Reímos a coro durante un par de minutos, y siguiendo un impulso inconsciente, me rasqué el escote con las uñas de la mano derecha aunque no recordaba haber visto ningún grano por allí.
Recuperé mi vaso con dos nuevos dedos de whisky, y después del primer sorbo, decidí soltar sin previo aviso el discurso que tenía preparado, como si presintiera que nunca hallaría un momento más propicio para desprenderme de aquel lastre.
—Reina se enamora cada dos o tres años de alguien que le conviene, ¿sabes?, y siempre es la primera vez que le pasa de verdad. Yo solamente me he enamorado una vez, de un medio primo mío, un nieto de mi abuelo y de su amante de toda la vida, que no me convenía para nada. Se llamaba Fernando. Tenía dieciocho años, y yo quince. No me ha vuelto a pasar, ni de verdad ni de mentira.
Había empezado con la cabeza baja, la vista hundida en el tejido de mi falda, pero levanté poco a poco la barbilla, casi sin darme cuenta, y me asombré al advertir la fluidez con la que brotaban las palabras de mis labios, porque no me costaba ningún esfuerzo hablar mientras le miraba y él me miraba a mí, recostado en el asiento, las manos unidas sobre el regazo, como si desde que el mundo existía, ninguno de nosotros hubiera hecho otra cosa que estar así, hablando y escuchando.
—En esa época, yo tenía un diario. Me lo había regalado una tía mía, una persona muy importante para mí, y escribía en él todos los días, pero de repente, un verano, lo perdí sin saber cómo. El otro día lo encontré por casualidad dentro de un cajón, en el escritorio de mi hermana. Ella me lo había quitado, lo había leído, lo había anotado, y había continuado escribiendo en él, como si fuera suyo. Gracias a eso me he enterado por fin de por qué me dejó Fernando. En la familia de mi madre, todo el mundo vivía obsesionado por la herencia de mi abuelo, ¿sabes?, porque era muy rico, y yo sólo me enteraba de lo que pasaba en mi bando, pero en el otro, el de los bastardos, las cosas debían de ir aún peor. Reina también estaba enamorada de mi primo, pero yo no lo supe nunca, hasta que me lo dijo ella, el otro día. Intentó enrollarse con él y, por una vez, no le salió bien. Entonces, con la ayuda de algunos de mis primos legítimos, le convenció de que mi abuela, que estaba muerta desde hacía años, había impuesto una cláusula muy especial en el testamento de mi abuelo, que en cambio acababa de morirse, con la intención de que nunca jamás las dos ramas que descendían de él se pudieran unir en ningún punto. Era todo mentira, por supuesto, pero debieron de enseñarle hasta papeles, y no sé con qué más le amenazarían, pero él, que era alemán y en el fondo pensaba que aquí la Inquisición debía de seguir mandando lo suyo, creyó sinceramente que mi hermana le estaba haciendo un favor, porque si seguía conmigo, su padre perdería todos sus derechos y no pillaría ni una sola peseta de la herencia. Mi tío había emigrado a Alemania porque su orgullo no le permitía afrontar la situación, y Fernando, que no era muy distinto, decidió cortar conmigo por lo sano, pero no me contó lo que pasaba, no me dijo nada, ni siquiera creo que hablara de esta historia con nadie. Reina le había insistido mucho en que la verdad me haría demasiado daño, porque yo estaba muy enamorada de él y nunca podría superarlo, así que le sugirió otra fórmula, mucho más indolora según ella, porque me impulsaría instantáneamente a despreciarle y olvidarle pronto. Al final, me dijo que había mujeres para follar y mujeres para enamorarse, y que de mí ya había sacado bastante. Desde entonces me he despreciado a mí misma todos los días de todos los meses de todos los años de mi vida, hasta que me enteré de la verdad, el sábado pasado, y entonces, eso es cierto, durante un par de horas, me volví loca.
Esperaba que valorara inmediatamente lo que le había contado, pero él siguió mirándome en silencio durante un largo rato.
—Y no la mataste —dijo al final, solamente.
—No —admití—, pero confieso que llegué a pensarlo.
Se levantó del sillón y me pareció más grande que nunca, inmenso y confortable, mucho más fuerte que yo. Cogió mi vaso, que estaba vacío, y me dio la espalda mientras lo rellenaba.
—Yo la habría matado.
