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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (3 page)

BOOK: Malditos
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El tiempo no cambiaría la situación. Y las lágrimas, tampoco. Solo le quedaba una opción, y sabía, por propia experiencia, que lo hacía ya o le esperaban horas de sufrimiento. Helena era un vástago y, como tal, un objetivo para las parcas. Jamás tendría otra opción. Con tan solo pensarlo, la rabia regresó.

Con un movimiento firme y seguro, inclinó la cabeza hacia delante.

Lucas no podía apartar la mirada de Helena. Incluso desde el otro extremo de la cocina distinguía a la perfección la piel translúcida que le cubría las mejillas. Su tez era tan pálida y cadavérica que empezaba a cobrar el tono azulado de las venas que corrían bajo la epidermis. El joven habría jurado que, al verla salir del despacho junto con Casandra, tenía los brazos cubiertos de moratones violáceos.

La mirada de Helena ahora mismo era espectral, como si se sintiera atormentada. Parecía mucho más asustada que hacía unas semanas, cuando todos creyeron que Tántalo y los Cien Primos querían darle caza.

Hacía poco Casandra había pronosticado que estaban centrando casi toda su energía en encontrar a Héctor y Dafne, de modo que Helena no tenía nada que temer. Así pues, si ellos no la estaban atemorizando, sin duda esa mirada tenía algo que ver con el Submundo. Lucas se preguntaba si alguien la estaría persiguiendo, o incluso torturando, allí abajo.

La idea le desgarró por dentro, como si un animal salvaje le trepara por el pecho y le arañara cada uno de sus huesos. Tuvo que apretar los dientes para evitar soltar un gruñido aterrador. Últimamente siempre estaba enfadado y su ira empezaba a preocuparle. Sin embargo, el estado de Helena le angustiaba mucho más.

La jovencita se sobresaltaba al oír cualquier ruido y se ponía tensa cada dos por tres con los ojos como platos. Cuando Lucas la veía así entraba en un estado de pánico incontrolable. Sentía la necesidad física de proteger a Helena. Era como una especie de gatillo corporal que se accionaba y le empujaba a interponerse entre Helena y su dolor. Pero no podía ayudarla.

No podía descender al Submundo sin morir en el intento.

Sin embargo, Lucas no se daba por vencido y seguía intentando resolver el problema. No había muchas personas que pudieran bajar físicamente al Submundo, como Helena, y sobrevivir. De hecho, en toda la historia de la mitología griega solo aparecen un puñado de personajes capaces de realizar tal hazaña. Pero no se rendiría tan pronto. A Lucas siempre se le había dado bien solucionar problemas, sobre todo resolver misterios «sin solución». Por esa razón, ver a Helena de tal modo le dolía de una forma odiosa y persistente.

No era capaz de solucionar este enigma y ayudarla. Estaba sola allí abajo y él no podía hacer nada para remediarlo.

—Hijo, ¿por qué no te sientas a mi lado? —propuso Cástor, distrayéndole así de sus pensamientos. Su padre le ofreció la silla de su derecha mientras todos los demás se acomodaban alrededor de la mesa para cenar.

—Es el sitio de Casandra —protestó Lucas sacudiendo la cabeza. En realidad, lo que pensó era que aquel solía ser el sitio de Héctor; y jamás soportaría sentarse en una silla que, para empezar, no debería estar vacía.

En cambio, tomó el asiento a la izquierda de su padre, justo al extremo del banco comunitario.

—Sí, papá —bromeó Casandra al sentarse en la silla que, de forma automática, había heredado cuando Héctor se convirtió en un paria por asesinar al hijo único de Tántalo, Creonte—. ¿Tratas de relegarme o algo así?

—¿Acaso no lo sabrías si esa fuera mi intención? Vamos a ver, ¿qué clase de oráculo eres? —se burló Cástor haciéndole cosquillas en la tripa hasta desencadenar unas risotadas hilarantes.

Lucas advirtió que su padre estaba aprovechando esa extraña oportunidad para juguetear con Casandra, porque en breve esas oportunidades dejarían de existir. Como oráculo, la hermana pequeña de Lucas estaba alejándose de su familia, así como también de la humanidad. Pronto se apartaría de cualquier ser humano para convertirse en el frío instrumento de las parcas, sin importar cuánto la adoraba su familia.

Cástor no solía perder ninguna ocasión que le permitiera jugar con su hija, pero Lucas sabía que, esta vez, su padre no estaba del todo centrado en las bromas y las risas. Tenía la mente en otro sitio. Por alguna razón que Lucas no pudo adivinar de inmediato, Cástor no quería que Lucas se acomodara en su sitio habitual.

Lo entendió un segundo más tarde, cuando Helena se sentó junto a él, en la silla que, con el tiempo y la rutina, se había convertido en su sitio de la mesa. Cuando la joven se deslizó por el banco de madera hasta acomodarse al lado de Lucas, Cástor arrugó la frente.

