Mi madre y la Luisa estaban supercontentas, decían que parecía que la «Gran Oferta los Siete Samuráis» la habían pensado para ellas. «Los Siete Samuráis» serían: mi madre, la Luisa, Bernabé, mi padre, mi abuelo, yo y el Imbécil. Además dijo la Luisa que siempre había pensado que el hábito hacía al monje, así que en cuanto nos pusiéramos los kimonos se respiraría una paz oriental en nuestros hogares.
Como había tanta gente en la cola de los probadores, nos metimos todos en el mismo: los cuatro (Samuráis) y el pollo. Mi madre nos hizo quitar las camisetas para probarnos los kimonos y la Luisa y ella, cuando nos vieron en el espejo con los kimonos puestos, dijeron:
—Pero qué ricos están.
Yo no quería el kimono de seda con el dragón porque, si se enteraban los niños de mi clase, me iban a llamar cosas horribles que no quiero poner aquí en este libro tan fino. El Imbécil estaba encantado y seguía cantando las canciones de la chica japonesa como si entendiera todas las letras. A mí, ya me tenía superharto así que le dije:
—¡Deja ya de hacer el tonto, que no sabes ni lo que cantas!
—Sí que lo sabe el nene.
—A ver, ¿qué es lo que está diciendo ahora la cantante japonesa, listo?
El Imbécil cerró los ojos un momento como para escuchar mejor la letra. Se le había puesto de repente cara de traductor simultáneo, y en ese extraño estado empezó a decir:
«¡Cómo nos gusta el arroz!
cantamos los japoneses
por eso nos lo comemos
felices los doce meses.»
Me entró un escalofrío mortal por todo el cuerpo, que me tuve que sentar con el kimono puesto en el suelo del probador. No es fácil la convivencia con un hermano de cuatro años que tiene poderes paranormales. Al ver que yo me sentaba, el Imbécil, con su kimono, se sentó conmigo. La Luisa y mi madre se debían de haber probado ya cuarenta kimonos y, por el bulto que había encima de la silla, debían de quedar otros cuarenta.
Al Imbécil para divertirse no se le ocurrió otra cosa que hurgar en la bolsa del pollo y sacar las dos patas. Me dijo que si jugábamos a
Godzilla
. A mí el pollo crudo me da un asco que vomito (el pollo chamuscado de mi madre también), así que me tuve que poner una bolsa de plástico en la mano como si fuera un guante para poder coger aquella pata. Cada uno cogió una pata y estuvimos un buen rato luchando pata contra pata mientras el Imbécil daba extraños alaridos en japonés cada vez que atacaba mortalmente mi pata. Al rato nos aburrimos y el Imbécil volvió a meter la mano en la bolsa del pollo en busca de emociones fuertes. Rebuscó un tiempo hasta que sacó la cabeza. Quería que volviéramos a pelear, ahora él con la cabeza y yo con las dos patas. Le dije que no porque, entre la cabeza de aquel pollo muerto y los extraños gritos de ataque del Imbécil, me estaba dando un mal rollo que por la noche seguro que iba a soñar con la Noche de los Pollos Vivientes.
El Imbécil siguió él solo con sus juguetes asquerosos, en cada mano llevaba una pata y las hacía andar como si fueran las patas del monstruo
Godzilla
. Hacía rodar la cabeza y luego se acercaba hasta ella con las patas terroríficas. En una de ésas, lanzó la cabeza del pollo tan lejos que se coló por la rendija del probador y fue a parar al probador de al lado. El Imbécil y yo nos agachamos y vimos que la cabeza se había quedado entre los pies descalzos de una señora que se estaba probando también kimonos. Nos entró una risa mortal. La cabeza de pollo entre los pies y mirando para arriba. Yo creo que el Imbécil se sentía identificado con la cabeza de ese pollo porque hay veces, cuando vienen amigas de mi madre a casa, que él hace lo mismo: se tumba en el suelo y mira para arriba.
—¿De qué se ríen éstos ahora? —le dijo la Luisa a mi madre.
—Yo qué sé, hija mía, hay veces que les entra esa risa y no se les va en dos horas.
