Si dijéramos que eso se contradice con sus afirmaciones anteriores nos quedaríamos cortos. En un artículo del
Daily Mail
del 5 de septiembre de 2006, titulado «Iniciado un estudio sobre el aceite de pescado para mejorar las notas del GCSE», Dave Ford, el inspector escolar en jefe del consejo del condado, declaró: «Podremos detectar los progresos del alumnado y medir si sus logros son mejores que las puntuaciones inicialmente previstas». La doctora Madeleine Portwood, psicóloga educativa a cargo del «ensayo», dijo: «Algunos ensayos previos han mostrado resultados notables y estoy segura de que en éste también hallaremos sustanciales beneficios».
En el comunicado de prensa que el propio consejo del condado de Durham hizo público al inicio del «ensayo» se podía leer lo siguiente: «Los responsables de educación del condado de Durham están organizando una iniciativa única de “apoyo a las escuelas” que, según creen, podría repercutir en unos niveles récord de aprobados del GCSE el próximo verano». En esa misma nota se informaba de que se estaban administrando píldoras a niños y niñas del condado «para comprobar si los beneficios que ya han demostrado en niños y jóvenes en anteriores ensayos pueden estimular también su rendimiento en los exámenes». El inspector escolar en jefe del condado estaba «convencido» de que esas píldoras podían «tener un impacto directo en los resultados del GCSE […] El ensayo a escala de todo el condado continuará hasta que los alumnos hayan terminado sus exámenes del GCSE el próximo junio, y el primer test de la efectividad del suplemento se producirá cuando hagan sus exámenes “de prueba” este mes de diciembre». «Podremos detectar los progresos del alumnado y medir si sus logros son mejores que las puntuaciones inicialmente previstas», explicaba Dave Ford en la nota de prensa del ensayo que, según se nos dice ahora, no era tal ensayo y con el que jamás se pretendió recopilar dato alguno sobre los resultados en los exámenes. Yo no pude evitar sentir cierta perplejidad al darme cuenta también de que habían cambiado la conferencia de prensa original que tenían colgada en el sitio web del condado y habían eliminado de ella la palabra «ensayo».
¿Por qué es tan importante todo esto? Bueno, en primer lugar, como ya he comentado, porque aquél fue el ensayo que más amplia difusión informativa recibió aquel año en los medios, y semejante ejercicio de insensatez metodológica no podía más que socavar la ya maltrecha comprensión popular de la naturaleza de la evidencia empírica y la investigación. Cuando la gente cae en la cuenta de que el diseño de tales ejercicios es defectuoso, su fe en la investigación científica se resiente, lo cual inevitablemente repercute en una menor disposición a participar en las investigaciones, por supuesto. Y reclutar a participantes para los ensayos ya es bastante difícil de por sí, en el mejor de los casos.
Pero, es más, también hay en juego cuestiones éticas muy importantes. Las personas prestan voluntariamente sus cuerpos —y los de sus hijos— cuando deciden participar en un ensayo asumiendo que los resultados se dedicarán a mejorar el conocimiento médico y científico. Esperan que la investigación a la que se les someta se realizará de forma apropiada, que tendrá un diseño público y revelador, y que los resultados serán publicados íntegramente, para que todo el mundo pueda verlos.
Yo he visto los folletos de información para los padres que se repartieron con motivo del proyecto de Durham, y su contenido no deja lugar a dudas de que aquel ejercicio se promocionó como un proyecto de investigación científica. La palabra «estudio», por ejemplo, se empleaba hasta en 17 ocasiones en uno de esos folletos, aunque es bastante improbable que el «estudio» (o «ensayo», o «iniciativa») en cuestión pueda producir datos que resulten de alguna utilidad por los motivos que ya hemos visto. Y, en cualquier caso, ya se ha anunciado que no se publicarán los efectos observados del producto sobre los resultados en los exámenes del GCSE.
Por las susodichas razones, el ensayo fue, en mi opinión, antiético.
[*]
Ustedes tendrán su propio parecer al respecto, pero es muy difícil entender qué justificación puede haber para no revelar los resultados de este «ensayo» ahora que ya ha concluido. A los pedagogos, los investigadores académicos, los profesores, los padres, las madres y el público en general debería permitírseles revisar los métodos y los resultados a fin de que extrajeran sus propias conclusiones sobre la significación del estudio, por muy endeble que fuera su diseño. De hecho, ésta es exactamente la misma situación que se produce cuando las empresas farmacéuticas ocultan los datos sobre la eficacia de los antidepresivos, y no deja de constituir un ejemplo más de las similitudes que unen a los miembros de tan variopinta comunidad de fabricantes de pastillas y comprimidos, pese a los denodados esfuerzos de la industria de las píldoras de suplementos alimenticios por presentarse a sí misma como «alternativa».
¿El poder está en la píldora?
