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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (17 page)

BOOK: Marte Azul
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—Podrías acompañarnos a la Tierra —sugirió Michel—. Maya y yo iremos con la delegación, y también Nirgal.

—¿Es que va a ir a la Tierra una delegación?

—Sí, alguien lo sugirió, y parece una buena idea. Necesitamos tener algunos representantes allí, hablando con ellos. Y para cuando regresemos, Ann ya habrá tenido tiempo de digerirlo.

—Interesante —dijo Sax, aliviado por la mera sugerencia de una escapatoria, y también preocupado al ver con qué velocidad podía pensar en diez diferentes razones por las que debía ir a la Tierra—. Pero ¿qué hay de Pavonis y de esa conferencia de la que hablan?

—Podemos intervenir a través del vídeo.

—Cierto. —Era justo lo que él siempre había dicho.

El plan era atractivo. No quería estar allí cuando Ann despertara, cuando descubriera lo que había hecho. Cobardía, naturalmente. Pero aun así preguntó:

—Desmond, ¿tú también vas?

—No tengo ni una jodida posibilidad.

—Pero dices que Maya va, ¿no es así? —le preguntó a Michel.

—Sí.

—Bien. La última vez que... que yo intenté salvarle la vida a una mujer, Maya la mató.

—¿Qué...? ¿Phyllis? ¿Intentaste salvarle la vida a Phyllis?

—Bueno, no. Es un decir; fui yo quien la puso en peligro, para empezar. Así que no creo que cuente. —Trató de explicar lo que había sucedido aquella noche en Burroughs, pero con escaso éxito. Sus recuerdos eran borrosos, excepto algunos momentos terriblemente vividos.— No importa. No debería haberlo mencionado. Estoy...

—Estás cansado —dijo Michel—. Pero no te preocupes. Maya estará lejos de aquí, y bajo nuestra atenta vigilancia.

Sax asintió. Cada vez sonaba mejor. Le daría tiempo a Ann para enfriarse, para reflexionar, para comprender. Con un poco de suerte. Y sería muy interesante conocer la situación terrana de primera mano. Extremadamente interesante; ninguna persona racional dejaría pasar esa oportunidad.

Tercera Parte
Una nueva constitución

Las hormigas llegaron a Marte como parte del proyecto del suelo, y pronto se extendieron por todas partes, como tienen por costumbre. Y fue así como el pequeño pueblo rojo las encontró, y se sorprendió. Fue como cuando los nativos norteamericanos descubrieron el caballo: aquellas criaturas tenían el tamaño apropiado para montarlas. Si las domaban, podrían hacer lo que quisieran.

Domesticar la hormiga no fue un asunto sencillo. Los pequeños científicos rojos ni siquiera creían posible que existieran criaturas semejantes, debido a las limitaciones superficie-volumen. Pero allí estaban, marchando por todas partes con paso firme, como robots inteligentes, de modo que los pequeños científicos rojos se vieron obligados a explicar su presencia. Para orientarse un poco, recurrieron a los libros de texto de los humanos. Conocieron así el papel de las feromonas de las hormigas y sintetizaron las que necesitaban para controlar a las hormigas-soldado de una especie roja, dócil y particularmente pequeña, y después de eso todo fue sencillo. La pequeña caballería roja. Viajaron por todas partes a lomos de las hormigas y lo pasaron en grande, veinte o treinta en cada hormiga, como pachas sobre elefantes. Observen de cerca a las hormigas y los descubrirán, allí arriba.

Pero los pequeños científicos rojos siguieron leyendo los libros y descubrieron las feromonas humanas. Informaron de ello al pequeño pueblo rojo, horrorizados y asombrados. Ahora sabemos por qué los seres humanos traen tantos problemas. No tienen más albedrío que las hormigas sobre las que cabalgamos. Son gigantescas hormigas de carne.

El pequeño pueblo rojo trató de comprender esa parodia.

Entonces una voz les habló a todos ellos a la vez: No, no lo son. Los miembros del pequeño pueblo rojo, como es sabido, se comunicaban telepáticamente, y aquello fue como un anuncio por megafonía telepática. Los humanos son seres espirituales, insistió la voz.

¿Cómo lo sabes?, preguntó el pequeño pueblo rojo telepáticamente.

¿Quién eres? ¿Eres el fantasma de John Boone?

Soy el Gyatso Rimpoche, respondió la voz. La decimoctava reencarnación del Dalai Lama. Estoy recorriendo el Bardo en busca de mi próxima reencarnación. Busqué por toda la Tierra pero no tuve suerte, y decidí explorar un lugar nuevo. El Tíbet sigue bajo el puño chino, que no da señales de querer aflojar. Aunque les tengo un gran cariño, los chinos son unos malditos cabezotas. Y los demás gobiernos del mundo hace mucho que le volvieron la espalda al Tíbet, de modo que nadie desafiará a los chinos. Era necesario hacer algo. Por eso vine a Marte.

Buena idea, dijo el pequeño pueblo rojo.

