Read Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? Online
Authors: Jovanka Vaccari Barba
Tags: #Relato
Estas pruebas constituyen un procedimiento importante: la hembra las utiliza para identificar qué macho puede engendrar descendencia sexualmente competente.
En general, las pruebas que pone la hembra son de competencia entre machos — modalidad de cortejo, luchas, capacidad patrimonial, proezas, hazañas...— pero la prueba específica es de fuerza: la habilidad para franquear la resistencia femenina es, de hecho,
la
prueba. Cuanto más fuerte y más realista es la resistencia, más efectiva será la prueba.
Se trata sin duda de un juego peligroso. Sin embargo, el hecho de que ni hembras ni machos resulten dañados con los forcejeos nos da idea de la precisión con que la selección natural ha moldeado este aspecto de la actividad sexual.
Con los humanos —como mamíferos— ocurre similar aunque no igual: la herencia reptiliana no ha desaparecido de nuestra configuración cerebral/hormonal y, por tanto, se mantienen ciertos comportamientos y tendencias. Sin embargo, conciencia y lenguaje —evolución— han dotado al «no» femenino humano de significados tan sutiles como poco atendidos, dejándonos sólo con dos opciones extremas —justificación de la violencia masculina o hipercorrección política— y el mismo desconocimiento.
¿Qué quieren decir
las mujeres
cuando dicen no?
¡Ja! ¡Trampa!: Van a tener que leer esta página la próxima semana. ¡No se lo pierdan!
En las relaciones sexuales de los humanos, la resistencia femenina está presente en el proceso de selección de pareja: en la búsqueda de información acerca de las cualidades genéticas y conductuales del hombre, el no de la mujer fuerza a éste a demostrar cuánto está dispuesto a aprender del cuerpo y la naturaleza femenina.
En especies que forman relaciones sexuales duraderas, como la humana, los juegos y forcejeos tienen mucha importancia en las fases iniciales del noviazgo: las imágenes de púberes retándose, haciéndose aguaduras en la playa, correteándose hasta caer uno encima del otro, provocándose verbal o físicamente, son familiares y admitidos porque el uso acertado de aquéllos reporta beneficios tanto a mujeres como a hombres: la mujer obtiene la información necesaria para elegir y el hombre, de ser su comportamiento satisfactorio, acceso a la posibilidad de reproducirse.
En la gran mayoría de los casos, los juegos y forcejeos se desarrollan sin que mujer u hombre sufran daño. No obstante, estos comportamientos pueden ser peligrosos pues hay muy poca separación entre el acto sexual precedido de forcejeos consentidos y la violación. Esto es lo que se denomina «violación de la cita»: cuando el hombre fuerza el acto sexual con una mujer que, al menos, lo encontró suficientemente atractivo como para quedar con él, o lo bastante como para besarse y manosearse.
¿Cuál es la diferencia entre una y otra? La línea divisoria debería ser diáfana: si la mujer dice que no, pero aún así el hombre fuerza el acto sexual, estamos ante una violación. Sin embargo, las cosas no son tan simples porque, en muchos aspectos de la vida, la gente acostumbra a decir no cuando lo que realmente quiere decir es «Veamos si puedes persuadirme». Éste es el caso de la violación de la cita, mucho más frecuente de lo que creemos pero oculta porque a veces ni siquiera las mujeres podríamos decir si ha habido violación o no.
Una investigación publicada hace unos años sobre estudiantes norteamericanos, descubrió que las chicas que se habían visto expuestas a un intento de violación de la cita tenían más del triple de probabilidades de reanudar la relación con el hombre en cuestión si su intento de copular había tenido éxito que si había fracasado.
Presumiblemente, todas esas chicas que declararon haber sido objeto de la violación de la cita dijeron que no en algún momento y lo dijeron en serio. Sin embargo, casi la mitad (el 40%) reanudó más tarde la relación. Si el hombre fracasaba, entonces 9 de cada 10 (el 87%) se negaba a seguir con el hombre.
¿Qué lectura tienen estos comportamientos?
Políticamente, es delicadísimo. Jurídicamente, tarea de especialistas. Biológicamente, la misma que para nuestros parientes aves y mamíferos (ver artículo anterior): sin que signifique justificación de ningún exceso, estos comportamientos son resultado de la «obligación» que tienen las hembras de establecer pruebas de competencia y fuerza para los machos como parte de su proceso de selección de pareja.
Desde luego es una herencia peligrosa: si la mujer ofrece escasa resistencia, la prueba no le ofrecerá ninguna información; si ofrece una resistencia excesiva, el varón, voluntaria o involuntariamente, puede causarle daño. De ahí que la selección natural haya moldeado con tanta precisión un rasgo sexual potencialmente peligroso: lo más habitual es que ni hombre ni mujer sufran daño y que la situación se viva más como un juego sexual que como uno de guerra.