El chico decidió hacer caso omiso a la desaprobación que mostraba su padre y disfrutó de la sensación de tener a Helena al lado. Aunque era evidente que Helena estaba herida y apenada por lo que sucedía en el Submundo, su sola presencia le llenó de fuerza. Su figura, la suavidad de su piel al rozarle cuando le ofrecía un plato de la cena, el tono alegre y claro de su voz cuando participaba en la conversación… Todo sobre aquella chica amansaba la fiera salvaje que habitaba dentro de él.

Deseaba con todas sus fuerzas poder hacer lo mismo por ella. Durante la cena, no pudo parar de pensar en qué le estaría ocurriendo a Helena en el Submundo, pero sabía que tendría que esperar a estar a solas para poder preguntárselo. Helena sería capaz de engañar a la familia Delos, pero jamás le mentiría a él.

—Eh —llamó más tarde.

El saludo detuvo a Helena en el pasillo a oscuras, justo entre el lavabo y el despacho de Cástor. Por un momento, la joven quedó paralizada pero, al volverse hacia Lucas, se relajó.

—Eh —suspiró acercándose a él.

—¿Una mala noche?

La joven asintió con la cabeza, aproximándose hasta tal punto a Lucas que este podía oler el jabón con aroma a almendra que acababa de utilizar para lavarse las manos. Lucas estaba convencido de que Helena no era consciente de cómo se acercaban, pero él lo sabía perfectamente.

—Cuéntamelo.

—Es muy duro —respondió encogiendo los hombros, como si tratara de esquivar sus preguntas.

—Descríbelo.

—Pues había un pedrusco… —empezó; enseguida dejó de hablar y comenzó a frotarse las muñecas mientras meneaba la cabeza con una expresión contraída—. No puedo. No quiero darle más vueltas de lo necesario. Lo siento, Lucas. No pretendo que te enfades —añadió tras el resoplido de frustración del joven.

Él se quedó mirando a Helena un momento, sin entender por qué ella creía que podía hacerle sentir así. ¡Estaba tan equivocada! Procuró mantener la calma cuando le hizo la siguiente pregunta pero, aun así, le costó una barbaridad.

—¿Alguien te está haciendo daño ahí abajo?

—Allí no hay nadie, excepto yo —respondió.

Por cómo lo dijo, Lucas intuyó que la soledad que sentía en el Submundo sobrepasaba, en cierto modo, la tortura.

—Pero tienes heridas —afirmó.

El chico acortó la poca distancia que los separaba y acarició la muñeca de Helena con la yema de los dedos, dibujando la forma de los moretones que él mismo había distinguido horas antes.

Helena mantenía el rostro impasible.

—En el Submundo no puedo utilizar mis poderes. Pero cuando me despierto, me curo.

—Explícamelo —insistió—. Sabes que puedes contarme absolutamente todo.

—Lo sé, pero, si lo hago pagaré por ello —rezongó con una chispa de ironía.

Ya que estaba de buen humor, Lucas no aflojó el interrogatorio. Además, ansiaba volver a verla sonreír, aunque solo fuera una vez más.

—¿Qué? ¡Cuéntamelo! —exclamó con una sonrisa—. No puede ser tan doloroso hablar conmigo sobre eso, ¿no crees?

Helena borró su sonrisa de repente y alzó la mirada. Entreabrió los labios y Lucas no pudo evitar fijarse en el borde brillante que asomaba de su labio inferior. Recordó el tacto de los labios de Helena, sus besos, y todo su cuerpo se puso en tensión. Intentó contenerse, pero solo lo consiguió durante unos segundos, antes de inclinar la cabeza para sentir esos besos una vez más.

—Es atroz —susurró Helena.

—¡Helena! ¿Cuánto tardas en ir al lavabo…?

Los gritos de Casandra cesaron de repente, al ver que Lucas se escabullía por el pasillo mientras ella, ruborizada, corría como una flecha hacia la biblioteca.

Helena se dirigió a toda prisa hacia la habitación con las paredes forradas con papel estampado de petunias que empezaba a descolgarse a tiras sobre las tablas del suelo podridas junto al sofá infectado de moho. Al pasar corriendo delante del sofá le dio la sensación de que la miraba con detenimiento. Ya había pasado por ahí más de doce veces, o incluso más.

En lugar de entrar por la puerta de la derecha o la de la izquierda, que no conducían a ningún lugar, decidió que, ya que no tenía nada que perder, se metería en el armario.

Un abrigo de lana ocupaba la esquina del armario. El cuello estaba repleto de caspa y desprendía un olor rancio que le recordó a un anciano enfermo.

El abrigo se amontonó sobre ella, como si intentara ahuyentarla de su preciada guarida. Helena ignoró el abrigo cascarrabias y buscó hasta encontrar otra puerta oculta en uno de los paneles laterales del armario.

La abertura era del tamaño de un niño, de modo que ella tuvo que ponerse de rodillas para pasar. Inesperadamente, el abrigo de lana se arrastró por las perchas, como si tratara de agarrarla por la camiseta, pero Helena fue más rápida y se coló por la puerta del tamaño de las muñecas.

