Mar de fuego (24 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Los ojos del inmenso sacerdote se posaron en su ayudante. Últimamente la salud del padre Magí le preocupaba: lo veía nervioso e irritable; desatendía sus indicaciones y en multitud de circunstancias debía repetirle las cosas. Cosa nada fácil, por cierto, dado el carácter del padrino de Marta, ya que la paciencia no era la principal de sus virtudes, pero debía cuidar tal circunstancia, pues alguna vez, en la que sin llegar a ser brusco, había alzado la voz, se había producido un cataclismo: ya fuera el derrame de un tintero o la rotura de la jarra que el ayudante llevaba en las manos.

—¿Qué es lo que ocurre, padre?

El padre Llobet intuyó que bajo las amplias mangas del hábito, las manos de su coadjutor se frotaban sudorosas.

—Verá, vuestra reverencia, el caso es que debo pedir vuestra venia para ausentarme.

—¿Y pues?

—Es mi anciana madre. Le han vuelto a dar las fiebres y, como sabéis, no tiene a nadie más que a mí.

—¿Habéis tenido noticias de ella?

—Una vecina… me ha mandado recado por una vecina. Ha sido esta mañana mientras yo estaba en el huerto. Me ha dicho que la ha oído toser toda la noche y que gracias a su insistencia se ha quedado en la cama, pues la mujer pretendía levantarse.

—Id, padre Magí. Es más importante ser un buen hijo que un buen sacerdote, y si hace falta quedaos a dormir con ella. Hablaré con el superior y le diré que os he dado permiso.

—Gracias, vuestra reverencia, la mujer ha hecho tanto por mí que me sentiría mal si no hiciera yo lo que pudiera por ella.

El padre Magí se inclinó para besar la mano de su superior y tras hacerlo se retiró.

El padre Magí tenía diecinueve años. Su madre, tras la muerte de su marido, había visto en la Iglesia una manera de sacar adelante a su hijo. A pesar de que se dedicaba a cualquier menester aparte de su oficio de partera, de que cultivaba un huertecillo tras la modesta casa, fabricaba su propio pan y ayudaba a sus vecinas, los dineros no alcanzaban y llegó el momento de tomar una decisión. La mujer pensó que si colocaba a su hijo en el seminario, aunque no llegara a profesar, lo alimentarían durante unos años y adquiriría una cultura que sin duda le sería útil a lo largo de la vida. Luego se vería si le venía la vocación o no servía para la religión, pero de momento habría crecido entre aquellas santas paredes y se habría ahorrado su mantenimiento. Un buen día, el pequeño Magí de la Vall se encontró cantando en el coro de la iglesia. Tenía ocho años. Hasta los trece todo fue bien: aquella vida recoleta y austera le agradaba, podía comer sin las limitaciones que no fueran las litúrgicas, y aunque la comida era sobria, no era escasa. Además, disfrutaba de la compañía de otros muchachos de su edad. Andaba todo el día entre latines, cánticos y la biblioteca, mientras casi todos los demás postulantes trabajaban en el huerto en tareas mucho más duras que las a él encomendadas.

Todo funcionó hasta que el tirón de la libido entró en su vida y comenzó en sueños a manchar las bastas frazadas.

Al cumplir los dieciocho años tomó los hábitos, pero el ensueño de conocer mujer se tornó en obsesión. Magí moraba en la Pia Almoina, pero lo que es vivir, no vivía. Vagaba como alma en pena por los pasillos y sus pensamientos andaban muy lejos del claustro. Había enflaquecido notablemente y su cuerpo, que siempre fue desmedrado, bailaba ahora dentro de las ropas talares cual badajo de campana. En los rezos de última hora de la tarde, bajo los soportales que circunvalaban el estanque, su rostro afilado y pálido apenas se vislumbraba. Hiciera lo que hiciese, ya fuera ordenar los rollos de la biblioteca, repartir la sopa de los pobres o cumplir cualquier encargo de su superior, Eudald Llobet, su mente invariablemente evocaba senos de muchachas, veía en cualquier capitel formas femeninas y sabía que pese a condenarse a los infiernos, sería incapaz de resistirse a aquella tentación.