Sin embargo, la violencia
innecesaria
falócrata —la crueldad— ha provocado tal desconfianza entre géneros que el Estado se ha visto obligado a intervenir, intentando proteger a las mujeres de la ceguera masculina. Pero el sustrato biológico de la relación sexo-violencia es tan antiguo y tan arraigado, que cualquier legislación o vigilancia
previa
a una situación de violencia es contraproducente además de inútil.
¿Cómo protegerse, entonces, del macho extraviado?
No se me ocurren otras respuestas que conocimiento y soberanía: el uno nos dará la clave de lo que se esconde tras nuestros extraños comportamientos sexuales para poder evitarlos, modificarlos o admitirlos; la otra, la única garantía de que ni estados ni violadores manejarán nuestras vidas desde la hiperprotección o desde la agresión.
Un macho de mosca de la familia de los émpidos, desasosegado y nervioso, espía un enjambre de mosquitos. Tiene un gran plan para esta noche: en cuanto haya cogido un ejemplar bien gordo, lo envolverá con seda de sus glándulas salivares e irá, agitado, a un conocido meetingpoint, buscará una hembra que esté «de servicio» y le ofrecerá su obsequio.
¡¿Cómo?! ¿Que la prostitución es una práctica exclusivamente humana? ¡Ja!: cuando la mosca encuentre una hembra que acepte su ofrecimiento, y mientras desenvuelve y come el regalo, él podrá copular con ella. Cuanto más grande sea el regalito, más tardará la hembra en comerlo, más tiempo podrá él estar pegado. Una vez que el macho se haya ido, la hembra «paseará» a la espera de que llegue otro macho con comida.
En muchas especies, las hembras tienen tanto éxito con la prostitución que no les hace falta buscarse la comida ellas mismas.
Hace dos o tres años, la presidenta de la Coalición Mundial contra la Trata de Blancas y autora del libro
La esclavitud sexual de la mujer,
declaraba que el negocio carnal hacía del sexo femenino «un ser de segunda clase», que, por tanto, debería entenderse como una variante de violación y que debería prohibirse la prostitución y la pornografía.
La doctora K. Barry, socióloga de la Universidad de Pensilvania, respondió que había que tener cuidado, ya que la postura de la presidenta podía ser recogida por grupos fundamentalistas opuestos a la emancipación jurídica de las mujeres, pero era partidaria de dictar severísimas penas contra prostitutas y pornógrafas, pues «nada degrada y humilla tanto a la condición femenina como el negocio carnal».
Biológicamente, prostitución es el amoral intercambio de sexo por recursos —sean éstos comida, refugio, protección o dinero—, verdadero cimiento del pacto reproductivo entre géneros. Por lo 87 tanto, más que subordinación femenina o miseria capitalista, la prostitución se revela como una de las estrategias reproductoras de la familia sexual. Y muy fructífera para las hembras, por cierto: en ningún lugar se dan cita tantos espermatozoides esperanzados como en el tracto de una hembra prostituta: ¡miles de millones, en un solo día, sometidos a la guerrita espermática!
La ventaja filoestratégica de la prostitución es la misma que se obtendría si cualquier mujer promoviera la competencia del esperma a través de orgías: ellas obtienen muchos espermatozoides para elegir el mejor y ellos los largan por aspersión. ¿Pero por qué, entonces, unas mujeres se prostituyen y otras no?
No se sabe si hay una predisposición genética para la prostitución. Pero, de ser así, ésta sólo sería ventajosa para la especie
si y sólo si
el número de personas que la pone en práctica es pequeño: estando todas las mujeres disponibles para todos los hombres, el valor potencial de la prostitución en la búsqueda del éxito reproductivo sería, lógicamente, nulo.
De no haber predisposición genética, entonces significaría que
todas
las mujeres somos prostitutas potenciales, pero que sólo algunas encuentran condiciones ambientales en las que, a su juicio, los posibles beneficios superan los costos (en sociedades «avanzadas», riesgo de embarazo, de enfermedad, de subordinación, de violencia, de desprestigio; en sociedades «primitivas», casi ninguno. Mas bien al contrario, las prostitutas son sagradas).
Una y otra situación sugieren, en cualquier caso, que ni sanción ni prohibición remediarían el problema que causa la naturaleza sexual femenina al feminismo fundamentalista, todavía debatiéndose entre el arquetipo de la Virgen María — subordinada a su asexualidad— o el de Afrodita —libre
pero
sexual—, sin comprender que podemos pensar en la libertad gracias a que la modalidad sexual de reproducción nos ha evolucionado conscientes.
Cuando a la socióloga Barry se le preguntó qué pasaría con las rameras voluntarias, contestó que la ONU declara «imposible» semejante actitud (¡), convirtiéndose por derecho en una aliada 88 del patriarcado explotador: la mujer no tiene sexualidad propia (si existe es «al servicio de»), es idiota (no puede elegir por sí misma), y además imbécil (puede sentir la vocación de doblar las rodillas para limpiar pisos, pero no de abrir las piernas).
