Authors: Chufo Lloréns
Los ilustres consejeros se removieron inquietos en sus respectivos sitiales ante la inusual introducción de la condesa.
—Como vuestras señorías me conocen bien y saben que no soy amiga de preámbulos ni de circunloquios, voy a entrar en el tema de inmediato. Sin embargo, antes de hacerlo, quisiera saber la opinión de vuestras señorías ante diversas cuestiones, todas ellas relacionadas en el fondo con el tema que deseo abordar.
Tras intercambiar una mirada de inteligencia con el resto de los presentes, el obispo tomó la palabra:
—Señora, os escuchamos atentamente.
—Bien está, ilustrísima. Voy a ello. Según vos, ¿cuál es la prioridad del buen gobernante?
Los consejeros se miraron, sorprendidos.
El notario Guillem de Valderribes fue esta vez el que tomó la palabra.
—Creo, señora, que lo primero es procurar el bien de sus súbditos.
—Muy cierto, señoría —repuso la condesa con una leve sonrisa—. Y decidme ahora vos, senescal, ¿creéis que el buen cuidado se refiere al presente o abarca también a las futuras generaciones?
Gualbert Amat alzó su voz y respondió con mesura.
—Señora, creo que la respuesta es obvia: al igual que un buen padre de familia, el cuidado debe proveerse a lo largo del tiempo.
—Entonces, veguer —prosiguió Almodis, ante la nerviosa extrañeza de los allí congregados—, ¿opináis que el futuro de los súbditos del condado nos debe preocupar o que, por el contrario debemos despreocuparnos de la posible turbación que pudiera producirse si no disponemos bien las cosas?
Olderich de Pellicer, al verse directamente interrogado, respondió presto:
—Señora, es de buen gobernante proveer las disposiciones pertinentes para el mejor gobierno de sus vasallos, ahora y en el futuro.
Almodis de la Marca permaneció unos instantes en silencio, con la mirada al frente.
—Me alegra oír tan sensatas y atinadas opiniones. —Hablaba en un tono inexpresivo, como si estuviera manteniendo una charla informal, que no engañaba a ninguno de los allí presentes—. Pongamos el caso de un buen padre de familia que conoce bien a sus hijos y observa que el mayor es disoluto, amante de francachelas, dilapidador y déspota con sus servidores, mientras que por el contrario el segundo es laborioso, justo con los jornaleros y buen cumplidor de sus obligaciones. ¿Debería en esta tesitura legar sus bienes al mayor, como marcan la ley y la tradición, aun teniendo en cuenta que de hacerlo no llegarán a la siguiente generación?
Los consejeros se miraron, desconcertados.
—Señora —osó decir el obispo—, tal parece una parábola del Nuevo Testamento.
—Ya que lo traéis a colación, ¿no es cierto que el Señor Jesús vino a cambiar la ley y que nosotros estamos aquí con la misma intención?
Guillem de Valderribes inquirió:
—Señora, ya que decís que jamás andáis por caminos indirectos, aclaradnos, os lo ruego: ¿adónde queréis llegar?
—Tened un poco de paciencia —replicó Almodis, en un tono de suave reconvención—. Antes quiero recordaros algo muy importante.
El silencio se podía sentir en el agitado respirar de alguno de los presentes.
—Mis queridos consejeros, estamos aquí como cada semana para redactar una serie de propuestas que debidamente reunidas y sancionadas por mi esposo el conde, plasmen leyes que habrán de regir la conducta de las generaciones que nos sucederán. Sin duda, en algunos casos nos veremos obligados a romper la costumbre para proveer en el futuro. ¿Comparten o no esa opinión, señorías?
Todos asintieron con el gesto.
—Como bien saben sus señorías, la casa de los Berenguer es la única entre las reinantes en los condados catalanes que desciende directamente de una rama visigótica de raigambre mucho más antigua que cualquier otra de estirpe carolingia.
