Mala ciencia (42 page)

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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

BOOK: Mala ciencia
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Pero los investigadores introdujeron una inteligente peculiaridad en aquel estudio. Tanto los partidarios como los detractores de la pena capital fueron subdivididos, a su vez, en dos grupos más pequeños. De ese modo, en total, la mitad tanto de los partidarios como de los detractores de la pena capital vieron su opinión reforzada por los datos que mostraban la diferencia entre el «antes» y el «después», y cuestionada por los datos sobre las diferencias entre Estados, mientras que para la otra mitad (de partidarios y de detractores), los datos que reforzaban sus tesis de partida fueron los de las diferencias interestatales y los que las cuestionaban fueron los de las diferencias temporales.

Preguntados acerca de las pruebas, los sujetos participantes destacaban sin titubear defectos en los métodos de la investigación que iba en contra de su visión preexistente, al tiempo que restaban importancia a las deficiencias de la investigación que apoyaba esa percepción previa. La mitad de los partidarios de la pena de muerte, por ejemplo, criticaron la idea misma de la comparación de datos interestatales, alegando razones metodológicas, porque ésos eran los datos que contradecían su opinión previa, pero se mostraron satisfechos con los datos sobre las diferencias temporales (entre el «antes» y el «después»); pero la otra mitad de los partidarios de la pena capital pusieron por los suelos los datos comparativos del «antes» y el «después», porque, en su caso, se les habían presentado datos sobre diferencias temporales que cuestionaban su modo de ver, y datos sobre diferencias interestatales que lo respaldaban.

Por decirlo en términos simples, la fe de los sujetos en los datos extraídos de estudios no se fundamentaba en una valoración objetiva de la metodología de investigación, sino en si los resultados validaban o no sus opiniones preexistentes. Este fenómeno alcanza su máxima expresión en los terapeutas alternativos (o los alarmistas profesionales) que defienden datos anecdóticos sin cuestionarlos, al tiempo que examinan meticulosamente (en busca del más mínimo resquicio que les permita descartarlos íntegramente) todos aquellos estudios a gran escala que sobre el mismo tema se realizan con gran esmero metodológico.

He aquí, pues, otro motivo de peso por el que resulta tan importante disponer de estrategias claras que nos permitan evaluar las pruebas existentes, con independencia de las conclusiones a las que nos puedan conducir, y ése es el principal punto fuerte de la ciencia. Cuando proceden a elaborar una revisión sistemática de la literatura científica sobre un determinado tema, a veces, los investigadores evalúan «a ciegas» (es decir, sin mirar el apartado de «resultados») la calidad del apartado que cada artículo revisado ha dedicado a la «metodología», a fin de que las conclusiones no puedan sesgar su evaluación del contenido empírico. De manera parecida, en la investigación médica se aplica una especie de jerarquía de pruebas empíricas: un ensayo bien realizado es más significativo que los datos de encuesta que se puedan obtener en la mayoría de los contextos, y así sucesivamente.

Así pues, podemos añadir a nuestra lista de nuevas ideas sobre los fallos de la intuición la siguiente:

5. Nuestra evaluación de la calidad de las pruebas nuevas está sesgada por nuestras creencias previas.

Disponibilidad

Nos pasamos la vida detectando pautas y seleccionando lo que nos resulta excepcional e interesante. Cada vez que entramos en nuestra propia casa, no malgastamos esfuerzos cognitivos advirtiendo y analizando los múltiples elementos presentes en el entorno (visualmente denso) de nuestra cocina, por ejemplo. De lo que sí nos damos cuenta es de que la ventana se ha roto y de que la tele ya no está.

Cuando la información se hace más «disponible» (como dicen los psicólogos), adquiere una prominencia desproporcionada. Son varias las formas en que esto puede suceder y podemos hacernos una idea de ellas a partir de varios experimentos psicológicos famosos que se realizaron sobre este fenómeno.

En uno de ellos, a los participantes se les leyó una relación de nombres masculinos y femeninos (a partes iguales) y, al final de la lectura, se les preguntó si había más hombres o más mujeres en la lista: cuando en ésta había hombres con nombres como Ronald Reagan, y mujeres con nombres perfectamente desconocidos, los participantes tendían a responder que los masculinos superaban en número a los femeninos, y viceversa.
[5]

Nuestra atención siempre se ve atraída hacia lo excepcional y lo interesante, y si alguien tiene algo que vender, es lógico que guíe la atención de las personas hacia aquellas características que más desea que noten. Cuando las máquinas tragaperras dan un premio, emiten un sonido muy escandaloso por cada moneda que escupen para que todos los presentes en el bar puedan oírlo, pero cuando el jugador pierde, no hacen nada por llamar la atención de la concurrencia. Igualmente, las entidades que organizan sorteos de lotería hacen todo lo posible para que sus ganadores aparezcan de forma destacada en los medios de comunicación, pero ni que decir tiene que ustedes, perdedores habituales en esos sorteos, jamás han visto su mala suerte exhibida a bombo y platillo ante las cámaras de televisión.