En ese momento, mis ojos estrellándose contra su nuca, contra sus hombros, contra la enorme mancha de su camisa negra, me di cuenta de que seguía rascándome, acariciándome con las uñas el escote, los brazos, las rodillas, seguramente no había dejado de hacerlo ni un momento mientras hablaba, y un temblor caliente, prólogo de mi asombro, sacudió el suelo que creía firme bajo mis pies cuando descubrí por qué volvía a picarme una piel seca, muerta, fósil, mientras forzaba mi memoria hasta el tope para intentar rescatar la experiencia de aquel remoto fenómeno, y apenas me atrevía a interpretar lo que veía pero cada uno de mis poros explotaba ya, reventando en diminutas chispas de colores, miles de millones de luces amarillas, rojas, verdes, azules, como un reclamo intermitente, un grito líquido, un arma irresistible, pulida y brillante.
—Es fácil… —me dijo, volviéndose muy despacio para acatar dócilmente la voluntad de mi piel—, rallas un vaso de cristal y vas disolviendo poco a poco los fragmentos en la sopa de todas las noches, hasta que un día, zas, tu víctima va y se muere de una bonita embolia. No se descubre en la autopsia, certifican muerte natural y… ¿de qué te ríes?
Tenía delante a un tío que había elegido libremente pasarse las mañanas encerrado en una cárcel, que jugaba al mus todas las tardes con un asesino múltiple de pareja, y que por las noches, de vez en cuando, traía violadores a dormir en el salón. Ninguna mujer tan rica como yo, con una vida tranquila, una casa en propiedad, un amante joven, y un hijo sano y divertido, podría pensar siquiera en un hombre tan poco conveniente.
—De nada —contesté—. ¿Puedo preguntarte una cosa?
—Claro.
—¿Tú comes vísceras?
Se echó a reír y encogió los hombros antes de contestarme.
—¿Por qué quieres saber eso?
—Es un secreto. ¿Comes o no comes?
—¿Callos, riñones, sesos y cosas así? — preguntó, yo asentí con la cabeza—. Sí, claro que como. Me gustan mucho, sobre todo el hígado encebollado, los riñones de ternera y las mollejas.
—Lo sabía —murmuré.
—¿Qué?
—No, nada.
—¿Otra vez nada?
—Sí… ¿Puedo pedirte un favor? — me levanté, cogí el vaso de la mesa, y le miré. El asintió con la cabeza. Intentaba disimularlo, pero estaba muerto de risa—. Déjame tumbarme en el diván.
—Pero ¿por qué? — estalló por fin, en largas carcajadas nerviosas—. Si eso está pasadísimo de moda.
—Ya, pero me hace ilusión.
Sin dejar de reírse, movió afirmativamente la cabeza.
—¿Y qué me vas a contar ahora?
Su voz sonó desde un lugar muy cercano, situado justo detrás de mi nuca, y me giré perezosamente sobre un costado para encontrarle precisamente donde suponía, sentado en una silla.
—¿Qué haces ahí?
—Ah, ésas son las reglas del juego. Si tú te tumbas en el diván, yo me tengo que sentar aquí.
—Pero entonces —sonreí—, tú me ves a mí y yo no te veo a ti.
—De eso se trata —bajó el volumen para cambiar de tono—. Y te advierto que luego te tendré que cobrar.
—¿Sí? —pregunté, estirándome para verle la cara.
—Desde luego. Es la tradición. La escuela clásica se muestra rigurosamente inflexible en ese punto —y fingió que se ponía serio antes de sonreír—. Me puedes pagar en vísceras.
—Muy bien —reí—, acepto.
Entonces me tendí nuevamente de espaldas y empecé a hablar, y hablé durante mucho tiempo, más de una hora, tal vez dos, casi siempre en solitario, a veces con él, y le conté cosas que jamás le había contado a nadie, vertí en sus oídos todos los secretos que me habían atormentado durante años, verdades atroces que se disolvían como por ensalmo en la punta de mi lengua, estallando en el aire como una burbuja vana, aire relleno de aire, y me sentía cada vez más ágil, más ligera, y mientras hablaba, desprendí mis zapatos del talón y jugué a balancearlos con los dedos de mis pies, levantando sucesivamente las piernas para mirármelas, doblando las rodillas, volviéndolas a estirar, uno se me cayó y no lo recogí, el otro permaneció en precario equilibrio sobre mi empeine, y el tejido de las medias empezó a molestarme, pero era una sensación casi agradable, cálida, hasta divertida, me gustaban mis piernas y no quería ver arrugas sobre ellas, así que fui estirando el tejido con los dedos, muy suavemente, de arriba abajo, y a la inversa, ahora un muslo, luego el otro, y a veces me daba cuenta de que aquélla era una actitud demasiado frívola para un discurso tan serio como el mío, y decidía estarme quieta un rato, pero me giraba un poco para mirarle y él me sonreía con los ojos, y las piernas se me levantaban solas, y las arrugas de las medias tentaban irresistiblemente a mis dedos, y volvía a estirármelas sin dejar de hablar, levantándolas por orden, primero la izquierda, luego la derecha, juntándolas un instante en el aire para separarlas luego, cambiándome de pie el zapato que conservaba hasta que ya no me quedó ninguna cosa terrible que contar.