—No comprendemos vuestras digresiones —apuntó el juez Vidiella con voz fatigada.
—Ya llego a ello, tened un poco de calma. Y decidme vos mismo, señoría, ¿quién sucedía, en tiempos de los visigodos, al difunto rey?
—Todos sabemos cuál era la costumbre —respondió el juez.
—Decidlo en voz alta, mi querido Vidiella.
—Los nobles elevaban sobre un escudo al más significado de entre ellos y lo nombraban rey.
—De lo cual se infiere que la monarquía era electiva, no hereditaria, y que de entre todos nombraban al más capaz.
—Evidentemente, señora, pero la mayoría de las veces se proponía, si era mayor de edad, al hijo primogénito —intervino, tajante, el juez Bonfill.
Almodis notó que Delfín le rozaba discretamente la rodilla.
—Sin embargo, finalmente ocupaba la alta distinción el más capacitado y que contaba con la preferencia de la mayoría —apostilló Vidiella.
—Por otro lado —prosiguió el juez Bonfill—, no olvidéis que tal sistema incentivaba el ansia de poder. No podemos ignorar la cantidad de regicidios que ocasionó tal costumbre, al punto que a la traición de los hijos de Witiza se debió la muerte de don Rodrigo y la entrada de los árabes en la península.
—Cierto, mi querido juez —concedió Almodis—, pero aquéllos eran tiempos oscuros y salvajes.
El senescal intervino de nuevo, sin ocultar su impaciencia:
—Señora, no entendemos adónde queréis llegar.
—Ya llegamos al final del hilo. Mi marido ha tenido varios hijos, de los cuales el primogénito es Pedro Ramón, hijo de la difunta Elisabet. Pero sin que medie en ello pasión de madre, pues tengo dos varones, el más capacitado para heredar los condados de Barcelona y Gerona es Ramón, el mayor de mis gemelos. Ved que no nombro a Berenguer, que me es igualmente querido e hijo de mis entrañas.
Un silencio glacial acompañó las palabras de la condesa.
—Preguntad al pueblo llano cuál es la opinión que tienen de uno y de otro —prosiguió la condesa en tono apasionado—. Pedro Ramón es iracundo, dado al vicio y a las veleidades, gusta de mujeres y de vino, y las tareas de gobierno le incomodan. En cambio Ramón, a pesar de su juventud, es reflexivo, paciente, esforzado en el aprendizaje de las armas; su criterio es justo y ama a su pueblo y a su país por encima de toda ponderación. ¿Dudáis acaso que si de elevarlo sobre un escudo se tratara el buen pueblo de Barcelona no lo elegiría a él?
Los consejeros cambiaban circunspectas miradas entre ellos y nadie parecía dispuesto a romper el hielo. Finalmente habló el obispo Odó de Montcada:
—Señora, lo que proponéis tiene una trascendencia vital para Barcelona y no atañe particularmente a las costumbres, que es de lo que hasta hoy han tratado nuestras propuestas. Creo que convendría conocer la opinión del conde, pues materia tan delicada escapa a nuestras pobre luces.
—Dejémonos de rodeos, señora —intervino el juez Vidiella con gesto avinagrado—. De lo que se trata es de hurtar el condado a su legítimo heredero.
—Honorable juez, ¿no habéis ratificado antes de comenzar que lo que antecede a cualquier otra consideración es la salud y el buen gobierno del pueblo? —replicó Almodis en tono falsamente suave.
Delfín golpeó de nuevo la rodilla de su ama y ésta entendió el mensaje.
—Bien, voy a dejar a sus señorías que mediten su consejo y mañana procederemos a la votación. Quiero saber quién está conmigo y quién opina que una ley caduca en el tiempo es buena aunque perjudique a los súbditos de mi esposo.
Entonces fue el senescal quien tomó la palabra.
