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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Mañana en tierra de tinieblas (12 page)

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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Sabíamos que estaríamos unas cuantas noches fuera si queríamos llegar hasta Risdon, así que cargamos mochilas con lo necesario: sacos de dormir, jerséis y chubasqueros. En lugar de tiendas, cogimos lonas y esterillas, que eran más ligeras y nos servían igualmente.

Tuvimos todo un debate de cómo debíamos preparar la caminata por el arroyo. Homer, que poco a poco estaba recobrando su autoridad, insistió en que deberíamos llevar botas, porque así correríamos menos riesgo de resbalar en las rocas. Yo, por el contrario, afirmé que debíamos ir descalzos para que, una vez saliésemos del arroyo, tuviésemos las botas secas y calientes. Tener los pies en aguas tan frías durante tanto tiempo, y con el otoño acercándose a pasos agigantados, no le hacía ilusión a nadie.

Y aquella discusión acabó derivando en otra que deberíamos haber mantenido mucho antes: que Homer hubiera llevado un arma de fuego a la emboscada de Buttercup Lane.

Sucedió así, Homer soltó uno de sus típicos comentarios individualistas, en plan:

—Pues me da igual lo que hagáis los demás, yo pienso ir con las botas puestas.

A lo que yo contesté:

—Genial. Y supongo que, cuando te salgan ampollas, tendremos que cargar contigo. Homer, si no cuidamos los pies, no llegaremos muy lejos.

—Sí, mamá —espetó él, fulminándome con los ojos marrones.

Con Homer siempre tenía la sensación de que en ningún caso debía echarme atrás, o estaría perdida. Es un hueso duro de roer y suele intimidar a la gente, pero creo que luego menosprecia a los que son demasiado débiles para hacerle frente. Por esa razón yo no le paso ni una, y aquella vez no iba a ser menos.

—¿Cómo es posible que cuando yo les digo a los demás lo que creo que tienen que hacer sueltas comentarios como «sí, mamá», y que cuando tú le mandas algo a alguien esperes que obedezcan en el acto? ¿No podrías ser un poco menos machista?

Aquello fue como preguntarle a un pez si no podría estar un poco menos mojado.

—Ellie, sé que no soportas que las cosas no se hagan a tu manera…

—¿Eso crees? ¿Y cuándo fue la última vez que hicimos las cosas a mi manera, si se puede saber?

—Estarás de coña. ¿Qué me dices de esta mañana, cuando le dijiste a Chris que no encendiese el fuego para el desayuno? ¿O hace un par de horas, cuando no dejaste a Lee abrir una lata de melocotón?

—Vamos a ver, ¿acaso no ves lo que tienen en común estos dos casos? ¡Estoy intentando hacer lo que es mejor para nosotros, para el grupo! ¡Intento mantenernos a salvo! Si alguien detecta el humo, estamos perdidos. Si nos zampamos toda la comida, nos moriremos de hambre. No digo las cosas porque me apetezca, ni porque me guste el sonido de mi voz, ¿sabes?

—Deberías escuchar más a los demás, Ellie. Te empeñas más en ser el hombre orquesta.

Aquel comentario me hizo perder los estribos.

—Muchísimas gracias, pero nunca me ha apetecido ser un «hombre» orquesta; una mujer, en todo caso. Estas dándome la razón, eres un machista. Y apropósito, me hace gracia que seas tú quien diga eso. Fuiste el idiota que, sin decírselo a nadie, recortó los cañones de la escopeta y se la llevó pese a que acordamos renunciar a las armas de fuego. Fuiste tú quien puso nuestras vidas en peligro por querer ser el hombre orquesta, y lo hiciste de forma deliberada. Yo jamás he hecho nada parecido. Estás tan convencido de tener razón siempre que no importa lo que opinen los demás.

—Pues tenía razón, ¿no te parece? Chris y yo estaríamos muertos si no hubiese llevado la escopeta. Puede que todos nosotros estuviésemos muertos. Te he salvado la vida, Ellie. Anda, ¡si soy un héroe!

