Mala ciencia (33 page)

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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

BOOK: Mala ciencia
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Esas mujeres fueron objeto de seguimiento durante varios años y, a la conclusión del estudio, el 25 % de las que habían recibido el tratamiento con vitaminas estaban gravemente enfermas o habían fallecido, frente al 31 % de las del grupo del placebo. Se observó también un beneficio estadísticamente significativo en cuanto al recuento de células CD4 (un indicador de la actividad del VIH) y las cargas virales. No se puede decir en ningún caso que tales resultados fueran espectaculares (y, desde luego, no son comparables con los efectos demostrables de los antirretrovirales en cuanto a vidas salvadas), pero lo que sí demostraron es que una dieta mejorada, o el consumo de píldoras vitamínicas genéricas (y baratas), puede suponer un modo sencillo y relativamente económico de retrasar (aunque sólo sea marginalmente) la necesidad de iniciar la medicación contra el VIH en algunos pacientes.

En manos de Rath, sin embargo, ese estudio se convirtió en prueba empírica de que las pastillas de vitaminas son superiores a la medicación como tratamiento contra el VIH-sida, que las terapias antirretrovirales «dañan gravemente todas las células del organismo (incluidos los glóbulos blancos de la sangre)» y, peor aún, que, «por consiguiente, no mejoran, sino que más bien empeoran las inmunodeficiencias y expanden la epidemia del sida». Los investigadores de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard quedaron tan horrorizados que elaboraron una nota de prensa en la que ponían de manifiesto su apoyo a la medicación y en la que declaraban lisa y llanamente, con meridiana claridad, que Matthias Rath había tergiversado sus resultados. Los reguladores de los medios de comunicación no actuaron al respecto.

Para un observador externo, ésta es una historia tan desconcertante como espantosa. La ONU ha condenado los anuncios de Rath calificándolos de «erróneos y engañosos». «Ese tipo está matando a la gente atrayéndola con el señuelo de un tratamiento no reconocido y carente de toda base empírica científica», llegó a decir Eric Goemaere, presidente de Médicos sin Fronteras-Sudáfrica y uno de los pioneros en la aplicación de la terapia antirretroviral en aquel país. Rath lo demandó.

Y Rath no sólo ha perseguido a Médicos Sin Fronteras. También ha presentado querellas (muy costosas en tiempo y en dinero, y que, o bien se han encallado, o bien han sido finalmente desestimadas) contra un profesor investigador sobre sida, contra varias de las personas que le han criticado en los medios y contra más gente.

Su campaña más abyecta ha sido la emprendida contra la Treatment Action Campaign (TAC). Durante muchos años, ésta ha sido la organización clave en las campañas para el acceso a la medicación antirretroviral en Sudáfrica, y ha tenido que librar una guerra en cuatro frentes. En primer lugar, ha emprendido campañas contra su propio gobierno nacional, tratando con ellas de forzarlo a desplegar programas de tratamiento para la población en general. En segundo lugar, ha luchado contra la industria farmacéutica, que afirma que tiene que cobrar el precio completo de sus productos en los países en vías de desarrollo porque, si no, no puede financiar la investigación y el desarrollo de nuevos fármacos (aunque, como veremos más adelante, con sus 550.000 millones de dólares de ingresos anuales, las farmacéuticas pagan más del doble en promoción y administración que en investigación y desarrollo). En tercer lugar, se trata de una organización de base, compuesta principalmente por mujeres negras de los barrios segregados, que realiza un importante trabajo de prevención y de información sobre el tratamiento entre la población de base, asegurándose de que la gente sepa qué tiene a su disposición y cómo puede protegerse. Por último, lucha contra aquellas personas que promocionan la clase de información promovida por Matthias Rath y los de su especie.

Rath se ha creído con derecho a lanzar una masiva campaña de desprestigio contra ese grupo. Distribuye material publicitario contra ellos en el que se dice: «Las medicinas de la Treatment Action Campaign te están matando» o «Detengamos el genocidio del sida provocado por el cártel de los medicamentos», y en el que se asegura —como ya habrán adivinado— que existe una conspiración internacional para administrar fármacos que empeoran la salud de las personas, promovida por las compañías farmacéuticas con la intención de prolongar la crisis del sida al servicio de sus propios intereses económicos. La TAC debe de formar parte de ese engranaje, según ese argumento, porque critica a Matthias Rath. Por otra parte, como yo mismo cuando escribo sobre Patrick Holford o Gillian McKeith, la TAC está completamente a favor de una dieta y una nutrición buenas y apropiadas. Sin embargo, en los folletos promocionales de Rath, esa campaña se trueca en una tapadera de la industria farmacéutica: un «caballo de Troya» y un «lacayo» de ésta. La TAC ha presentado una declaración integral de su financiación y de sus actividades, y en ella no figuraba vínculo alguno de esa clase. Rath, por su parte, no ha presentado nunca prueba alguna en sentido contrario y ha perdido incluso un juicio sobre esa cuestión, pero no parece dispuesto a dejarlo estar. De hecho, ahora presenta incluso esa derrota como si fuera una victoria.