La del probador de al lado estaba todo el rato a punto de pisar la cabeza pero nunca llegaba a pisarla. El Imbécil se tiraba fuerte del pito porque le faltaba muy poco para mearse de la risa. Yo le dije que me diera a mí una pata, y cada uno armado con nuestra pata nos tumbamos en el suelo para poder meter mejor el brazo en el probador de al lado. Queríamos que nuestras patas de Pollo Viviente alcanzaran la cabeza del pollo muerto que en cualquier momento podía resucitar y pegarle un picotazo a aquella mujer en toda la pierna. Era una misión humanitaria. Mi madre nos miró:
—¿Qué hacéis ahí tirados? Vais a limpiar el suelo del probador con el kimono. Es que no sabéis cuidar las cosas, es que no se os puede comprar…
No pudo decir más porque oímos un grito aterrador que venía del probador de al lado. La Luisa abrió la puerta y salimos al pasillo. Un montón de mujeres y de niños vestidos con kimonos había salido de todos los probadores. Vi de lejos las orejas del Orejones López que se coló entre las señoras para venir hasta donde estábamos nosotros. Llegó vestido con un kimono amarillo.
—¿Qué haces aquí? Yo creí que te había dejado tu madre con la psicóloga.
—Ha sido la psicóloga la que me ha traído. Me ha dicho que hoy la terapia era que me llevaba a una tienda a ver qué tal me portaba.
—¿Y cómo te portas?
—Igual que siempre. Llevo todo el rato pidiéndole que me compre lo que sea, y al final me ha dicho que me compra este kimono para ver si así me callo un rato. Y de paso se va a comprar ella otro.
—Pues mola esa terapia —le dije yo—. A mí me han comprado este que llevo, pero no por terapia sino porque quiere mi madre.
Por fin se abrió la puerta del probador del grito y la mujer del grito era, nada más y nada menos, que la mujer de Cucú que estaba pálida como una puerta. Con la voz entrecortada dijo:
—He pisado una cabeza de pollo en el suelo de mi probador.
Un montón de cabezas de mujeres con kimonos se asomaron a su probador y dijeron:
—¡Oooooohhhhh!
Además de la cabeza de aquel pollo que parecía que nos miraba desde el suelo había también el brazo de un niño que salía de la rendija de nuestro probador y que con una pata de pollo en la mano buscaba a tientas la cabeza (del pollo). Las señoras de los kimonos y la mujer de Cucú miraban aquella operación-rescate con los ojos tan abiertos que yo temí que se les salieran de las órbitas y empezaran a caer ojos por el suelo.
—Es que hay veces que se encuentra una cada cosa en los probadores —dijo una señora con un kimono azul.
Por fin, la pata del pollo llegó hasta la cabeza. Entonces, como el Imbécil no podía conseguir que la Pata Viviente agarrara la presa, tiró la pata por los aires. Las señoras gritaron y se echaron para atrás para que no las rozara aquella pata. Y después del grito general, la mano de ese niño (el Imbécil) cogió, sin cortarse un pelo, la cabeza y volvió a meter el brazo en nuestro probador.
El Imbécil se asomó por la puerta con la mejor de sus sonrisas y alzó el brazo con la cabeza del pollo agarrada por las plumillas de arriba.
—Lo ha matado el nene —dijo el Imbécil.
Las señoras hicieron:
—
¡Aaaaggggg!
No todas las personas están preparadas para entender los juegos del Imbécil ni su sentido del humor.
La mujer de Cucú miró fijamente a los ojos a mi madre y le dijo:
—¿Conque al médico, eh?
Y la Luisa se puso por delante de mi madre como si tuviera que defenderla y le soltó a la mujer de Cucú:
—Pues si no ha ido al médico es porque su Cucú no ha querido quedarse con los niños. Pero, aquí donde la ve, está bastante enferma.
La mujer de Cucú se dirigió a todas las señoras del kimono buscando a alguien en el mundo (mundial) que le diera la razón:
—Dios mío, Dios mío, yo también estoy enferma. Esta familia es una pesadilla que me ha tocado a mí en la vida. No me basta con tenerlos de vecinos de casa, ahora tengo que soportarlos de vecinos de probador.
La mujer de Cucú hablaba como si estuviera a punto de llorar. Entonces llegó la psicóloga del Ore, que es la
sita
Espe, con un kimono rojo y le dio a la mujer de Cucú una tarjeta con su teléfono por si quería acudir a una terapia de grupo que estaba organizando, especial para personas que fueran vecinas de niños de mi colegio. La mujer de Cucú se quedó mirando la tarjeta como hipnotizada y dijo muy bajito que gracias. En ese momento nos dio bastante pena pero al momento siguiente se nos pasó porque nos dirigió una de esas miradas de odio que nos dedica cuando nos cruzamos con ella por la escalera.