Las anecdóticas historias de éxito relacionadas con las terapias alternativas —y las mucho más trágicas anécdotas asociadas a la vacuna triple vírica— resultan desproporcionadamente engañosas, no sólo porque estén sacadas fuera de su apropiado contexto estadístico, sino por su elevada «disponibilidad»: son espectaculares, están ligadas a emociones intensas y se avienen bien con un acompañamiento de imágenes impactantes. Son concretas y fáciles de recordar, en vez de abstractas. Hagamos lo que hagamos con las estadísticas sobre niveles de riesgo o índices de recuperación, nuestros números siempre tendrán una disponibilidad psicológica inherentemente baja. Todo lo contrario que las curas milagro, las noticias alarmistas y los padres afligidos.

Debido a esa «accesibilidad» y a nuestra vulnerabilidad al dramatismo, las personas tenemos más miedo a los tiburones en la playa o a subirnos a una atracción de feria que a tomar un avión a Florida o a ir en coche hasta la costa. Este fenómeno ha quedado evidenciado incluso en las pautas que siguen los médicos para dejar de fumar. Sería de suponer, dado que son agentes racionales, que todos los médicos habrían entrado simultáneamente en razón al leer los estudios que mostraban la muy convincente relación entre los cigarrillos y el cáncer de pulmón. A fin de cuentas, son hombres de ciencia aplicada, capaces de traducir a diario las más frías estadísticas en información significativa y en vidas humanas salvadas.

Pero, en realidad, y desde un primer momento, los facultativos especializados en corazón, pulmón y cáncer —que son testigos de primera mano de pacientes que fallecen de cáncer de pulmón— han mostrado una probabilidad proporcionalmente más elevada de dejar el tabaco que sus colegas de otras especialidades. Estar a resguardo de la inmediatez emocional y el drama de las consecuencias importa.

Influencias sociales

La última de las paradas de nuestra gira relámpago por la irracionalidad está dedicada a nuestro defecto más evidente. Es casi demasiado obvio como para mencionarlo, pero lo cierto es que nuestros valores están reforzados tanto por la conformidad social como por nuestras compañías. Mantenemos una exposición selectiva a aquella información que confirma nuestras creencias. Y esto es así porque: por una parte, también nos exponemos a
situaciones
en las que dichas creencias quedan aparentemente confirmadas; por otra parte, nos formulamos preguntas que —por su propia naturaleza, debido a los motivos antes expuestos— facilitan respuestas confirmatorias; y, por otra parte más, porque nos exponemos selectivamente a
personas
que confirman nuestras creencias.

Resulta fácil olvidar el fenomenal impacto de la conformidad social. Ustedes seguramente se consideran personas con un criterio bastante independiente que tienen muy claro lo que piensan. Yo me atrevería a sugerir, de todos modos, que eso era también lo que creían los participantes en los experimentos de Asch sobre conformidad social.
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Los experimentadores colocaban a dichos sujetos cerca de uno de los extremos de una fila de actores que ellos creían que eran participantes como ellos en el experimento, pero que, en realidad, estaban confabulados con los organizadores de la prueba. Entonces se les mostraba a todos, en primer lugar, una cartulina en la que figuraba una línea recta y, a continuación, otra cartulina con tres líneas de diferentes longitudes: 15 centímetros, 20 centímetros y 25 centímetros.

Todas las personas de la fila tenían que decir en voz alta cuál de las líneas de la segunda cartulina tenía la misma longitud que la mostrada en primer lugar. Los cómplices de los experimentadores dieron la respuesta correcta en seis de los 18 pares de cartulinas mostrados, pero contestaron de forma deliberadamente equivocada con los doce restantes. Pues bien, tres cuartas partes de los sujetos participantes en el experimento secundaron las respuestas incorrectas del grupo de cómplices en uno o más casos, contradiciendo así las pruebas claras que les indicaban sus propios sentidos.

Éste es un ejemplo extremo de conformidad social, pero el fenómeno está muy presente a nuestro alrededor. El «refuerzo comunal» es el proceso por el que una afirmación se convierte en una creencia fuerte a partir de su reiterada aseveración por parte de los miembros de una comunidad dada. Esa conversión es independiente del hecho de que la afirmación en cuestión haya sido adecuadamente estudiada o no, o de si está sustentada en datos empíricos suficientemente significativos como para ser creída por personas razonables.

