Mar de fuego (56 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Marta dudó unos instantes pero pensó que, tal como estaban las cosas, lo mejor sería no provocar la ira del hijo de los condes.

—Mostrádmelo si os complace.

—Entonces, seguidme —dijo él con una sonrisa.

Berenguer se dirigió pasillo adelante hasta la esquina donde estaba la portezuela que daba paso a la escalera de caracol que conducía al pasillo del torreón.

—Permitidme que os muestre el camino.

Berenguer, sujetando trabajosamente los papiros con la zurda y agarrándose al eje de la escalera con la diestra, comenzó a ascender los angulados escalones. La muchacha fue tras él. Llegados ambos, Berenguer avanzó por el pasillo hasta la pequeña cancela que daba paso a otra escalerilla, todavía más estrecha, que subía hasta el llamado «cuarto del sabio».

—Tenedme esto.

Sin esperar respuesta, entregó los pergaminos a Marta en tanto él, extrayendo una llave de bolsillo y encajándola en la cerradura, abría la puerta del camarín y, adelantándose, tomaba yesca y pedernal y prendía la lumbre a un ambleo que sostenía un grueso cirio.

Marta, inquieta al ver que no encendía un candelabro de siete candelas ni tampoco un candil que se hallaba sobre la mesa, indagó:

—¿No prendéis más luces?

—No es conveniente, si hay demasiada luz en el interior es más difícil observar bien los astros. Para este menester, la penumbra es necesaria. —Luego añadió—: Dejad todo eso ahí encima. —E indicó a Marta la mesa del fondo.

La muchacha obedeció el mandado y no pudo impedir observar con curiosidad el entorno.

Berenguer, que vio un signo positivo en su curiosidad, preguntó:

—¿Os complace el lugar?

Marta observó lentamente los anaqueles de las paredes y los instrumentos allí coleccionados e intentando ser amable, respondió:

—Es admirable hasta dónde puede alcanzar el conocimiento de los hombres. Somos unos afortunados, señor, de vivir en este siglo, donde creo que el genio humano ha llegado a su plenitud.

—Tenéis razón, las gentes e inclusive parte de la Iglesia creyeron que el fin del mundo ocurriría al finalizar el décimo siglo y ya veis que no fue así… Pero acercaos y mirad.

Berenguer señaló con la mano el ventanuco que se abría junto al tejado de la estancia circular. Luego acercó un banquillo y le indicó:

—Si os subís aquí, podréis observar mejor las estrellas.

Marta dudó unos instantes. Berenguer se mostraba amable y le ofrecía el antebrazo para ayudarla en el empeño. La muchacha, no queriendo ofenderlo, se apoyó en él y se encaramó en el taburete, dispuesta a escapar al menor intento de tocarla. Pero nada sucedió y Marta comenzó a dudar de las sospechas que ella y Amina tenían desde la desafortunada noche del ataque. No había nube alguna y el cielo tachonado de estrellas sobre el mar era realmente apabullante. La dama blanca de la noche lo presidía todo y Marta pensó que, desde algún lugar del mundo, su padre estaba viendo la misma luna.

Por unos instantes se olvidó de Berenguer hasta que su voz habló de nuevo.

—¿Qué os parece, valía la pena?

La muchacha, en tanto descendía del escabel, respondió:

—Visto desde aquí parece otro cielo. Nunca había contemplado nada tan hermoso.

Él la miró, satisfecho. El deseo de poseerla era cada vez más fuerte y tuvo que controlarse para no saltar sobre ella allí mismo y consumar su pasión.

—Sentaos —le dijo—, quiero deciros algo.

Atendiendo al requerimiento, Marta se sentó en un banco junto a la pared y entendió que había llegado el momento de descubrir la auténtica intención del príncipe.

Berenguer lo hizo en el escabel, frente a ella.

—Marta, si vos habéis visto algo hermoso, yo ahora sin duda contemplo lo más maravilloso de la corte.

La joven se ruborizó y sus ojos buscaron la salida. Berenguer había acercado el escabel de tal modo que, con la pared a la espalda y él delante, ella no podía moverse sin empujarlo. El miedo le provocó un escalofrío y un sudor gélido perló su frente.

—No deberíais hablar así —musitó Marta—. Me hacéis enrojecer…

Él apoyó una mano sobre su regazo y con la otra fue a acariciarle el rostro. Marta, presa de una repugnancia que no podía disimular, se echó hacia atrás.

—Marta, Marta… mi corazón hace mucho tiempo que late por vos. Nada me haría más feliz que ser correspondido. Si así fuera, yo sabría haceros la más feliz de las mujeres de palacio.

Marta estaba desesperada. Berenguer intentó tomarle la mano. El roce de sus manos la aterraba y, sin poder evitarlo, el disgusto que Berenguer le inspiraba se reflejó en su rostro. Éste, ofendido al ver su mirada de asco, se levantó del escabel como si una serpiente le hubiera mordido.