El fundador de la TAC es un hombre llamado Zackie Achmat y es lo más parecido a un héroe que conozco. Es sudafricano y «de color» (según la nomenclatura del sistema de
apartheid
en el que se crió). A los 14 años, intentó prender fuego a su escuela (y ustedes tal vez habrían hecho lo mismo si se hubieran encontrado en unas circunstancias similares). Fue arrestado y encarcelado en tiempos del violento y brutal régimen blanco imperante en Sudáfrica, con todo lo que eso entrañaba. Además, es homosexual y seropositivo, y se negó a tomar medicamentos antirretrovirales hasta que estuvieron ampliamente disponibles para toda la población en el sistema público de salud, incluso a pesar de que se estaba muriendo de sida, e incluso a pesar de que el mismísimo Nelson Mandela (público partidario de la medicación antirretroviral y del trabajo de Achmat) le imploró en persona que salvara su vida.

Y es aquí donde por fin alcanzamos el punto más bajo de esta larga historia (el más bajo no sólo en lo que se refiere al movimiento de Matthias Rath, sino también al movimiento de las terapias alternativas de todo el mundo). En 2007, rodeado de gran fanfarria pública y extensa cobertura mediática, Anthony Brink, el ex empleado de Rath, interpuso una querella contra Zackie Achmat, presidente de la TAC. Lo más pintoresco del caso fue que la querella se presentó ante el Tribunal Penal Internacional de La Haya, acusándolo de genocidio por haber conquistado con sus campañas el acceso a los medicamentos antiVIH para el pueblo de Sudáfrica.

No es fácil explicar lo influyentes que los «disidentes del sida» han llegado a ser en Sudáfrica. Brink es abogado, un hombre con amigos importantes, y sus acusaciones fueron recogidas en los medios informativos nacionales (y en algunos rincones de las publicaciones occidentales dirigidas al público homosexual) como si se tratara de una noticia seria. No me creo que ninguno de los periodistas que la informaron se haya leído íntegramente los cargos formales presentados por Brink.

Yo sí lo he hecho.

Las primeras 57 páginas exponen los argumentos ya conocidos del material antimedicación de los «disidentes del sida». Pero, al llegar a la página 58, este documento de «acusación» degenera súbitamente en algo absolutamente depravado y desquiciado: Brink propone el que considera que sería un castigo apropiado para Zackie. Como no pretendo que se me acuse de editar selectivamente ninguna parte de ese texto, reproduzco a continuación esa sección íntegra, sin correcciones ni modificaciones, para que ustedes puedan leerla por sí mismos.

SANCIÓN PENAL APROPIADA

En vista de la escala y la gravedad del crimen de Achmat y de su culpabilidad penal personal directa por «las muertes de miles de personas», por citar sus propias palabras textuales, se solicita respetuosamente del Tribunal Penal Internacional la imposición al acusado de la máxima pena prevista en el artículo 77.1(b) del Estatuto de Roma, es decir, la confinación permanente en una pequeña jaula blanca de acero y hormigón, con una lámpara fluorescente encendida de forma permanente para tenerlo vigilado día y noche, y se solicita también que sus guardianes sólo le permitan salir de esa celda para trabajar a diario en el huerto de la prisión cultivando nutritivas verduras y hortalizas, incluso cuando llueva. Y para que pague su deuda con la sociedad, se pide asimismo que se le administren —bajo estrecha supervisión médica y en las dosis completas establecidas— los mismos antirretrovirales que él dice tomar, y que le sean administrados mañana, tarde y noche, sin interrupción (y para evitar que sólo finja que cumple con el tratamiento, que se le obligue a tragar las dosis abriéndole la boca a la fuerza y haciéndoselas pasar con un dedo, o, en caso de que muerda, patalee y grite demasiado, inyectándoselas en un brazo después de haberlo atado de tobillos, muñecas y cuello, sujetado con correas a una camilla), hasta que esos fármacos le hagan exhalar su último aliento, a fin de erradicar esta plaga, la más vil, odiosa, inescrupulosa y malévola que haya padecido la raza humana, y que asola y envenena al pueblo de Sudáfrica —negro en su mayoría, pobre en su mayoría— desde hace ya casi una década: desde el momento en que él y su TAC hicieron acto de aparición.