—Típico de ti que te cuelgues medallas después de un golpe de suerte. Tuviste tantísima suerte, Homer, que ni siquiera te das cuenta. Si esos tipos hubieran llevado los fusiles cuando fueron a los matorrales, ni habrías tenido tiempo de sacar tu puñetera escopeta.

—Ya la tenía en la mano, Ellie. No soy tan lento. Estaba preparado.

—¿Y si llega a sorprendernos una patrulla? Imagina que nos pillan con un arma. Nos habrían puesto contra un árbol y nos hubieran pegado un tiro allí mismo. Ahora tendrías las manos manchadas con la sangre de cinco personas.

—Pero no sucedió nada de eso, ¿no? Eso demuestra que tengo razón.

—¡Eso no demuestra nada! ¡Nos salvamos de casualidad!

—Mira, no ocurrió nada y eso demuestra que teníamos bien cubiertas las espaldas. Las casualidades no existen. Es como lo que dijo ese golfista: los buenos jugadores siempre tienen la suerte de su lado. Mientras actuemos con astucia y precaución, seguiremos teniendo suerte. No creo en las casualidades. Y todo esto lo tenía bien claro antes de decidir llevarme la escopeta.

—¡Homer! ¡Has perdido la cabeza! ¡Podría haber sucedido cualquier cosa! ¿Dices que no crees en las casualidades? Pues no entiendes nada de la vida: todo es casualidad. Actúas como si pudieses controlarlo todo. ¿Quién te crees que eres? ¿Dios? Joder, si incluso en el golf la pelota puede rebotar en un árbol y caer en el hoyo. ¿Cómo explicas eso, entonces? De todos modos, esa no es la cuestión —me apresuré a añadir por si le daba por ofrecer una explicación—. La cuestión es que tienes que acatar las decisiones que tomemos juntos. No puedes pasar de nosotros y hacer lo que te venga en gana. Estamos todos en el mismo barco. Y no vale llamarme hombre orquesta cuando tú llevas tu propia orquesta y encima tus propias partituras.

—Dejadlo ya, chicos —intervino Chris.

Cada uno reaccionó a su manera. Robyn se apoyaba sobre un azadón, observando y escuchando con gran interés. Fi, que odiaba los conflictos, se había marchado al váter, situado entonces a cincuenta metros en el monte. Lee estaba leyendo un libro,
Red Shift
, y no alzó la vista ni una vez. Chris se dedicaba a tallar un trozo de madera en forma de dragón. Últimamente hacía muchas cosas por el estilo, y se le empezaba a dar bastante bien. Pero se lo veía agobiado por nuestra discusión, y pocos minutos después de interrumpirnos se marchó al arroyo, mientras el resto nos quedamos a organizar la expedición.

Yo estaba preparando el equipaje con furia, lanzando cosas, repartiendo gritos a diestro y siniestro. No me calmé hasta que volvió Fi. O mejor dicho, fue ella quien me calmó. Cogió un palo que yo acababa de tirar y que solíamos utilizar para secar la ropa e intentó colocarlo de nuevo en su sitio. Uno de los extremos quedaba encajado en la horcadura de un árbol que ella no alcanzaba, así que me acerqué a auparla. Me escandalizó comprobar que hizo una mueca en cuanto la toqué. Fue una expresión apenas perceptible, pero durante un segundo pareció creer que iba a golpearla.

—¡Fi! —Me sentó como una patada en la boca.

—Lo siento, Ellie —dijo—. Me has cogido por sorpresa, eso es todo.

Me senté en el suelo, junto a la tienda, y crucé las piernas.

—Fi, no me habré convertido en un monstruo, ¿verdad?

—No, Ellie, por supuesto que no. Están pasando tantas cosas que cuesta mucho asimilarlo todo.

—¿Tanto he cambiado?

—Que va, Ellie, eres una persona muy fuerte y cuando hay personas igual de fuertes a tu alrededor, saltan chispas. Lo que quiero decir es que Homer es fuerte, Robyn también, y Lee también, mucho más de lo que la gente cree. Así que es normal que haya roces.