Quede claro que no estoy particularmente interesado desde el punto de vista personal (y creo que tengo perfecto derecho a decirlo) en si las cápsulas de aceite de pescado mejoran el coeficiente intelectual de los niños. Y apunto esto por varios motivos. Para empezar, no soy un articulista especializado en el llamado «periodismo del consumidor», ni un gurú de los estilos de vida saludables, y pese a los dividendos económicos infinitamente superiores que tal actividad reporta, ciertamente no estoy por la labor de «dar consejos de salud a los lectores» (para ser sincero, antes preferiría caminar sobre brasas encendidas que hacer algo así). Pero, al mismo tiempo, y si pensamos racionalmente en ello, veremos que cualquier beneficio que el aceite de pescado pueda reportar para el rendimiento escolar no será probablemente muy espectacular. El vegetarianismo nunca ha tenido un seguimiento masivo, por ejemplo, y los seres humanos hemos demostrado ser tan versátiles como diversas son nuestras dietas, de Alaska al desierto del Sinaí.
Pero, más que nada, y aun a riesgo de que les parezca el hombre más aburrido del planeta, lo que deseo recalcar es que yo no empezaría con moléculas ni con píldoras como solución para esa clase de problemas. Es inevitable reparar en el hecho de que las cápsulas que se estaban promocionando en Durham cuestan 80 peniques diarios por niño, cuando el condado gasta solamente 65 peniques diarios por niño en comidas escolares. Así que ahí tenemos un sitio por el que empezar. También podríamos restringir la publicidad de productos de comida basura dirigida al público infantil, como ha hecho recientemente el gobierno. Podríamos estudiar la educación y la conciencia existentes en materia de alimentación y dieta, como muy bien hizo Jamie Oliver hace poco. Y todo ello, sin necesidad de recurrir a arriesgados ejercicios de pseudociencia o a píldoras milagrosas.
Podemos incluso tomar cierta distancia de tanta obsesión con la comida —aunque sólo sea por una vez— y centrarnos en nuestras habilidades como padres y madres, en la contratación y la conservación de personal docente en nuestras escuelas, en la exclusión social, en el promedio de alumnos por clase, o en la desigualdad socioeconómica y el creciente diferencial de renta entre ricos y pobres. O en unos buenos programas de apoyo parental, como dije justo al principio. Pero a los medios no les gustan ese tipo de historias. «Descubierta una píldora que soluciona un complejo problema social» queda mucho más bonito como titular informativo que cualquier otra cosa relacionada con un aburrido programa de apoyo parental.
Esto se debe, en parte, a la noción que los propios periodistas tienen del valor de las noticias, pero también guarda relación con la manera en que se promocionan dichas noticias. No conozco a Hutchings ni a sus colaboradores, los autores del estudio sobre un programa de apoyo parental con el que comencé el presente capítulo, y hasta podría llegar a creer que pasan todas las noches en un club privado de élite hasta altas horas de la madrugada charlando y brindando con periodistas de los medios radiotelevisivos, pero, en realidad, sospecho que son unos académicos tranquilos y humildes. Las grandes compañías privadas, mientras tanto, cuentan con una gran potencia de fuego publicitaria y un solo tema que promocionar, así como tiempo para fomentar relaciones con periodistas interesados en ese tema y un agudo olfato para entender tanto los deseos de la población y de los medios como nuestras esperanzas colectivas y nuestros sueños como consumidores.
La historia del aceite de pescado no es ni mucho menos excepcional: la misma gente que trata de vendernos pastillas promociona insistentemente un marco explicativo más amplio, y como bien apreció George Orwell en su momento, la verdadera genialidad de la publicidad reside en su capacidad para vendernos la solución
y
el problema. Las compañías farmacéuticas se han esforzado mucho —a través de anuncios dirigidos directamente a los consumidores y a través de campañas de presión— en promover la «hipótesis de la serotonina» como explicación de la depresión, aun cuando la evidencia empírica a favor de dicha teoría sea más endeble con cada año que pasa. Y la industria de los suplementos nutricionales se dedica a promover —para mantener su propio mercado— una teoría de las deficiencias dietéticas como causa tratable del estado de ánimo decaído (yo no tengo ninguna cura milagro que ofrecer en ese sentido, pero, y aun a riesgo de hacerme pesado, creo que las causas sociales de tales problemas son seguramente más interesantes… y posiblemente más susceptibles de ser objeto de algún tipo de intervención eficaz).
Todas estas historias y noticias sobre los aceites de pescado constituyen un ejemplo clásico de un fenómeno descrito en términos más genéricos con el término «medicalización»: la expansión de la competencia y las atribuciones biomédicas a terrenos en los que éstas pueden no ser útiles ni necesarias. En el pasado, este fenómeno se caracterizaba con connotaciones negativas y se veía como un abuso que los doctores infligían a un mundo pasivo y confiado: una especie de imperialismo de los médicos. Pero, en realidad, hoy parece que estas noticias biomédicas reduccionistas pueden atraernos a todos por la sencilla razón de que los problemas complejos suelen tener causas deprimentemente complejas también, y, por consiguiente, las soluciones pueden ser difíciles y poco satisfactorias.