Tras varias noches sin conciliar el sueño tomó su decisión. Buscaría una excusa y pondría los medios para acercarse a la falda de la montaña de Montjuïc, donde —según escuchó en una conversación entre uno de los mozos de la cuadra y un palafrenero— habían abierto una mancebía. Oyó que dicho establecimiento se hallaba en el camino de la cantera, precisamente en la ruta donde se hallaba la casucha de su madre, en la vía del cementerio judío, y que el montante por ocuparse con una de las pupilas era modesto en comparación del exigido en un lugar similar que había abierto anteriormente en la Vilanova dels Arcs.

Esa tarde, tras salir de las dependencias del padre Llobet y cuando la campana de la Pia Almoina convocaba a los fieles al primer rezo de la tarde, Magí, con el corazón agitado bajo el humilde hábito pardo, abandonaba el convento tras mostrar el pase al portero, que lo observó con indiferencia.

Bordeó las interminables obras de la catedral, continuó a lo largo del
Call
y se encontró en medio de los que al atardecer abandonaban la ciudad para dirigirse a los
ravals
que crecían extramuros. La masa humana iba avanzando entre los gritos e imprecaciones de los carreteros, que desde la altura de sus carromatos insultaban a algún que otro avispado que arteramente pretendía saltarse el turno correspondiente. Cuando la algarabía era notoria, el chuzo de los guardias volvía a poner orden en aquel desconcierto.

Magí avanzaba penosamente tras una gorda mujer con un inmenso canasto en la cabeza y un arrapiezo colgado de sus faldas, al que sin otro motivo y de vez en cuando soltaba un pescozón. Finalmente, y ya sobrepasada la puerta del Castellnou, la muchedumbre se fue diluyendo unos hacia el Cogoll otros hacia el barrio de Santa Maria del Pi y los más por el camino de la Boquería, bien hacia el Areny, bien hacia Sant Pau del Camp. Magí se desvió hacia el camino de Montjuïc y tras pasar el puentecillo de madera del Cagalell observó que hacia la ciudad regresaban los canteros con la herramienta al hombro y el polvo blanquecino del mármol cubriéndoles todo el cuerpo. En cambio en su mismo sentido lo hacían caballerías montadas por comerciantes y sencillos vecinos, que parecían alegres y comunicativos. Magí se desentendió de su entorno y se encerró en sus pensamientos, de manera que casi sin darse cuenta se encontró frente al paraje de su infancia. La antigua acequia, el abrevadero de los animales y el viejo pozo del que tantos cubos de agua había sacado de niño. Alrededor de estos tres elementos se alzaban cinco casuchas que constituían el barrio; la del fondo era la de su madre. Cuatro paredes, un tejado a dos aguas, y tras la construcción, una enjalbegada tapia que cercaba un huertecillo. Magí se acercó a la pequeña puerta que siempre estaba abierta y al traspasarla un conocido olor, a col rancia y a tasajo, asaltó su nariz. La estancia no había cambiado. Frente a él, la ventana que daba al huertecillo; a la derecha, en la chimenea cuyo fuego calentaba la casa, un caldero humeante que certificaba la presencia de su madre; a la izquierda, dos puertecillas, la primera de las cuales comunicaba la estancia con el patio exterior y la segunda daba acceso a una corta escalera que ascendía al altillo. En el lienzo de pared junto a la entrada se hallaba el camastro donde descansaba su madre y un anaquel con diversos cacharros, y bajo el estante interior el modesto arcón donde la mujer guardaba sus instrumentos de partera.

Magí se acercó a la ventana y oteó el panorama. Al fondo, en la corralera, divisó a su madre ordeñando la única cabra en tanto unas famélicas gallinas picoteaban a su alrededor.

Su voz interrumpió la tranquilidad de la tarde.

—¡Madre, estoy aquí! ¡Soy yo, Magí!

Las manos de la mujer abandonaron la ubre de la cabra y haciendo pantalla con la diestra y girando sobre la banqueta donde estaba posada, buscó con la mirada la ventana. Se puso en pie: en su boca desdentada amaneció una torcida sonrisa y una miríada de arrugas circunvaló sus ojos al distinguir el rostro de su hijo.