Las señoras fueron metiéndose en sus probadores y nosotros también. Cuando estuvimos dentro, mi madre nos dijo que no volviéramos a jugar más en nuestra vida con un pollo muerto.
—Y te lo digo también a ti —le repitió al Imbécil—, no se juega más con el pollo.
El Imbécil la miró indignado primero, luego le empezó a temblar la barbilla y llorando volvió a meter las patas y la cabeza en la bolsa de plástico.
—No llores, cariño mío —le decía la Luisa—, que tu Luisa te llevará a la tienda de bromas a que cojas tú todos los pollos muertos y los ratones que tú quieras, que son de plástico y no huelen, pero ya verás tú cómo asustan a las señoras de los probadores.
El Imbécil siempre sale ganando. Cada vez que le riñen le tienen que comprar cosas para que se le pase el disgusto. Cuánto me gustaría ser el Imbécil.
Vestidos otra vez con la ropa de Carabanchel y con los kimonos en la bolsa fuimos a comprar los luchadores de Sumo para la Luisa, que tenía el capricho. Allí nos encontramos a la madre del Orejones y al novio de la madre del Orejones. Estaban los dos muy quietecitos y un poco agachados detrás de la estantería.
—He visto al Orejones. Está con la psicóloga en los probadores —le dije.
—Ya lo sé —me dijo muy bajito—. ¿Me puedes hacer un favor, Manolito?
La madre del Orejones me peinó el flequillo, como hace siempre, y a mí me entraron ganas de cerrar los ojos del gusto que me dio.
—No le digas que estoy aquí. Es malo para su terapia psicológica.
—Vale —le dije hablando yo ahora bajito también—. Nunca se lo diré. Me he comprado un kimono azul.
—Pepín y yo, también. Anda que no estarás guapo tú con tu kimono azul. Un día que vengas a dormir te lo traes que yo te vea.
La madre del Orejones y su novio Pepín se fueron escondiéndose por las estanterías para no estropear la terapia del Orejones. La madre del Orejones siempre está pensando en el Ore, y además es tan buena por fuera y por dentro, que me quedé medio flipado imaginándola con el kimono puesto y se me puso una sonrisa de patilla a patilla (de las gafas), me la imaginaba poniéndonos la cena al Ore y a mí con el kimono. Lástima que, como no tengo control mental, en mi imaginación se metió por medio también Pepín, también con su kimono y también poniéndonos la cena, y tuve que darme un tortazo en la cabeza para quitármelo de encima.
La Luisa se compró los luchadores de Sumo. Ella llevaba uno y mi madre el otro porque pesaban casi tanto como un luchador de Sumo de verdad. Yo tenía que llevar la bolsa de los siete kimonos y el Imbécil las dos gorras de las Tortugas Ninja, que nos había regalado mi madre como recuerdo del Japón actual.
Entramos en casa de la Luisa y la
Boni
, como siempre, nos recibió echando su meadilla de alegría en mitad del salón. Luego se puso a olisquear las bolsas de los kimonos buscando algún regalo para ella.
—Ay, mi
Boni
, mi niña chica, que no le ha traído nada su mamá.
Mi madre dice que es un poco exagerado el cariño que la Luisa le tiene a la
Boni
. Lo dice porque le da rabia que la Luisa sea una madre más cariñosa con su perra de lo que es ella conmigo, por ejemplo. Si yo me meara de alegría cuando mi madre volviera a casa no me quiero imaginar cómo se iba a poner.
Como no le habíamos traído nada a la
Boni
se puso rencorosa y se fue a un rincón. El Imbécil le ofreció el chupete para consolarla y la
Boni
le enseñó los dientes. En esos momentos se le pone cara de perra loca.
—Ay, qué graciosa —dijo la Luisa—, es como una persona.
La Luisa colocó a los dos luchadores de Sumo en una parte de su salón que está dedicada a los países del mundo. Allí tiene una gaita colgada que compró el año pasado en la Semana de Escocia; una brasileña que en el pasado le dabas cuerda y sonaba una música y movía el culo de un lado para otro, pero la cuerda se estropeó después de que el Imbécil se pasara una tarde entera dándola y dándola. Se ve que la brasileña dijo: «Hasta aquí hemos llegado». La Luisa también tiene un violín muy pequeño de Viena y unos pergaminos auténticos que estaban en las Pirámides colgados hasta que los compró la Luisa. Cuando sea mayor yo tendré un rincón igualito que el de la Luisa, con un cartel grande que diga: «El Mundo Mundial».