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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

Mala ciencia (54 page)

BOOK: Mala ciencia
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Regresan viejas enfermedades

No es de extrañar que el índice de vacunaciones de la triple vírica haya caído desde el 92 % de 1996 hasta un 73 % en la actualidad. En algunas zonas de Londres, ha descendido hasta situarse en torno al 60 %, y las cifras correspondientes a 2004-2005 mostraban que, en Westminster, sólo el 38 % de los niños y las niñas de 5 años de edad habían recibido las dos dosis unificadas correspondientes.
[*]
[15]

Difícilmente podemos imaginar otro factor impulsor de semejante tendencia que no sea la exitosa campaña antivacunación SPR tan brillantemente coordinada desde los medios, que opuso la emotividad y la histeria a la evidencia científica. Y es que la gente sí hace caso a los periodistas. Esto es algo que se ha demostrado repetidas veces y no sólo con el tipo de noticias mencionadas en este libro.

Un estudio publicado en 2005, en el
The Medical Journal of Australia
, analizó el ritmo de peticiones de cita para realizar mamografías y descubrió que, durante el momento álgido de la cobertura mediática del cáncer de mama de Kylie Minogue, las peticiones se incrementaron en un 40 %. El aumento de mujeres que no se habían sometido previamente a ese tipo de revisión, y cuyas edades estaban comprendidas entre los 40 y los 69 años, fue del 101 %. Este incremento no tenía precedentes. Y no estoy seleccionando datos a mi gusto: según una revisión sistemática de la Cochrane Collaboration sobre cinco estudios que analizaron el uso de intervenciones médicas específicas antes y después de la aparición en los medios de noticias relacionadas con ese tipo de intervenciones, la publicidad favorable está relacionada con un mayor uso de las mismas, mientras que la cobertura desfavorable se relaciona con un uso menor.
[16]

No sólo la población en general se deja influir por los medios. Éstos también inciden en los profesionales médicos y en los académicos. Un artículo bastante malicioso publicado en el
The New England Journal of Medicine
en 1991 mostraba que, si un estudio recibía cobertura informativa en el
The New York Times
, la probabilidad de que fuera citado en otros artículos académicos era significativamente mayor.
[17]
Si han llegado hasta aquí, es probable que ustedes estén ya «destripando» ese artículo. ¿Acaso no era el hecho de que recibiera cobertura informativa en el
The New York Times
un indicador bastante aproximado de la importancia de la investigación en cuestión? La casualidad proporcionó a los investigadores un grupo de control con el que comparar sus resultados: durante tres meses, amplias secciones del periódico se declararon en huelga, y aunque los periodistas siguieron produciendo una «edición testimonial», aquellos números no llegaron nunca a imprimirse en las rotativas para salir a la venta. Así pues, los redactores del diario siguieron escribiendo noticias sobre investigaciones académicas empleando los mismos criterios de siempre para juzgar la importancia de las mismas. Sin embargo, las investigaciones sobre las que escribieron en aquellos artículos periodísticos no publicados no experimentaron incrementos apreciables en las citas que merecieron en otros artículos académicos.

La gente lee periódicos. A pesar de todo lo que creemos saber, el contenido de éstos va calando en nosotros; creemos en su veracidad y actuamos conforme a él, lo que vuelve más trágico si cabe el hecho de que tal contenido sea tan reiteradamente defectuoso. ¿Estoy generalizando injustamente a partir de los ejemplos extremos recogidos en este libro? Seguramente, no. En 2008, Gary Schwitzer, un ex periodista que trabaja actualmente en la elaboración de estudios cuantitativos sobre los medios de comunicación, publicó un análisis de quinientos artículos sobre salud (extraídos de los principales periódicos estadounidenses) en los que se abordaban diversos tratamientos. Sólo el 35 % de las noticias fueron calificadas de «satisfactorias» atendiendo a que el redactor hubiera «abordado la metodología del estudio y la calidad de las pruebas presentadas» (y es que, como ya hemos visto reiteradamente en el presente libro, en los medios, la ciencia consiste en un cúmulo de enunciados de verdad absoluta pronunciados por figuras de autoridad arbitrarias ataviadas con bata blanca, y no en una clara descripción de los estudios y de las razones por las que se ex traen luego conclusiones a partir de ellos). Sólo un 28 % de los periodistas cubrieron adecuadamente la cuestión de los beneficios, y únicamente un 33 % informaron de forma adecuada de los perjuicios. En los artículos se olvidaba habitualmente proporcionar información cuantitativa útil en términos absolutos, y se optaba más bien por cifras llamativas (aunque inútiles), hablando, por ejemplo, de «un 50 % más elevado».

De hecho, se han realizado revisiones cuantitativas sistemáticas de la precisión de la información sobre salud en Canadá, Australia y Estados Unidos (yo estoy intentando promover una aquí, en el Reino Unido), y los resultados han sido invariablemente mediocres.
[18]
A mi juicio, el estado de la cobertura informativa sobre temas de salud en el Reino Unido podría muy bien considerarse como un serio problema de salud pública.