—Os lo advierto, Marta… —El tono de su voz había cambiado, las palabras salían entrecortadas—. He decidido que seréis mía antes que de nadie más y no pienso echarme atrás. Ningún Berenguer ha tenido que rogar por los favores de una dama… ¡Menos voy a hacerlo yo por los de una simple plebeya!

Y de un sonoro portazo dejó a Marta en el vacío cuarto, temblando de pavor.

70

Santa María de Leuca

Tras veinte días de navegación y tras recorrer todos los tugurios de Crotona, Tricase y Otranto, arribaron al anochecer a Santa María de Leuca. Siguiendo a las otras barcas llegaron a una pequeña bahía que cerraba una playa donde la actividad era inusitada. Ambos estaban agotados, la jornada había sido muy dura y la pesca, escasa; llevaban además ya muchos días y las averiguaciones del griego en los tugurios de la costa habían sido infructuosas.

—Me parece que nuestra misión está condenada al fracaso —se lamentaba el muchacho.

—Pronto decae tu ánimo, Ahmed. En estos casos hay que tener fe. Lo que no ocurre en una semana ocurre en un día. Es algo así como el trabajo de los pescadores de perlas; bajan allá abajo, la oscuridad es casi absoluta y suben a la superficie con su cestillo de mimbre sujeto al cinto lleno de ostras. Al llegar a la playa comienzan a abrirlas y súbitamente, cuando menos lo esperan, ante sus ojos aparece la perla. Seguiremos con nuestro plan hasta que se agote el tiempo.

Manipoulos movió la caña hasta colocarse a sotavento de una embarcación que pilotaba un viejo acompañado de un muchacho que por su edad y parecido no podían negar que fueran abuelo y nieto.

El griego, llevándose el pulgar y el medio de la diestra a la boca, emitió un potente silbido que atravesó la distancia logrando que el viejo alzara la vista y parara la atención en ellos, dejando su vela en banda para permitir que la otra embarcación se colocara a su estribor.

Cuando estaban ya a una corta distancia, Basilis, haciendo bocina con las manos, se dirigió al hombre.

—¡Buena pesca y mejor arribada, amigo!

La voz del viejo, cascada y profunda, se dejó oír.

—¡Lo mismo os deseo! No conozco vuestra barca, ¿de dónde sois?

—De Crotona. Allí se ha acabado la pesca, y me he visto obligado a buscar nuevos caladeros.

El otro arrugó el entrecejo.

—Si no pagáis el canon a la «hermandad de la costa» no os comprarán las capturas. Y no nos gusta que los forasteros pesquen en nuestras aguas.

—Por supuesto —dijo Basilis—, y estoy dispuesto a aportar algunos dineros a vuestras obras de caridad por disfrutar de vuestra licencia. ¿A quién debería dirigirme?

—Estáis ante él; cuento con la confianza de mis vecinos durante este año.

—Mi nombre es Antioco Vetalis y éste es mi criado, Ahmed —mintió Manipoulos.

—Yo soy Dimitrios y él es mi nieto, Teófanes.

Tras las presentaciones, y a la vez que arriaba la vela, ambas embarcaciones avanzaron a fuerza de remos. Basilis, que había adivinado el origen de la pareja, prosiguió sus indagaciones.

—Imagino que he llegado a Santa María de Leuca.

—En ella estáis, la que tenéis enfrente es su principal playa. En ella se resguardan las embarcaciones que, por su eslora y hierro, no atracan en el fondeadero; de cualquier manera os aconsejo que dejéis en la playa vuestra pesca y que vuestro muchacho acompañe al mío a fondear las barcas. Podéis abarloaros a la mía en tanto obtenéis el permiso de echar el hierro, que viene conjuntamente con la licencia de vender vuestra pesca.

—Me parece una magnífica proposición que os agradezco, y decidme, ¿tenéis una lonja donde subastar?

—Los días que hace bueno lo hacemos en la playa. Las mujeres vienen con sus cestas en la cabeza y tras pagar la mercancía se llevan los peces al mercado.

En éstas andaban cuando los dos muchachos, después de desembarcar la pesca del día, que en aquella ocasión había sido jurel y palometa principalmente, se dirigían al fondeadero para amarrar las falúas y regresar nadando a la playa.

Después de arreglar los papeles, pagar en buena moneda su licencia provisional para poder pescar en aquella costa, y vender la pesca a uno de los mayoristas que se dedicaban a este menester, preguntó al viejo por algún hospedaje. Siguiendo sus indicaciones y cargando sus pertenencias, se dirigió al Figón del Navegante, único de la zona, donde se reunía lo más granado de la misma.

Santa María de Leuca apenas distaba media lengua de la playa. El ir y venir de carros, cabalgaduras y galeras era constante y Basilis y Ahmed aprovecharon la amabilidad de un carretero que no tuvo inconveniente en subirlos a su carromato.

Ahmed, cuyos ojos habían visto ya muchos paisajes, lo observaba todo con curiosidad.

El carromato, crujiendo y traqueteando, avanzaba por el polvoriento camino; a ambos lados, un extenso paisaje de olivos se extendía hasta el infinito.