El refuerzo comunal explica en buena medida cómo se transmiten las creencias religiosas de generación en generación dentro de una comunidad. También explica cómo es posible que, en general, en el seno de las sociedades, las recomendaciones de los terapeutas, los psicólogos, los famosos, los teólogos, los políticos, los presentadores de televisión, etc., puedan suplantar a las pruebas científicas y resultar más potentes que éstas.

Cuando las personas no adquieren herramientas de juicio y se limitan a seguir sus propias esperanzas, las semillas de la manipulación política están sembradas.

S
TEPHEN
J
AY
G
OULD

Hay otras muchas áreas de sesgo bien estudiadas. Tenemos, por ejemplo, una opinión desproporcionadamente elevada de nosotros mismos, lo que no está mal. Una gran mayoría de la población cree ser más imparcial, menos prejuiciosa, más inteligente y más hábil conduciendo que la media, cuando, como es evidente, sólo la mitad de nosotros podemos ser mejores que la media.
[*]
La mayoría de nosotros estamos afectados por lo que se conoce como «sesgo atributivo»: creemos que nuestros éxitos se deben a nuestras facultades internas y que nuestros fracasos son atribuibles a factores externos; sin embargo, cuando pensamos en los demás, estamos convencidos de que sus éxitos son cuestión de suerte y sus fracasos obedecen a sus propios defectos. Es imposible que todos tengamos razón en esto.

Por último, usamos el contexto y las expectativas para sesgar nuestra apreciación de una situación, porque, en el fondo, sólo podemos pensar de ese modo. Las investigaciones en materia de inteligencia artificial no han obtenido resultados hasta el momento debido, principalmente, al denominado «problema del contexto»: es posible indicarle a un ordenador cómo procesar la información y, a partir de ahí, suministrarle toda la información del mundo, pero en cuanto le demos un problema del mundo real (una frase que tenga que comprender y a la que deba responder, por ejemplo), veremos que el ordenador rinde mucho peor de lo esperado, porque no sabe qué información es la relevante para ese problema. Eso —filtrar y desechar la información irrelevante— es algo que a los seres humanos sí se nos da muy bien, aunque sea a costa de atribuir un sesgo desproporcionado a ciertos datos contextuales.

Nosotros tendemos a asumir, por ejemplo, que las características positivas se agrupan: las personas que son atractivas deben de ser también buenas; las personas que parecen amables tal vez son inteligentes e informadas al mismo tiempo. Incluso esta percepción ha sido demostrada experimentalmente: a igualdad de contenido, los trabajos con una caligrafía más cuidada tienden a obtener mejores notas que los de caligrafía más fea; y la conducta de los equipos deportivos que visten de negro suele ser valorada como más agresiva y antideportiva que la de los que visten de blanco.
[7]

Y por mucho que nos esforcemos, a veces, las cosas son sumamente contraintuitivas sin más, sobre todo en ciencia. Por ejemplo, imaginémonos a 23 personas en una sala. ¿Qué probabilidades hay de que dos de ellas celebren su cumpleaños el mismo día? Una entre dos.
[*]

A la hora de pensar en el mundo que nos rodea, disponemos de una serie de herramientas. Las intuiciones son valiosas para toda clase de cosas, especialmente en el terreno de lo social: para decidir si nuestra novia nos engaña, quizás, o si un socio comercial es de fiar. Pero para las cuestiones matemáticas o para evaluar relaciones causales, las intuiciones suelen ser completamente erradas, porque dependen de atajos que han ido surgiendo a modo de vías cómodas y rápidas de resolver problemas cognitivos complejos, aunque sea a costa de inexactitudes, fallos y excesos de sensibilidad.

No es seguro dejar que nuestras intuiciones y nuestros prejuicios campen sin control y sin examen. Nos interesa cuestionar esos defectos del razonamiento intuitivo siempre que podamos, y los métodos de la ciencia y la estadística se desarrollaron precisamente para hacer frente a esos defectos.
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La aplicación sensata y reflexionada de tales técnicas es nuestra mejor arma contra esos escollos, y nuestro verdadero reto consiste, seguramente, en averiguar qué herramientas usar en cada momento y lugar. Porque tratar de ser «científico» a la hora de analizar la relación con nuestra pareja es tan estúpido como seguir nuestras intuiciones a la hora de juzgar las relaciones de causa y efecto.

Pues, bien, ahora veamos cómo tratan las estadísticas los periodistas.

CAPÍTULO
14

Mala estadística

Ahora que ya saben apreciar el valor de la estadística —o, lo que es lo mismo, los beneficios y los riesgos de la intuición— podemos analizar el mal uso y la tergiversación reiterados que se hacen de esas cifras y cálculos. Nuestros primeros ejemplos provendrán del mundo del periodismo, pero lo verdaderamente terrorífico es que los periodistas no son los únicos que cometen errores básicos de razonamiento.

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