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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, otros

Manalive (21 page)

BOOK: Manalive
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Lady Bullingdon recuerda el doloroso incidente a que se hace referencia, y no tiene el menor deseo de tratarlo en detalle. La muchacha Polly Green era una modista perfectamente competente y vivió en el pueblo más o menos dos años. Su estado de independencia era perjudicial tanto para ella como para la moralidad general del pueblo. Lady Bullingdon, por lo tanto, permitió dar a entender que ella favorecía el matrimonio de la joven. Los vecinos, deseando naturalmente complacer a Lady Bullingdon, se ofrecieron en varias ocasiones; y todo hubiera andado muy bien, de no haber sido por la deplorable excentricidad, o depravación, de la misma muchacha Green. Lady Bullingdon supone que, donde existe un pueblo, debe existir también el idiota del pueblo, y parece ser que en su pueblo existía uno de esos tipos miserables. Lady Bullingdon sólo lo vio una vez, y se da cuenta muy bien de que en realidad es difícil distinguir entre los positivamente idiotas y el pesado, tipo corriente, de la clase baja rural. Notó, sin embargo, la impresionante pequeñez de su cabeza en comparación con todo el resto de su cuerpo; y, en verdad, el hecho de haber aparecido en día de elecciones ostentando la escarapela de los dos partidos opuestos le parece a Lady Bullingdon que no deja lugar a dudas al respecto. Lady Bullingdon supo con estupefacción que este desgraciado se había presentado también entre los pretendientes de la muchacha en cuestión. El sobrino de Lady Bullingdon entrevistó al miserable sobre el asunto, diciéndole que era un burro si creía posible semejante cosa, y recibió positivamente, junto con una sonrisa imbécil, la respuesta de que a los burros le gusta mucho la zanahoria. Pero Lady Bullingdon no volvía de su asombro cuando descubrió que la infeliz muchacha se inclinaba a aceptar esa monstruosa proposición de matrimonio, aunque había sido pedida decididamente por Garth, el empresario fúnebre local, un hombre de posición muy superior a la de ella. Lady Bullingdon no podía, por supuesto, un solo instante aprobar semejante cosa, y los dos desgraciados se escaparon para efectuar un matrimonio clandestino. Lady Bullingdon no puede recordar con precisión el nombre del sujeto, pero cree que era Smith. Siempre le decían el Inocente en el pueblo. Lady Bullingdon cree que, un tiempo después, él asesinó a la Green en un arrebato de locura.

—La comunicación que sigue —prosiguió Pym— es más notable por su brevedad, pero soy de opinión de que expresa adecuadamente lo que se propone. Está fechada en las oficinas de los señores Hanbury y Bootle, editores, y dice lo siguiente:

Señor: Acuso recibo su atta, tomada deb. not. Rumor referente dactilógrafa, posiblemente se refiere Srta. Blake, o nombre parecido, retirada hace nueve años para casarse con organillero ambulante. Caso sin duda curioso, atrajo atención policía. Muchacha trabajo óptimo hasta oct. 1907, en que enloqueció. Se levantó entonces acta suceso. Adjunto fragmento. — Suyo etc.

W. Trip

—La relación más completa reza como sigue:

En octubre 12 se envió de esta oficina una, carta a los señores Bernard y Juke, encuadernadores. Abierta por él señor Juke, se halló que contenía lo siguiente: —Señor: nuestro representante él señor Trip pasará por allí a las 3 p. m., pues deseamos saber si realmente se ha decidido oooooo bb !!!!! xy”. A lo que el señor Juke, persona de temperamento travieso, envió esta respuesta: —Señor: después de consultados todos los miembros de la firma, me encuentro autorizado a manifestar ser mi más decidida opinión que no está realmente resuelto oooooo bb !!!!! xy. Suyo, etc.

J. Juke

Al recibir esta extraordinaria respuesta, nuestro representante el señor Trip pidió el original de la carta enviada por él y halló que la dactilógrafa había sustituido estos jeroglíficos disparatados a las frases que realmente le habían sido dictadas. El señor Trip interrogó a la joven, temiendo que estuviese en estado de desequilibrio mental, y no lo tranquilizó mucho él oírle manifestar que siempre le sucedía eso cuando oía tocar en la calle al organillo ambulante. Volviéndose aún más histérica y extravagante, hizo una serie de declaraciones inverosímiles, p. ej.: que estaba comprometida con el organillero, que él tenía la costumbre de tocarle serenatas en ese instrumento; que ella tenía la costumbre de ejecutar respuestas sobre la máquina de escribir (en el estilo de Ricardo Corazón de León y el juglar Blondel) y que el organillero tenía un oído tan exquisito y una adoración tan ardiente por ella, que podía distinguir las notas de las distintas letras en la máquina, las cuales lo arrobaban como una melodía. A todas estas afirmaciones, por supuesto, el señor Trip y todos nosotros solo prestamos la clase de atención con que se escucha a personas que deben ser entregadas cuanto antes al cuidado de sus parientes. Pero al acompañar a la señorita hasta abajo, su historia recibió la más sorprendente y hasta exasperante confirmación; porque el organillero, un hombre enorme de cabeza diminuta, y a todas luces otro ejemplar de demencia, había empujado hasta el interior de las oficinas su organillo portátil con el cual embestía como un ariete, reclamando estrepitosamente a su pretendida novia. Cuando yo mismo aparecí en escena, estaba haciendo amplios ademanes con sus enormes brazos de chimpancé, recitándole al mismo tiempo una poesía. Pero aunque estábamos acostumbrados a que vinieran locos a recitar poesías en nuestras oficinas, no estábamos preparados para presenciar lo que sucedió enseguida. Los versos que repetía empezaban, me parece:

Tu vivida cabeza se me antoja

Circundada de…

Pero de ahí no pasó. El señor Trip se adelanta hacia él bruscamente, pero en un abrir y cerrar de ojos el gigante alzó a la pobre señorita dactilógrafa como una muñeca, la sentó sobre el organillo, lo arrastró fuera del vestíbulo con un crujido repentino, y salió a todo escape por la calle como una carretilla voladora. Yo puse a la policía sobre la pista, pero ni un rastro pudo hallarse de la pasmosa pareja. Yo, personalmente, lo lamenté; porque la señorita era no sólo simpática sino de una cultura poco común para su posición. Como yo me retiro del servicio de los señores Hanbury y Bootle, hago constar en acta estas cosas, dejándola en poder de ellos.

(Fdo.): Aubrey Clarke

Corrector de pruebas.

Y el último documento —dijo el doctor Pym con tono complaciente— es de una de esas mujeres de alma noble que en esta época han introducido en la juventud femenina inglesa el juego del hockey, las altas matemáticas y toda forma de idealidad.

De mi mayor consideración (escribe ella): No tengo inconveniente en referirle los hechos relacionados con el absurdo incidente que Ud., menciona; aunque le pediría que hiciera uso de ellos con cierta precaución, porque estas cosas, por interesantes que sean en abstracto, no suelen favorecer el éxito de un colegio de señoritas. La verdad es esta: yo necesitaba a alguien que quisiera pronunciar una conferencia sobre un tema filológico o histórico, una conferencia que, conteniendo sólida materia educativa, fuese al mismo tiempo un poco más popular y entretenida que de costumbre, por ser la última conferencia del curso. Recordé que un tal Sr. Smith de Cambridge había publicado no sé dónde un divertido ensayo sobre su propio nombre dotado en cierto modo de ubicuidad, ensayo que acusaba un conocimiento apreciable y real de genealogías y de topografía. Le escribí, pidiéndole que viniera a darnos una amena disertación sobre apellidos ingleses, y así lo hizo. Fue muy amena, casi demasiado amena. Hablando más claramente: cuando iba por la mitad de su conferencia, nos dimos cuenta las otras maestras y yo de que el hombre estaba total y absolutamente mal de la cabeza. Empezó en forma bastante racional, tratando de las dos categorías de nombres, nombres lugares y nombres de oficios, y dijo (supongo que con razón) que el haber perdido los nombres todo significado era un indicio de la decadencia de la civilización. Pero de ahí pasó tranquilamente a sostener que todo aquel que tuviese nombre de lugar debería ir a vivir a ese lugar y que todo el que tuviese nombre de oficio debería adoptar inmediatamente ese oficio; que las personas que tuviesen nombres de colores deberían vestirse siempre de esos colores, y que las personas apellidadas como árboles y plantas (Encina, Rosa) deberían rodearse y decorarse con esos vegetales. En una leve discusión que surgió después entre las alumnas mayores, las dificultades que surgían de la sugerencia se señalaron con claridad y hasta con viveza. Se hizo notar, por ejemplo, que para la señorita Younghusband
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era intrínsecamente imposible desempeñar el papel que le correspondía; la señorita Mann
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se encontraba en el mismo dilema, del cual ninguna teoría moderna acerca de los sexos la podía desenredar; y algunas jóvenes cuyos apellidos eran casualmente Low
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, Coward
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y Craven
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se enardecieron en contra de la idea. Pero todo esto sucedió después. Lo que acaeció en él momento crítico fue que el conferencista extrajo de su valija varias herraduras y un gran martillo de hierro, anunció su intención inmediata de establecer una herrería
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en la vecindad e hizo un llamado a todo el mundo a alzarse en favor de la misma causa como una revolución heroica. Las otras maestras y yo intentamos contener al desgraciado, pero he de confesar que, por un accidente, esa misma intervención produjo la peor explosión de su demencia. Estaba agitando él martillo y preguntando desaforadamente los nombres de todas; y sucedió que la señorita Brown
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, una de las maestras más jóvenes, llevaba un vestido marrón, marrón rojizo, que armonizaba agradablemente con el color más cálido de su cabello, como ella bien lo sabía. Era una muchacha bonita y las jóvenes saben todas esas cosas. Pero cuando nuestro loco descubrió que realmente teníamos una señorita Brown que era marrón, su idea fija estalló como un polvorín, y allí, en presencia de todas las maestras y alumnas, se declaró públicamente a la señorita del vestido marrón rojizo. Usted podrá imaginarse el efecto de semejante escena en un colegio de señoritas. Yo, al menos, si usted no acierta a imaginársela, no acierto seguramente a describírsela.