—Todos somos fuertes a nuestra manera. No pensé que Kevin fuese fuerte hasta que llevó a Corrie al hospital. Y tú también fuiste muy valiente cuando volamos el puente.

—Pero con la gente no soy así.

—¿Todavía me odias por lo que escribí de Homer y de ti?

—¡No! ¡Claro que no! Bueno, me sorprendí un poco cuando lo leí, pero nada más. Tu problema es que eres demasiado sincera, y de ahí mi asombro. Escribiste lo que la mayoría piensa pero no se atreve a decir. O dicho de otro modo, lo que la gente solo escribe en sus diarios y no enseña nunca a nadie.

—Pero no parece que Homer y tú lo hayáis superado todavía.

—No, pero dudo mucho que tenga que ver con lo que escribiste. Homer es muy complicado. A veces es dulce y encantador, pero otras veces me trata como si no existiera. Es muy frustrante.

Por lo visto, aquel día abundaban las conversaciones profundas. Tal vez el hecho de estar a punto de ponernos en marcha hizo que a todos nos entrasen unas ganas repentinas de hablar. La última charla la tuve con Chris y fue mucho más difícil que mi discusión con Homer. Bajé a buscarlo al arroyo, porque había dejado de prestarle atención y me sentía culpable por ello. Cuanto más taciturno se ponía, más lo evitaba yo. Y los demás también. Y supongo que eso solo empeoraba su humor. De modo que santa Ellie decidió arreglar las cosas y allá fue, decidida a hacer una buena acción, por una vez.

Lo encontré sentado en una roca. Tenía la mirada fija sobre su pie izquierdo, que llevaba descalzo. En un principio no me di cuenta de lo que estaba observando, pero entonces reparé en el alargado bulto negro y desagradable que sobresalía de su piel, como una gigantesca ampolla de sangre. Lo miré de cerca, me estremecí; lo volví a mirar: era una sanguijuela. Chris estaba allí sentado como si tal cosa, observando cómo se cebaba con su sangre.

—Qué asco —dije—. ¿Para qué estás haciendo eso?

Él se encogió de hombros.

—Para pasar el rato. —Ni siquiera alzó la mirada.

—Venga, en serio, ¿por qué?

Esta vez ni se molestó en responder. Durante toda la conversación, la sanguijuela no se movió de ahí y fue haciéndose cada vez más grande y negra. Me desconcentraba. No podía apartar la mirada del bicho, aunque lo intenté.

—¿Mirarás si hay huevos detrás de esa roca llana?
Blossom
se mete allí de vez en cuando.

Blossom
era una gallina de aspecto bastante triste que no era muy aceptada por las demás.

—Claro.

—¿Y qué vas a hacer mientras estamos fuera?

—Ni idea. Ya se me ocurrirá algo.

—Chris, ¿te encuentras bien? No sé, se te ve muy callado últimamente. ¿Ya no nos soportas o algo parecido? ¿Hay algo que te esté agobiando?

—No, no. Estoy bien.

—Pero antes hablábamos, lo pasábamos bien charlando. ¿Cómo es que ya no lo hacemos?

—Ni idea. No hay de qué hablar.

—Están pasando muchas cosas. Estamos en medio de lo más importante que hemos visto en toda la vida. Sí que hay de qué hablar.

Él volvió a encogerse de hombros, sin levantar la vista del repugnante gusano pegado a su piel.

—Me encantaría que me enseñases algo más de lo que escribes, algo de poesía.

Él se quedó mirando la sanguijuela durante un buen rato, sin pronunciar palabra. Al final, rompió su silencio:

—Sí, me gustó lo que dijiste sobre los últimos poemas. —Y como si estuviese hablando consigo mismo, añadió—: Tal vez debería. Tal vez si, tal vez no.

Se volvió y tendió su mano delante de mí para coger algo de su chaqueta, que descansaba sobre una roca. En un acto reflejo, la cogí y se la pasé. Al hacerlo, distinguí otra vez el olor dulzón y rancio a alcohol de su aliento. Así que aún escondía una reserva de alcohol en algún lugar. Sacó una caja de cerillas. Parecía ajeno a mi presencia. Me quedé alicaída y desanimada. Me había sentido de mejor humor después de haber hablado con Fi, y volvía a hundirme otra vez. Pude oír a Robyn llamándome a gritos; nuestra expedición estaba lista para partir.