Las preguntas se agolparon en sus labios en tanto se secaba las manos en el delantal y avanzaba hacia la casa.

—¿Pasa algo? ¿Cuándo has venido? ¿Hasta cuándo te quedas? ¿Lo sabe el padre Llobet?

La mujer ya llegaba a la casa. Magí comenzó a responder desde la ventana, mas luego dirigió su mirada hacia la puerta por la que ya entraba su madre. Después de besarla, intentó satisfacer su curiosidad.

—No pasa nada de particular, madre. He salido del convento en una comisión y mañana debo regresar. Es mi tutor el que me envía; esta noche dormiré aquí con usted.

La mujer lo observó extrañada.

—Me haces feliz, pero ¿qué misión es esa que te hace dormir fuera?

—Las ganas de verla han propiciado la coyuntura y me han hecho decir una pequeña mentira.

La mujer lo observó, inquieta.

Magí prosiguió:

—Esta noche debo llevar a cabo una comisión acerca del párroco de Santa Maria del Pi, y aprovechando que ese
raval
cae mucho más cerca de su casa he alegado que estaba usted un poco indispuesta con el fin de que me otorgaran un permiso de pernocta. Las ansias de verla me han obligado a decir un piadoso embuste, de manera que a mi regreso dormiré aquí y mañana por la mañana podremos desayunar juntos.

—Dios te perdonará, hijo mío. Sé que mentir es malo, pero es tanta la ilusión de verte que no puedo dejar de alegrarme. ¿Quieres que te prepare algo para cenar?

—Nada, madre, voy a tener que irme ahora.

—Entonces te dejaré en la alacena un plato del cocido, así a la vuelta podrás comer algo —se ofreció la buena mujer.

—Es lo que más añoro en el convento, sus guisos. Ahora voy a cambiarme.

La madre lo miró extrañada.

—¿Vas a quitarte el hábito?

—A lo que voy no conviene que vean que soy clérigo. Mi misión es informar a mi superior de la vida que hace un clérigo que por cierto no es modelo de virtudes —mintió Magí.

—Soy una pobre mujer que no entiende de latines. Haz lo que tengas que hacer y nada me expliques. Estás aquí y eso me basta.

—¿Mis cosas están donde siempre?

—Todo está en el arcón de debajo de tu catre.

—Entonces, madre, voy a cambiarme.

Ascendió Magí los escasos escalones que conducían al altillo y al punto su mirada se hizo cargo del paisaje que tan bien conocía. La luz entraba por el pequeño tragaluz del tejado. En un rincón estaba su catre y un inestable taburete de tres patas. En el extremo opuesto, el aguamanil con la correspondiente palangana y una jarra de cinc al lado, y un rústico armario que, junto a la corralera de la cabra y el gallinero, había hecho tiempo atrás con sus propias manos, a ratos perdidos en las visitas que año tras año había venido haciendo a su madre. Lo primero que hizo fue comprobar si sus ahorros estaban donde él los había dejado. Se acercó hasta el armario donde guardaba vieja ropa de su padre y algunas cosas de él, y con un pequeño esfuerzo lo apartó de la pared; luego removió un ladrillo de barro cocido cuya argamasa estaba agrietada y metió la mano en el hueco que había dejado: una pequeña faltriquera de piel de oveja apareció ante sus ojos. El alegre tintineo de las monedas le indicó que todo estaba en su sitio. Tras depositarla sobre el catre, procedió a colocar el ladrillo y el armario en su lugar. Luego extrajo de él viejas ropas y tras despojarse del hábito procedió a vestirse como un paisano cualquiera.

Al poco salía por la puerta un joven: calzas ajustadas, casaca corta de color marrón y sobre la cabeza, ocultando su frailuna tonsura, un gorro encasquetado hasta las orejas. Miró a uno y otro lado y encaminó sus pasos hacia Montjuïc. Al cabo de una media hora, con los pulsos acelerados, tocaba la aldaba de una puerta.

La espera se le hizo eterna; lo que fue un brevísimo espacio de tiempo le pareció una eternidad. La cancela se abrió y la imagen de un inmenso moro vestido al uso ocupó el quicio de la puerta. El eunuco lo miró de arriba abajo y tras una detenida inspección le habló entre interrogante y displicente.