Les sugeriría yo a la presidenta de la Coalición y a la Sra. Barry que, en lo que estudian algo de sexualidad y biología femenina, se dedicaran a amenazar con sancionar la triple jornada (trabajo doméstico, trabajo materno, trabajo remunerado) para lograr una emancipación real y no sólo formal.
Mientras tanto, yo voy a sentir por las prostitutas vocacionales tanto respeto como envidia. ¡Que no me haya tocado a mí un genecito de ésos,
mecachis
en Zeus!
¿Cuál es el animal más monógamo de todos?... ¡El pájaro bobo, qué otro podría ser!
Pero ¿por qué? ¿Qué mandamiento ecológico constriñe al macho a renunciar a las pulsiones aspersoras y promiscuas del genoma?
Aunque también pueden ser de zonas templadas, la mayoría de las especies de pingüinos viven en las zonas más frías del planeta. El pingüino emperador, en concreto, cría en la Antártida, donde las temperaturas extremas han obligado a desarrollar una serie de adaptaciones fisiológicas y etológicas para minimizar las pérdidas de calor y el gasto de energía.
Así, por ejemplo, estos pingüinos han suprimido el comportamiento agresivo. O se apiñan en grupos de hasta 5.000 individuos para resistir las gélidas y tormentosas ventiscas. O reducen la actividad al mínimo y mantienen la misma pareja para evitarse cortejos y piruetas desgastadoras.
Los rigores climáticos, pues, aparecen ligados a la conducta sexual de los individuos y actúan como nexo de unión de la pareja. Es muy similar a lo que ocurre en EEUU, donde los rigores políticos mantienen unidos a Bill y a Hillary.
Hillary Rodham, alias Hillary Clinton, dice que Bill, Clinton, sufrió de pequeño una situación familiar inestable que le provocó un trauma que no ha podido resolver ni con la ayuda de Dios y que, por desgracia, le obliga a esparcir su esperma por el entorno más veces de las que ella quisiera...que se sepa.
Lo que esta absurda salida psicoanalítica quisiera enmascarar, pero delata, es la solidez del vínculo pingüinesco que une a la primera pareja del país moralmente más hipócrita del mundo.
Ella sabe desde antiguo de las excursiones genito-orales de Bill y sabe, también, de la más que remota posibilidad de que su maridito deje embarazada a ninguna señorita por tan ectópica vía.
Ella sabe que es más conveniente mandar una prenda maculada a la tintorería que mandar una becaria —¿o sería mas bien «bocaria»?— a la clinica abortiva.
Ella sabe, como se ha sabido desde antiguo en el occidente judeo-cristiano, que el más sólido de los recintos monógamos es el que tiene más huecos al exterior: queridas, burdeles, boquitas ansiosamente entreabiertas...
Y si
Ella
sabe todo eso y más, que es muy lista, ¿a qué viene la ramplonería psicoanalítica que liga la activa infelicidad del niño Bill a su senecta «fellatio»?
Dado que hasta un tercio de los varones «made in usa» proceden de matrimonios rotos, ¿se imaginan el fragmento de conversación erótica más repetida en los cincuenta estados norteamericanos?:
—¿Me la chupas, cariño?
—Ahora mismo; siento lo de tus padres.
—No te preocupes, tú chupa.
Además Bill, quien defiende que fumar mariguana sin tragarse el humo no es delito, sostiene que hacerse lametear sin que se le traguen el semen no es «sexo», lo que Hillary, sin duda, avala.
Entonces, insisto, ¿a qué viene la psicoanalítica disculpa?
Pues viene a que
Ella
ha cambiado; a que
Ella
tiene planes.
Ella
quiere ser Gobernador. Y es que
ellas
, conseguidos sus objetivos de contar con un nido sólido y ya reproducidas, cambian.
Y si no que se lo digan a Michael Douglas, a quien su mujer ha pedido el divorcio basándose en su «adicción al sexo», que fue, con toda probabilidad, lo que de entrada la enamoró.
USA, puritano país de locos, ha enviado a la Antártida un equipo científico multidisciplinar con la trascendental misión de averiguar el porcentaje de becarias de que disponen los monógamos pingüinos o, alternativamente, a confirmar que realmente son pájaros bobos. El futuro político de Hillary y la estabilidad de su matrimonio dependen de la respuesta.
Con los ojos fuera de las órbitas, la mirada perdida, un hilo de baba que desciende lentamente de su boca semiabierta y una desternillante inconexión, un babuino macho deambula por entre los miembros de su grupo como si estuviera hechizado. Realmente lo está: ha olvidado comer y dormir, persiguiendo la imagen más bella que su sensibilidad pueda imaginar: la vulva y el ano, hinchados y rojísimos, de una hembra que ha conquistado sus testículos.