Por supuesto que la anarquía se apaciguó en una o dos semanas, y ahora puedo recordar el hecho como quien recuerda un paso de comedia. Hubo sólo un detalle curioso que le daré, ya que usted dice que su averiguación es de importancia vital; pero desearía que usted lo considerara de carácter algo más confidencial que el resto. La señorita Brown, que en todo otro sentido era una joven excelente, nos dejó a los dos días en forma completamente repentina y subrepticia. Nunca hubiera creído que era cabeza la suya que se dejase marear de veras por un alboroto tan absurdo. Lo saluda atte.

Ada Gridley.

—Yo creo —dijo Pym con una simplicidad y seriedad realmente convincentes— que estas cartas hablan por sí solas.

El señor Moon se levantó por última vez en una oscuridad que ocultaba todo indicio de que su innata gravedad estuviese entremezclada con su innata ironía.

—Durante toda esta inquisición —dijo—, pero especialmente en su fase final, la demanda se ha basado perpetuamente sobre un solo argumento; me refiero al hecho de que nadie sabe qué suerte corrieron las infortunadas mujeres, aparentemente seducidas por Smith. No hay prueba alguna de que hayan sido asesinadas, pero continuamente se sugiere esa explicación, al formularse la pregunta de cómo murieron. Ahora bien, a mí no me interesa cómo murieron. Pero me interesa una pregunta análoga: cómo nacieron, o cuándo nacieron, o si en efecto nacieron. No me entiendan mal. No discuto la existencia de tales mujeres, ni la veracidad de aquellos que son testigos de su existencia. Solamente observo el hecho notable de que a una sola de esas víctimas, la joven de Maidenhead, se la describe con hogar y parientes. Todas las restantes son pasajeras, aves de paso: una huésped, una modista solitaria, una soltera que escribe a máquina. Lady Bullingdon, mirando desde sus almenas (que, por cierto, compró a los Wharton con la plata del viejo jabonero, cuando andaba loca por casarse con un caballero fracasado de Ulster), Lady Bullingdon, oteando desde esas almenas, divisó realmente un objeto que ella designa con el apelativo de “la Green”. El señor Trip, de la firma Hanbury y Bootle, tuvo realmente una dactilógrafa comprometida con Smith. La señorita Gridley, aunque idealista, es absolutamente honrada. Hospedó positivamente, alimentó y enseñó a una joven a quien Smith consiguió fascinar y llevarse. Admitimos que todas esas mujeres vivieron realmente. Pero todavía preguntamos si alguna vez nacieron.

—¡Caray! —dijo Moses Gould, ahogándose de puro divertido.

—Es difícil de encontrar —terció Pym con una sonrisa tranquila— un ejemplo más patente de la ausencia de verdadero procedimiento científico. El hombre de ciencia, una vez convencido del hecho de una vitalidad consciente, inferiría de ahí el proceso anterior de la generación.

—Si esas muchachas —digo Gould con impaciencia—, si esas muchachas estaban todas vivas, vivitas y coleando, apostaría un billete de cinco libras a que todas habían nacido.

—Perdería usted su billete —dijo Michael, hablando gravemente desde la penumbra—. Todas esas admirables damas estaban vivas. Estaban más vivas por haber entrado en contacto con Smith. Todas estaban completa y definitivamente vivas, pero una sola de ellas había nacido.

—¿Nos pide usted que creamos …—empezó el doctor Pym.

—Le estoy haciendo una segunda pregunta —dijo Moon con severidad—. ¿Puede la Corte actualmente en sesión arrojar alguna luz sobre una circunstancia de veras singular? El doctor Pym, en su interesante conferencia sobre lo que se llama, creo, las relaciones de los sexos, dijo que Smith era víctima de un apetito desordenado de variedad que arrastraría a un hombre, primero hacia una negra y después hacia una albina, primero hacia una patagónica gigante y luego hacia una esquimal exigua. Pero ¿tenemos aquí prueba alguna de esa variedad?

¿Hay en estas historias algún rastro de la patagónica gigante? ¿Era esquimal la dactilógrafa? Circunstancia tan pintoresca de fijo no hubiera pasado sin comentario. ¿Era negra la modista de Lady Bullingdon? Una voz en mi pecho responde. ¡No! Lady Bullingdon, estoy seguro, consideraría que destacar tanto a una negra era un acto de socialismo, y aun en el caso de una albina encontraría también algo de incorrecto.

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