En su variante más agresiva, este proceso ha sido caracterizado por algunos como una especie de promoción o «tráfico de enfermedades».
[4]
Hoy somos testigos de él a lo largo y ancho del mundillo de los curanderos y los charlatanes (y adquirir conciencia de ello puede ser una sensación muy parecida a la de que nos quiten una venda de los ojos), pero también en las grandes compañías farmacéuticas, donde la historia funciona más o menos así: la fruta más fácil de recoger, la que aguardaba ya madura en las ramas más bajas del árbol, ha sido ya cosechada en su totalidad, y la industria se está quedando rápidamente sin entes moleculares novedosos que promocionar. En la década de 1990 esa industria patentaba en total una cincuentena de ellos al año, pero ahora ese ritmo se ha visto reducido a apenas veinte, y muchos de ellos son simplemente copias. Las empresas farmacéuticas tienen un problema.
Como no pueden encontrar
tratamientos nuevos
para las enfermedades que ya tenemos, los fabricantes de píldoras y pastillas inventan
enfermedades nuevas
para los tratamientos de los que ya disponen. Entre sus dolencias favoritas más recientes se incluyen el trastorno de ansiedad social (una nueva utilidad para los fármacos ISRS o inhibidores de la recaptación de serotonina), la disfunción sexual femenina (una nueva utilidad para el Viagra en mujeres) y el síndrome de alimentación nocturna (también para los ISRS), entre otros. Todos ellos son problemas en un sentido real, pero que quizá no sean necesariamente un terreno propicio para las pastillas, ni deban ser concebidos en términos biomédicos reduccionistas. En el fondo, reformular la inteligencia, la pérdida de la libido, la timidez y el cansancio como problemas médicos solucionables con píldoras y pastillas podría ser visto como algo burdo, explotador y alienante.
Es muy posible que estos toscos mecanismos biomédicos potencien los beneficios derivados del efecto placebo de esas pastillas, pero su poder de seducción radica precisamente en lo que suprimen o eliminan de nuestra consideración. Cuando los medios de comunicación informaron de la reconversión del Viagra en un tratamiento para mujeres a comienzos del nuevo milenio, y de la invención de una nueva enfermedad denominada «disfunción sexual femenina», no contribuyeron a vender solamente los comprimidos: también vendieron la explicación que los justificaba.
En las revistas sobre moda y tendencias se contaban historias de parejas con problemas en su relación que acudían a su médico de cabecera sin que éste diera realmente con la causa de su problema (éste es el párrafo inicial de toda noticia sobre temas médicos que se publica en nuestros medios de comunicación). Luego, visitaban a un especialista que tampoco podía ayudarles. Entonces, finalmente iban a una clínica privada. Allí les practicaban análisis, perfiles hormonales y esotéricos estudios de imagen clínica del flujo sanguíneo del clítoris, hasta que, al fin, lograban entender lo que les sucedía: la solución radicaba en una pastilla, aunque ésa fuera, en realidad, sólo la mitad de la historia. En aquellas informaciones, todo se reducía a un problema mecánico. Casi nunca se mencionaban otros factores: que ella estaba fatigada por culpa del trabajo, que a él lo estresaba su recién estrenada paternidad y le costaba digerir el hecho de que su esposa había pasado a ser también la madre de sus hijos y ya no era el bombón escultural con quien retozaba por el suelo del local del sindicato de estudiantes al son de «Don’t You Want Me Baby?», de The Human League, la noche de 1983 en que la conoció. No. Y no se mencionaban porque no queremos hablar de esos temas, como tampoco queremos hablar de la desigualdad social, la desintegración de las comunidades locales, la disgregación de la familia, el impacto de la incertidumbre laboral, el cambio en las expectativas y los términos del actual concepto de persona, ni de ninguno de los demás factores complejos y difíciles que intervienen en el aparente auge de los comportamientos antisociales en las escuelas.
Pero, por encima de todo, deberíamos rendir homenaje al genio a quien se le ocurrió ese enorme proyecto sobre el aceite de pescado, y todos y cada uno de los nutricionistas que han introducido sus píldoras en los medios de comunicación y en las escuelas, porque, por encima de todo, han logrado vender a los niños y a las niñas, en la edad más impresionable de sus vidas, un mensaje muy poderoso: la necesidad de ingerir pastillas para llevar una vida sana normal, la insuficiencia de una dieta y un estilo de vida razonables, y la posibilidad de que una píldora pueda incluso compensar las deficiencias en otros apartados. Han promocionado su mensaje directamente en las escuelas, en las familias, en las mentes de los preocupados padres y madres. Y tienen la intención de que todo niño y toda niña entiendan que se necesita ingerir varias cápsulas grandes, caras y de colores (seis de ellas en tres tomas diarias) para mejorar cualidades tan vitales como intangibles: la concentración, la conducta y la inteligencia.