Al cabo de un poco la aguja del campanario de Santa María de Leuca, que anteriormente había sido un minarete, se divisó claramente en lontananza. Ahmed, que iba con las piernas colgando en la trasera del carro, escuchaba al astuto griego interrogando al carretero y enterándose de cuantos detalles pudieran aportarle luz que iluminara sus ocultas intenciones.

—De manera que me decís que pescadores y marinos se reúnen todas las noches a beber en ese figón.

—A beber o a jugar a los dados, pues si la suerte les es propicia, ganan en una noche lo que en una semana de duro trabajo en la mar.

—Mal asunto confiar a la fortuna el futuro de uno.

—Ya sabéis cómo son los hombres, que ansían dar el tercer paso sin haber dado el primero.

—Lo cual es garantía de broncas, querellas y cuchilladas.

—Eso es el pan de cada día. Rara es la jornada que el alguacil no tiene que intervenir.

—Y decidme, ¿cuál es la población dominante de la zona?

El hombre lo miró con desconfianza, luego indagó:

—¿Sois forastero?

—Pescador, o si más os complace vagabundo de los mares. Estoy aquí de paso, llevo muchos días en la mar y hoy he decidido dormir en una buena cama.

El carretero se confió.

—La mayoría somos griegos y fuimos súbditos del emperador de Oriente hasta la llegada de Roberto Guiscardo. Los huéspedes y visitantes son de mil sitios ya que en esta mar se cruzan las leches de todas las madres de la tierra.

Ahmed concluyó que el griego ya sabía todo lo que le interesaba.

Ya dentro de la villa el hombre detuvo la galera en una encrucijada.

—Ya habéis llegado. Seguid este callejón hasta la plazoleta y, en llegando a ella, a la izquierda y a vuestro frente hallaréis la fachada del figón que buscáis.

En tanto, Basilis se despedía del carretero, Ahmed, tomando los hatillos de ambos, saltó por la trasera y respondiendo al saludo del otro con la mano, siguió al griego que ya avanzaba por el callejón.

El figón era una construcción de dos pisos más ancha por abajo que por arriba, de ladrillo cocido, piedra y adobe. En la planta baja estaba instalada una estancia donde el dueño recibía a los huéspedes, al fondo la escalera que conducía al piso superior, a la derecha la puerta que daba a las cuadras y a la izquierda la que daba a la taberna, a la cual también se podía acceder desde la calle.

Un hombretón de barba canosa e hirsuta, ataviado con una túnica descolorida y mugrienta y un mandil verde, se fue hacia ellos al verlos entrar para tomar las bolsas de los equipajes y con voz melosa se dirigió a Basilis:

—Sed bienvenidos a Leuca —se ahorró lo de Santa María—. Os halláis en la mejor posada de esta costa. Aquí hallaréis buena cama y mejor yantar.

—Eso espero. Mi criado y yo venimos derrengados, deseamos descansar y divertirnos un poco para proseguir viaje dentro de un par de jornadas.

—Pues habéis escogido el lugar oportuno. Estáis en la única posada decente que podéis hallar en cinco leguas a la redonda, os puedo proporcionar un cuarto con una gran cama en la que podréis descansar ambos en la certeza que no hallaréis liendres ni otros incómodos visitantes; en cuanto a lo segundo, no tenéis necesidad de salir a la calle. —Y al decir esto con un guiño cómplice, señaló la puerta lateral—. Aquí se reúne todo el mundo y, si me lo permitís, os presentaré mozas de confianza; ya sabéis que si no andáis con cuidado, una noche de placer se puede convertir en un abismo de penar.

—Os agradezco vuestra buena intención, pero mi compañero y yo sabremos servirnos.

—Sea como gustéis. El precio de la habitación es de medio dinero por noche y el pago es por adelantado.

Manipoulos, echando mano a la escarcela, sacó una moneda de plata que entregó al hombre. Éste se deshizo en reverencias y, tomando los hatillos de ambos, se dirigió a la escalera del fondo.

La habitación que les mostró era amplia, la cama decente y suficiente para dos; junto a la ventana, un trípode que soportaba una palangana, a su costado, una jarra de cinc llena de agua y al otro lado, un banco para dejar los enseres.

Cuando el hombre se hubo retirado, Basilis examinó cuidadosamente el pestillo de la puerta y dio un par de veces la vuelta a la llave.

Ahmed, que pese a los días pasados junto al griego en el mar continuaba manteniéndole el mismo respeto que le profesaba en Barcelona, aguardaba en pie junto a la cama a que el hombre le indicara lo que debía hacer.

—Hemos llegado al último puerto. De no hallar hoy la perla regresaremos a Mesina… De cualquier manera, una noche en una buena cama, tras tantas de dormir al relente en la barca o en la playa, nos vendrá bien. Deja tus cosas en el banco, quítate la sal de la cara y bajaremos a cenar algo que no sea pescado.

—Me parece una gran idea, capitán.

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