Entre tanto, la incidencia de dos de las tres enfermedades inmunizadas por la vacuna triple vírica está aumentando extraordinariamente en estos momentos.
[19]
Tenemos el número más elevado de casos de sarampión en Inglaterra y Gales desde que se pusieron en marcha los métodos de seguimiento actuales, en 1995, y los positivos se dan principalmente en niños que no habían sido adecuadamente vacunados en su momento. En 2007, se declararon 971 casos confirmados (relacionados, sobre todo, con brotes prolongados en comunidades nómadas y religiosas, en las que la aceptación de la vacuna ha sido históricamente baja), y en 2006 ya se habían registrado 740 (así como la primera muerte desde 1992). Un 73 % de los casos fueron en el sudeste del Reino Unido, y, de éstos, la mayoría se dieron en Londres.

Las paperas volvieron a hacer acto de aparición en 1999, tras muchos años con menos de cien casos registrados anualmente. En 2005, se podía decir ya que el Reino Unido padecía una epidemia de parotiditis, con unos 5.000 casos declarados sólo en enero.

Muchas de las personas que colaboran en campañas antivacunación quieren creer que las vacunas no hacen mucho bien y que las enfermedades contra las que protegen a los individuos vacunados jamás fueron particularmente graves. No es mi intención obligar a nadie a que vacune a su hijo, pero tampoco creo que una información engañosa sirva de ayuda alguna. A diferencia de la supuesta y sumamente improbable relación entre el autismo y la vacuna SPR, los riesgos del sarampión, aunque pequeños, son reales y cuantificables. El Informe Peckham sobre la política de inmunizaciones, publicado poco después de la introducción de la vacuna triple vírica en el Reino Unido, examinó la experiencia por entonces más reciente con el sarampión en los países occidentales y calculó que, por cada mil casos notificados, se producían unas 0,2 muertes, unos diez ingresos hospitalarios, unas diez complicaciones neurológicas y otras cuarenta de carácter respiratorio. Estas estimaciones se han visto confirmadas en recientes epidemias menores registradas en los Países Bajos (año 1999: 2.300 casos en una comunidad ideológicamente opuesta a la vacunación, tres muertes), Irlanda (año 2000: 1.200 casos, tres muertes) e Italia (año 2002: tres muertes). Conviene señalar que bastantes de esas muertes fueron de niños previamente sanos, en países desarrollados dotados de buenos sistemas sanitarios.

Aunque las paperas no son casi nunca mortales, constituyen una desagradable enfermedad con complicaciones potenciales harto onerosas (como meningitis, pancreatitis o esterilidad). El síndrome de rubéola congénita, cada vez más infrecuente desde la introducción de la vacuna triple vírica, causa discapacidades profundas, como la sordera, el autismo, la ceguera y el retraso mental, a consecuencia de los daños que provoca en el feto durante las primeras fases del embarazo.
[20]

Otra cosa que oirán a menudo es que las vacunas no tienen apenas efecto, porque todos los avances que se han producido en materia de salud y de esperanza de vida se han debido a mejoras introducidas en la salud pública por otros y muy diversos motivos. Siendo como soy, alguien particularmente interesado por la epidemiología y la salud pública, ésa es una idea que me resulta incluso halagadora, y no hay ninguna duda de que las muertes por sarampión empezaron ya a reducirse a lo largo del siglo pasado por toda clase de razones, muchas de ellas sociales y políticas, además de médicas: una mejor nutrición, un mejor acceso a una buena atención médica, los antibióticos, unas condiciones de vida con menor hacinamiento, una mejor higiene pública, etc.

La esperanza de vida en general se ha disparado a lo largo del último siglo y es fácil olvidar lo fenomenal que ha sido tal cambio. En 1901, los varones que nacían en el Reino Unido podían esperar vivir de media hasta los 45 años, y las mujeres, hasta los 49. En 2004, la esperanza de vida al nacer había aumentado hasta los 77 años para los hombres y 81 para las mujeres (aunque, evidentemente, buena parte del cambio se explica por las enormes reducciones experimentadas en la mortalidad infantil).

Por lo tanto, estamos viviendo más tiempo y está claro que las vacunas no son el único motivo de ello. Ningún cambio por sí solo es
el único
motivo. La incidencia de casos de sarampión descendió espectacularmente a lo largo del siglo precedente, pero tendríamos que hacer un gran esfuerzo para convencernos a nosotros mismos de que las vacunas no tuvieron impacto alguno en ese descenso. El siguiente, por ejemplo, es un gráfico que muestra la incidencia de los casos declarados de sarampión de 1950 a 2000 en Estados Unidos.

Quienes piensen que administrar vacunas por separado para cada uno de los componentes de la SPR es una buena idea habrán reparado en el hecho de que estas inoculaciones existen desde la década de 1970, pero que la introducción de un programa concertado de vacunaciones (y, en concreto, el programa concertado para administrar las tres vacunas en una sola, en forma de SPR o «triple vírica») está relacionada de manera bastante clara en el tiempo con una caída adicional (y, de hecho, harto definitiva) en la tasa de casos observados de sarampión.

Lo mismo ocurre con las paperas:

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