—Por eso maldije a mi hermana —dije al final—. Sé que parece ridículo, pero en aquel momento, yo sentí que tenía que hacerlo.
Esperaba escucharle, pero todavía no dijo nada. Entonces me incorporé sobre el diván y le miré, y encontré su mirada, honda y concentrada, los ojos agrandándose en el trance de mirarme.
—La maldición es el sexo, Malena —dijo, muy despacio—. No existe otra cosa, nunca ha existido y nunca existirá.
Cuando empezamos a despedirnos, un cuarto de hora después, me sentía mucho más confundida de lo que estaba al llegar. La contundencia de aquel breve discurso, apenas una docena de palabras, me había conmovido hasta los huesos, y el extraño poder que emanaba de sus labios mientras lo pronunciaba me había hecho temblar y aún me abrumaba. Mi cuerpo me empujaba tiránicamente hacia él, pero mi mente estaba cansada, y el presentimiento de que aquello nunca sería una aventura me sembraba de pereza. Había perdido para siempre el coraje de los quince años —pura inconsciencia, me amonesté a mí misma—, y había ganado a cambio un montón de válvulas de seguridad herméticamente cerradas —la laboriosa maquinaria de la sensatez, me felicité después—, e intentaba convencerme de que tenía muchas ganas de estar sola, pero no conseguía terminar de querer marcharme.
—Le daré recuerdos de tu parte a mi paciente de Tenerife —me dijo a modo de adiós, atravesando conmigo el umbral de su casa.
—Por favor —asentí—. Y llámame luego para contármelo.
Giré la cabeza para besarle en una mejilla, y la suya chocó con la mía cuando intentaba hacer lo mismo que yo, así que lo dejamos otra vez, al mismo tiempo. Cuando abrí el ascensor, me pregunté qué era exactamente lo que quería hacer, irme o quedarme, y me contesté que estaba haciendo lo correcto, pero entonces, la puerta todavía entreabierta, mi cuerpo protestó, elevando brutalmente la corriente que alimentaba todas las bombillas de colores que brillaban sobre mi piel para permitirme advertir, con una íntima mueca de fastidio sincero sólo a medias, que sobre mi cabeza se acababa de encender la estrella de la punta.
El dio un par de pasos hacia su puerta como si pretendiera tranquilizarme, pero cuando ya había posado una mano sobre el picaporte, se volvió hacia mí como si se hubiera olvidado de algo.
—¡Ah, Malena…! Y tienes unas piernas cojonudas —hizo una pausa y sonrió—. Mucho mejores que las de tu hermana.
Aquella despedida me puso tan nerviosa que me tapé la cara con las dos manos y la puerta del ascensor se cerró sola. Mientras bajaba hasta el vestíbulo, sin reparar siquiera en que yo no había apretado ningún botón, me pregunté cómo era posible que hubiera elegido esas dos palabras, precisamente esas dos y ninguna otra, porque si hubiera dicho preciosas en lugar de cojonudas, y más bonitas en lugar de mejores, todo sería distinto, y tal vez no habría ocurrido nada verdadero, aquellas horas se habrían desvanecido como una breve función hecha de humo, pero él había elegido hablarme así, y en su voz, las palabras habían recobrado de golpe toda su potencia, todo su valor, y yo la vida. El último lastre que tiré por la borda será el primero de los tesoros desenterrados, comprendí, y entonces el motor se paró, y la puerta se abrió, pero yo no me moví, seguía riéndome sola en el centro de la cabina, las manos sobre la cara, las mejillas ardiendo, y un hormigueo insoportable recorriéndome entera, desde el cuero cabelludo hasta las plantas de los pies.
—Buenas tardes —escuché, y abrí los ojos.
Al otro lado, una mujer de treinta y tantos, melena castaña cortada a capas con mechas rubias, chaqueta austriaca de lana verde, falda tableada por debajo de la rodilla y mocasines castaños de tacón plano, me sonrió amablemente. Llevaba de la mano a dos niños guapos y rubios, enfundados en sendos abrigos de lana inglesa, que no tenían la culpa de que su madre se pareciera tanto a mi hermana. Cerré la puerta con decisión delante de sus narices, y pulsé el botón del quinto.
El seguía esperándome junto a la puerta abierta, con la mano en el picaporte, la espalda apoyada en la pared. Cuando le vi, se me escapó aquella vieja risita chillona que antes me prestaba la indeseable apariencia de una retrasada mental que da palmas porque la acaban de sacar de paseo, y tal vez sólo para enmascararla, o para hacerle sonreír, dije aquello.
—¡Qué coño!