Firmado en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, el 1 de enero de 2007

ANTHONY BRINK

La Fundación Rath dijo del documento que era «enteramente válido» y que «hacía tiempo que debía haberse presentado algo así».

El quid de esta historia no es Matthias Rath, ni Anthony Brink, ni Zackie Achmat, ni siquiera Sudáfrica. El quid es la cultura de cómo funcionan y cómo fracasan las ideas. Unos médicos critican a otros, unos académicos critican a otros, unos políticos critican a otros: todo eso es normal y saludable, así mejoran las ideas. Matthias Rath es un terapeuta alternativo hecho en Europa. Es idéntico hasta en el más mínimo detalle a los afincados en Gran Bretaña que ya hemos visto en este libro. Pertenece a su mismo mundo.

A pesar de los tonos extremos de este caso, no ha habido un solo terapeuta o nutricionista alternativo, de ningún lugar del mundo, que haya alzado su voz para criticar un solo aspecto de las actividades de Matthias Rath y sus colegas. De hecho, ha sido todo lo contrario: hasta la fecha, sigue siendo objeto de toda clase de agasajos. Yo mismo he presenciado asombrado cómo destacadas figuras del movimiento de las terapias alternativas en el Reino Unido aplaudían a Matthias Rath en una conferencia (la tengo en vídeo, por si hay alguna duda). Varias organizaciones de «salud natural» continúan defendiendo a Rath. En sus envíos postales promocionales, muchos homeópatas continúan dando publicidad a su trabajo. La Asociación Británica de Terapeutas Nutricionales ha sido invitada en varias ocasiones por diversos blogueros a exponer sus comentarios al respecto, pero ha declinado reiteradamente esa oferta. La mayoría, cuando se les pregunta, disimulan. «Huy —dicen—, la verdad es que no sé mucho sobre eso.» Ni una sola de esas personas da un paso adelante para disentir.

El movimiento de las terapias alternativas en su conjunto ha demostrado ser tan peligrosa y sistémicamente incapaz de hacer una valoración crítica de sí mismo que no puede intervenir ni siquiera en un caso como el de Rath: y en ese cargo incluyo a decenas de miles de profesionales, autores, administradores y demás miembros del ramo. Así es como las ideas se van estropeando seriamente. En la conclusión del presente libro, que escribí antes de que pudiera incluir este capítulo, sostengo que los mayores peligros planteados por el material que hemos analizado aquí son culturales e intelectuales.

Tal vez esté equivocado.

CAPÍTULO
11

¿Es malvada la medicina convencional?

Hasta aquí, la industria de las terapias alternativas. Las afirmaciones de sus profesionales y practicantes van dirigidas directamente a los consumidores potenciales, lo que les proporciona una mayor difusión cultural. Y aunque usan los mismos trucos que la industria farmacéutica —como hemos podido ver a lo largo de estas páginas— sus estrategias y sus errores son más claros y obvios, lo que los convierte en una buena herramienta docente. Ahora, sin embargo, y una vez más, debemos subir nuestra apuesta y apuntar más alto.

Para leer este capítulo, usted también tendrá que sobreponerse a su propio narcisismo. No vamos a hablar de lo apresurado que su médico de cabecera puede estar a veces ni de lo grosero que estuvo su especialista en la última consulta. No vamos a hablar de que nadie supiera averiguar qué le pasa en la rodilla, ni siquiera de aquella vez en que alguien erró el diagnóstico del cáncer de su padre y éste tuvo que sufrir innecesariamente durante meses antes de que le llegara una muerte dolorosa, indigna e inmerecida, como triste colofón a una vida de trabajo y llena de afecto.

En medicina suceden cosas increíbles, tanto cuando sale bien como cuando sale mal. Todo el mundo está de acuerdo en que debemos esforzarnos en minimizar los errores. Todo el mundo está de acuerdo en que, a veces, los médicos son muy malos. Si éste es un tema que les fascina, les animo entonces a que compren uno de los múltiples libros (hay anaqueles y anaqueles de ellos) sobre gobernanza hospitalaria. Los médicos pueden ser pésimos y sus errores, letales, pero la filosofía sobre la que se erige la medicina basada en la evidencia empírica no lo es. Con todo, ¿hasta qué punto funciona bien?

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