La siguiente habitación era un tocador cubierto de polvo, aderezado con siglos y siglos de perfumes fuertes y desagradables y repleto de manchas amarillentas. Helena estaba decepcionada, una vez más. Pero al menos había una ventana. Corrió hacia allí con la esperanza de poder saltar y librarse de esta terrible trampa. Deslizó esperanzada unas cortinas de tafetán de color melocotón muy chillón con una ilusión que cada vez era mayor.

La ventana estaba tapiada. Golpeó los ladrillos con los puños, al principio atestando golpes suaves, pero, a medida que su furia crecía, atizando con más fuerza, hasta que le sangraron los nudillos. Todo en aquel laberinto de habitaciones estaba podrido o desmenuzándose, todo excepto las salidas, que eran tan sólidas como el Fort Knox.

Helena llevaba allí atrapada días, o al menos esa era su impresión. Estaba tan desesperada que incluso había cerrado los ojos para intentar dormir, con la esperanza de despertarse en su cama. Pero no había funcionado.

Helena todavía no había averiguado cómo controlar sus entradas y salidas del Submundo sin tener que suicidarse. Estaba aterrorizada porque sentía que esta vez existía el peligro de morir de verdad. Además, no quería dedicar ni un minuto en pensar qué tendría que hacerse a sí misma para salir de allí.

Unos diminutos puntos blancos le nublaban la visión y, hasta aquel momento, había estado a punto de desmayarse por la sed y cansancio en varias ocasiones. No había tomado una gota de agua en muchísimo tiempo e incluso la mugre pegajosa que bajaba por los grifos de aquella casa del terror empezaba a parecerle apetitosa.

Lo más extraño de todo era que estaba aterrorizada, mucho más que en cualquier otra parte del Submundo, a pesar de no encontrarse en un peligro inminente. No estaba colgada de un alféizar de una ventana, ni atrapada en el interior del tronco de un árbol, ni tampoco encadenada a un pedrusco que la arrastraba por una colina hacia un precipicio.

Solo estaba en una casa, una casa interminable y sin salidas.

Las visitas a los lugares del Submundo donde no se hallaba en un peligro inmediato duraban muchísimo tiempo y siempre acaban siendo las más complicadas. La sed, el hambre y la soledad aplastante que sufría allí eran los castigos más arduos y agotadores que se podían imaginar. El infierno no necesitaba piscinas de fuego para ser tormentoso. El tiempo y la soledad bastaban.

Helena se sentó bajo la ventana tapiada, dándole vueltas a la idea de tener que pasar el resto de su vida en una casta donde no era bienvenida.

Durante el entrenamiento de fútbol empezó a diluviar y, de repente, todo fue de mal en peor. Todos los chicos comenzaron a tropezar entre ellos, resbalándose en el barro del campo, arrancando el césped de raíz. Con este espectáculo, el entrenador Brant se dio por vencido y envió a todos a casa.

Mientras sus compañeros preparaban la bolsa para irse, Lucas observó de reojo al entrenador. No parecía tener muchas ganas de entrenar. Su hijo, Zach, había abandonado el equipo justo el día antes y, por lo que todos afirmaban, el entrenador no se lo había tomado para nada bien. Se moría por saber hasta dónde habría llegado la discusión. Zach no había aparecido por el instituto en todo el día.

Lucas sentía cierta simpatía por el hijo del entrenador porque conocía a la perfección la sensación de decepcionar a un padre.

—¡Lucas! ¡Vámonos! Me estoy congelando vivo —voceó Jasón, quien ya había empezado a quitarse la camiseta y corría camino al vestuario.

Tuvo que correr para alcanzarle.

Los dos se dieron mucha prisa en llegar a casa. Tenían un hambre terrible y estaban empapados, de forma que, al llegar, se dirigieron directamente a la cocina, donde se toparon con Helena y Claire charlando con la madre de Lucas. Las chicas, con sus uniformes de atletismo empapados, merodeaban expectantes alrededor de Noel y no pudieron ocultar su alegría cuando por fin pudieron secarse con unas toallas. Al principio, lo único que Lucas lograba ver era la silueta de Helena. Tenía el cabello enredado y las piernas le brillaban por las gotas de lluvia.

Entonces percibió un susurro en el oído y un destello de odio le corrió todo el cuerpo. Su madre estaba al teléfono y la voz que escuchaba al otro lado de la línea era la de su primo Héctor.

—No, Lucas. No lo hagas —dijo Helena con voz trémula—. Noel, ¡cuelga!

Lucas y Jasón se abalanzaron hacia la voz del paria, incitados y alentados por las furias. Helena no dudó en ponerse delante de Noel. Lo único que hizo fue extender las manos ante su cuerpo, como si quisiera pedirles que frenaran, y los dos primos se chocaron contra sus manos como si de un muro sólido se tratara. Rebotaron y se desplomaron sobre el suelo, jadeando y sin respiración. Helena no se había movido ni un milímetro.

—Lo lamento mucho —dijo Helena antes de agacharse a comprobar su estado con una mirada de preocupación—, pero no podía dejar que abordarais a Noel.

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