—¿Qué buscáis a tan temprana hora?

Magí intentó mostrar naturalidad.

—Si no me han informado mal, lo que cualquier paisano busca en lugar como éste.

El moro abrió la puerta del todo: un cliente era un cliente y a cualquier hora era bienvenido.

—Excusadme, señor, mi extrañeza se debe quizá a que la hora es temprana.

Magí, temblando por dentro pero simulando una actitud segura y arrogante, respondió al moro:

—Cada quien es dueño de su tiempo y sabe encontrar para estos negocios el rato que le conviene.

—Desde luego, señor, estáis en vuestra casa. Ahora mismo hago encender las candelas del salón y os muestro la mercancía.

—No quisiera mezclarme con otros. Me conviene un lugar más privado.

—Como gustéis, señor, pero pasad; tened la amabilidad de seguirme.

Magí dio un paso al frente en tanto el moro cerraba la puerta. Luego se encontró siguiendo los pasos del eunuco a través de un largo pasillo que le condujo a una pequeña habitación. Tres ambleos proporcionaban luz a la estancia, y el fuego de una chimenea encendida una agradable calidez. Magí se sentó en uno de los dos sillones; el sudor inundaba sus axilas y le costaba un esfuerzo inmenso contener el temblor de su barbilla.

—Si tenéis la amabilidad de indicarme vuestro gusto, tendré un inmenso placer en complaceros: edad, color de piel…

—Quisiera una mujer joven que conozca la vida y que le guste su oficio —respondió Magí con falso aplomo.

El eunuco se dio perfecta cuenta de que el visitante era un pardillo.

—Creo que tengo lo que buscáis. Tened la bondad de aguardar un momento.

Desapareció el moro dejando a Magí al borde del desmayo y con los pulsos al límite.

Al poco rato, se apartó el cortinón del fondo y apareció ante sus asombrados ojos la imagen de la que creyó una hurí del paraíso. Tendría unos veinticinco años, vestía un chaleco verde de raso y bombachos de seda transparente; calzaba borceguíes de punta retorcida y sujetaba su pelo castaño una diadema; sobre el velo que ocultaba sus labios se veían unos ojos profundos y negros, con los párpados maquillados con carboncillo y alheña, para resaltar su belleza, que lo observaban con curiosidad.

27

La respuesta de Zahira

Las flores de los tilos empezaban a asomar tímidamente. Zahira no comprendía cómo había florecido el huerto en aquel piélago de tristeza que la rodeaba. La muchacha observaba con ojos asombrados cómo, a pesar de todo, el invierno daba paso a una prematura primavera y un sinfín de olores y colores invadía el aire de abril. Llevaba allí dentro apenas dos meses y le parecía mentira que las cosas hubieran sucedido de aquella manera. ¡Cuánta miseria, cuánto odio y cuánta resignación a su alrededor! ¡Cuánto había llorado! Qué lejanos le parecían sus encuentros con Ahmed, las charlas con Bashira y los pocos momentos felices que la vida le había otorgado pese a su condición de esclava. Los sollozos en la oscuridad de los lóbregos aposentos donde intentaba descansar aquel grupo de desgraciadas formaban en la noche un coro de lamentos inacabable. Jamás hubiera creído Zahira que la providencia le reservara aquella amarga prueba. Su intuición había deducido perfectamente el lugar donde se hallaba y hacia dónde se encaminaba irremediablemente su amarga existencia. Tras la humillación de sentir su desnudez ante aquellos dos hombres que la observaban como se observa una res en una feria de ganado, pudo vislumbrar el abismo donde se iba a despeñar su destino. Rania, la gobernanta, la asignó por el momento a las cocinas, pero apenas conocer las dependencias del lugar y ver la sumisa escoria humana que allí vegetaba, comprendió lo que era aquella casa y el trabajo que hacían los desgraciados que allí moraban. Aquel mismo día, después de mostrarle dónde iba a dormir, la gobernanta le dio una ropa basta y unas almadreñas para que se cambiara, e hizo que la encargada de la limpieza la condujera a la estancia principal, donde por la noche se desarrollaban obscenos espectáculos.

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