—Señora, como bien sabéis, tal decisión puede traer violencia e inclusive dar paso a algún asesinato… como sucedió entre los visigodos. La ambición de poder es mala consejera.
—No paséis cuidado —replicó la condesa con aspereza—. Nadie va a asesinar a nadie.
—Señora, insisto, cabría considerar la opinión del conde sobre asunto tan delicado, esto nos ayudaría a decidir lo más conveniente y de esta manera…
—El conde, senescal, escuchará los consejos de quienes desean lo mejor para el condado. Y ahora, si nadie requiere otra aclaración, voy a cerrar el debate de hoy. Que tengan sus señorías un buen día y que el sueño aclare sus ideas. Nos veremos a la entrada del nuevo año.
Con aire ofendido, Almodis de la Marca abandonó la estancia escoltada a duras penas por Delfín, cuyas cortas extremidades apenas podían seguir el paso rotundo de la condesa.
El juez Bonfill
Lluc, el mayordomo del primogénito, anunció la visita del juez Bonfill, que había acudido a palacio para entrevistarse con Pedro Ramón.
Éste lo aguardaba en su gabinete del segundo piso: en pie junto a la mesa, en atención al elevado cargo del visitante, y ¿por qué no decirlo?, para ganarse el favor de uno de los caballeros más poderosos del condado.
El juez Ponç Bonfill, que debido a sus achaques caminaba con un grueso bastón, se despojó del bonete negro que cubría su calvicie y se dirigió hacia el heredero; éste, meloso y afectado, fue a su encuentro y tomándolo del brazo lo condujo hasta uno de los sillones que había frente a su mesa. Él ocupó el otro, a su lado, en lugar de sentarse al otro lado de la mesa como era su costumbre.
—Querido juez, me honráis con vuestra presencia y os la agradezco doblemente pues me consta lo dificultoso que os resulta trasladaros en vuestra circunstancia.
—Bien podéis afirmarlo —murmuró el juez con voz fatigada—, pero a veces el cargo obliga.
—Comprendo y aplaudo vuestra presencia en el tribunal. Y más aún que tengáis la gentileza de acudir a palacio para verme a pesar de vuestras dificultades. Vuestro gesto se traduce en una deuda de gratitud de mi parte.
Pedro Ramón sirvió al juez una copa de hipocrás y esperó a que se recuperara un poco antes de iniciar la conversación.
—Estoy ansioso por conocer los motivos de vuestra visita, señoría.
El juez Bonfill miró al heredero a los ojos, carraspeó y respondió en tono solemne:
—Mi querido príncipe, son tan simples como que un juez tiene un doble compromiso cuando se enfrenta a un desafuero. El primero, como cualquier persona de bien, es reaccionar ante la inminente comisión de una injusticia, y el segundo tiene más que ver con el cargo que ocupa.
—No os sigo, señoría —advirtió Pedro Ramón.
—Atendedme, señor. A un clérigo se le atribuye la caridad y la castidad, a un soldado el sacrificio y el valor… Y a un juez la probidad en su conducta personal y una estricta y exquisita conciencia de todo aquello que atañe a sus decisiones personales antes de tomar partido por una u otra facción.
Se ensombreció el rostro del primogénito.
—Voy imaginando por dónde queréis ir —rezongó, torciendo el gesto—. Es vox pópuli la opinión de la usurpadora del afecto de mi padre sobre lo que le gustaría que sucediera a la muerte del mismo. Sin embargo —añadió, esbozando una aviesa sonrisa de satisfacción—, poco puede hacer al respecto.
—Si opinara como vos, no estaría aquí y ahora.
El semblante de Pedro Ramón varió notablemente.
—Explicaos, juez.
—Si únicamente fueran meros deseos o elucubraciones sin sentido, no me preocuparía. Pero cuando los deseos se convierten en actos y la iniciativa sustituye a la mera especulación, mi conciencia me dicta que debo pasar a la acción y hacer cuanto esté en mi mano para impedir que tal empresa prospere y se cometa tamaño atropello.