—Bueno, nos vemos —dije a Chris—. En un par de horas o en un par de días.

Ni se molestó en despedirse. Subí corriendo la pendiente, agarré mi mochila y me dirigí hasta el punto donde el arroyo se deslizaba bajo la densa maleza; allí comenzaba el camino que llevaba hasta la cabaña del Ermitaño y más allá. Fi, Homer y Lee ya se habían puesto en marcha; solo Robyn me esperaba. Me quité las botas y los calcetines. Habíamos llegado a un acuerdo —no quitarnos las botas, pero sí mantener secos los calcetines—, de modo que me puse las botas sin calcetines y me adentré como los demás en las frías aguas. ¿Era aquella expedición una buena idea? Aunque no lo podía afirmar con seguridad, tampoco me importaba demasiado. Había que hacerlo, y si llevábamos cuidado no teníamos porque temer nada; excepto una buena hipotermia, pensé, al notar el cosquilleo del agua entre los dedos de los pies. Y las sanguijuelas. Empecé a echar miradas nerviosas hacia abajo para asegurarme que no estaban llevando a cabo ningún ataque furtivo.

Pasamos frente a la vieja cabaña y seguimos adelante. Explorábamos territorio desconocido. La excursión no tardó en hacerse bastante engorrosa. Yo iba todo el rato encorvada, no dejaba de resbalar con las rocas y el dolor me ascendía desde los pies congelados por las piernas. Avancé entre resoplidos y quejas. No dejaba de buscar mejores formas de llevar la mochila a la espalda, sintiéndome más y más como una tortuga a cada segundo que pasaba.

—Qué manera más dura de ganarse la vida —espeté al trasero de Robyn.

Ella se echó a reír. O eso me pareció, al menos. Volvió ligeramente la cabeza hacia atrás para preguntar:

—Por cierto, Ellie, ¿los cangrejos de río muerden?

—Sí, más vale que te cuentes los dedos de los pies cada vez que nos paremos. Esos bichos son voraces.

—¿Y las libélulas pican?

—Un montón.

—¿Y los
bunyips
?

—Son los más temibles de todos.

Tuvimos que avanzar más encorvadas aún, porque la maleza empezaba a enredársenos en el pelo. La conversación quedó interrumpida de momento.

Continuamos así durante un buen rato. Aunque una vez que me acostumbre, no fue tan mal.

Los primeros minutos trascurrieron entre sudor y sufrimientos, hasta que coges el ritmo y te dejas llevar. Adaptarse cuesta tanto física como mentalmente pero, por suerte, esas molestias iniciales no tardaron en remitir. Así pues, anduve a paso lento, siguiendo a Robyn, que a su vez seguía a Lee, que seguía a Fi, que seguía a Homer. De vez en cuando, el arroyo se ensanchaba y ondulaba sobre la gravilla, lo que hacía el recorrido más fácil y agradable. En ocasiones, resbalaba con las piedras lisas o me arañaba con las puntiagudas; otras veces, nos veíamos obligados a encaramarnos a algún sitio para rodear pozas más profundas. Alcanzamos un tramo en el que el arroyo fluía recto y oscuro sobre un fondo arenoso, a lo largo de unos ochenta metros. Pudimos caminar con la cabeza tan erguida como si estuviésemos en una autopista.

Yo siempre me había imaginado el Infierno como una cuenca, una hondonada, aunque jamás lo había comprobado. Desde la Costura del Sastre, el extremo más alejado del infierno parecía una cresta de rocas y árboles, mucho más baja que la propia Costura. Efectivamente, daba la impresión de construir la pared de una cuenca, con el monte Turner como única cumbre que despuntaba. Pero más allá se extendía el valle del Holloway, y el arroyo debía de abrirse camino de algún modo hasta allí.

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