos jóvenes -poco más de treinta años, diría yo- y con aspecto de corredores de seguros o de agentes inmobiliarios, aunque el hecho de ir trajeados pero sin corbata me ha llevado a pensar que trataban de aparentar una informalidad no demasiado convincente. Son visitantes, en todo caso, porque dejaron el coche aparcado en la calle. También es extraño que la entrada de vehículos del chalé, con vado permanente, me haya dado la impresión de estar en desuso; cualquier familia de las que viven en la urbanización tendrá al menos dos coches en el garaje. En cualquier caso, la relación entre esos dos tipos y la dueña de la casa no parece cómoda, relajada. Excesivas especulaciones, quizás, para haberlos visto a los tres durante tan poco tiempo y a cierta distancia. Sin duda, soy demasiado propenso a trasladar a todo lo habido y por haber mis continuas suspicacias sobre mi salud.