—¿Qué acción se ha llevado a cabo para inquietaros hasta ese punto?
—En principio eran vagas sospechas, mas en la última sesión de consejo consultivo, que por cierto jamás preside vuestro padre, la condesa insinuó claramente cuáles eran sus intenciones al respecto de la sucesión del trono condal.
La palidez cérea que tiñó el rostro del primogénito alarmó a Bonfill.
—¿Os encontráis bien, señor?
—Jamás he estado más despierto —respondió Pedro Ramón con voz ronca—. ¡Proseguid!
—La condesa ha destapado claramente el tarro de sus intenciones. Ahora puedo decir con fundados argumentos que su máxima aspiración es ver en el trono del condado a su hijo Ramón.
La violencia del carácter de Pedro Ramón se hizo patente una vez más en aquel instante y, ante la asombrada mirada del juez Bonfill, la damajuana que contenía la bebida de hipocrás y la mesilla que la sustentaba volaron por los aires.
—¡Víbora ambiciosa! ¡Vil ramera usurpadora! —La voz del príncipe silbó más que habló—. Jamás creí que sus deseos pasaran por algo más que por susurrar maldades a mi padre en la alcoba… además de otra cosa que imagino que también hace cada noche.
El juez, más avergonzado por las palabras que por la acción, prosiguió:
—Es un hecho que intenta ganar voluntades con argumentos falaces para añadir adeptos a su causa.
Llegado a este punto, el juez explicó detalladamente el contenido de la última sesión del Consejo. Pedro Ramón le escuchó con suma atención. Cuando el juez hubo terminado su relato, el heredero tomó aire y, antes de nada, aseveró:
—Tened por seguro, mi querido juez, que cuando yo ocupe el trono condal tendré muy presente quiénes han sido mis amigos y quiénes mi enemigos.
—Señor, entended que no pretendo prebenda alguna. Lo único que preside mi actuación es el deseo ferviente de que la injusticia no pervierta el orden establecido. Os diré algo más: de momento no tenéis que preocuparos. Sé que son muchos los que piensan como yo… Y me consta que incluso vuestro padre, el conde, se muestra reacio a subvertir ese orden. Sólo he venido a advertiros… Y a deciros que actuéis con prudencia: no os dejéis llevar por la ira… Sed cauto, señor.
Pero el semblante de Pedro Ramón denotaba más furia que cautela.
Sants Just i Pastor
En las últimas semanas del año, el humor de Ahmed había ido de la duda al miedo y eso hacía que su estado de ánimo transitara de la euforia más desatada a la melancolía más negra, cosa que desorientaba a las dos muchachitas. Por una parte algo en su interior decía al muchacho que su historia de amor con Zahira no era un sueño; por la otra, el sudor le invadía al pensar que algo le hubiera ocurrido a su dulce quimera. Sin embargo, los hechos eran crueles y tozudos: habían pasado cuatro semanas desde la última vez y cada lunes, como de costumbre desde hacía ya casi un año, había acudido al puesto de flores y hierbas aromáticas de Margarida sin que hubiera para él recado alguno. Si hasta entonces había andado por la casa a una vara del suelo y todos sus habitantes desde el amo hasta el último de los criados le parecían las más amables de las criaturas, en estas últimas semanas del año la vida le parecía un pozo tan frío como el invierno que azotaba inclemente la ciudad. Aunque estaba seguro del amor de Zahira, en los últimos encuentros la muchacha había acudido a sus citas de los lunes más triste que ilusionada. Zahira decía que su amo jamás accedería a venderla y que, caso de que así fuera, su precio sería inalcanzable. Este estado de ánimo era advertido por todos los habitantes de la mansión de Martí Barbany y éste, ante las quejas del mayordomo y del ama, había respondido que debían tener paciencia, que era uno de los momentos más maravillosos de la juventud y que tristemente duraba poco.