Sí, coincidió el Dalai Lama, pero debo admitir que me está resultando muy difícil encontrar un nuevo cuerpo para habitar. Para empezar, hay muy pocos niños. Y por otra parte no parece que a nadie le interese mucho. En Sheffield todos están enfrascados en sus conversaciones y en Sabishii no piensan en otra cosa que el suelo. Fui a Elysium, pero allí habían adoptado la postura del loto y no hubo manera de despertarlos. Después, a Christianopolis, pero tenían otros planes. Fui a Hiranyagarba, y allí me dijeron que ya habían hecho suficiente por el Tíbet. He estado por todo Marte, en cada tienda y estación, y en todas partes la gente está demasiado ocupada. Nadie quiere ser el decimonoveno Dalai Lama. Y el Bardo es cada vez más frío.

Buena suerte, dijo el pequeño pueblo rojo. Hemos estado buscando desde que John murió y no hemos encontrado a nadie con quien valiera la pena hablar, y mucho menos vivir en su interior. Esa gente grande está echada a perder.

El Dalai Lama se sintió descorazonado por esta respuesta. Estaba cada vez más cansado, y no podría resistir mucho más en el Bardo. Así que preguntó: ¿Y qué me dicen de uno de ustedes?

Bueno, sí, dijo el pequeño pueblo rojo. Nos sentiríamos honrados. Sólo que tendrá que ser en todos nosotros a la vez. Nosotros hacemos las cosas así, juntos.

¿Por qué no?, dijo el Dalai Lama, y transmigró a una de las pequeñas partículas rojas, y en ese mismo instante estuvo en el interior de todos ellos, por todo Marte. El pequeño pueblo rojo miró a los humanos, que andaban sobre ellos de aquí para allá con gran estrépito, un espectáculo que antes habían contemplado como una mala película, y que ahora, llenos de toda la compasión y la sabiduría de las dieciocho vidas anteriores del Dalai Lama, les hizo exclamar: ¡Ka, vaya!, esta gente está de veras hecha un lío. Antes juzgábamos que estaban muy mal, pero miren eso, es incluso peor de lo que pensábamos. Tienen suerte de no poder leerse las mentes, pues se exterminarían. No obstante se matan unos a otros; y debe de ser porque cada uno sospecha que los demás piensan lo mismo que ellos. Qué desagradable. Qué triste.

Necesitan de la ayuda de ustedes, dijo el Dalai Lama en el interior de ellos. Tal vez ustedes puedan ayudarlos.

Tal vez, dijo el pequeño pueblo rojo. A decir verdad, dudaban. Habían intentado ayudar a los humanos desde la muerte de John Boone: establecieron ciudades enteras en el porche de cada oreja del planeta y hablaron incesantemente desde entonces, con un estilo muy similar al de John, tratando de conseguir que la gente despertara y actuara con decencia. Pero sin ningún resultado fuera de numerosas visitas de los habitantes de Marte a los otorrinolaringólogos. Creían padecer de tinmtus, pero ninguno entendió nunca al pequeño pueblo rojo que habitaba en ellos. Bastaba para descorazonar a cualquiera.

Sin embargo, ahora poseían el espíritu compasivo que el Dalai Lama les infundía, y por eso decidieron intentarlo una vez más. Tal vez será necesario algo más que susurrarles al oído, señaló el Dalai Lama, y todos coincidieron. Tendremos que llamar su atención de algún otro modo.

¿Han probado la telepatía con ellos?, preguntó el Dalai Lama.

Oh, no, dijeron. Es imposible. Demasiado arriesgado. La fealdad de sus pensamientos nos mataría en el acto. O al menos nos pondría muy enfermos.

Puede que no, dijo el Dalai Lama. Si bloquean la recepción de sus pensamientos y se limitan a transmitir, tal vez todo irá bien. Se trata sólo de enviarles grandes cantidades de buenos pensamientos, haces de consejos. Compasión, amor, buena disposición, sabiduría, incluso un poco de sentido común.

Lo intentaremos, dijo el pequeño pueblo rojo. Pero tendremos que gritar al máximo volumen telepático, todos a coro, porque esos tipos no escuchan.

Tropiezo con lo mismo desde hace nueve siglos, dijo el Dalai Lama. Uno se acostumbra. Y ustedes, pequeños, tienen la ventaja del número. Así que inténtenlo.

Y entonces la totalidad del pequeño pueblo rojo, por todo Marte, miró hacia arriba y tomó aliento.

Art Randolph estaba pasándoselo en grande.

No durante la batalla por Sheffield, naturalmente —aquello había sido un desastre, el fracaso de la diplomacia, de todo lo que Art había estado intentando hacer—, unos días terribles durante los cuales había corrido de un lado a otro, insomne, tratando de hablar con cualquiera que pudiera ayudar a aliviar la crisis, y siempre con la sensación de que de algún modo él era el culpable, de que si hubiera hecho las cosas bien, aquello no habría sucedido. La lucha estuvo a punto de abrasar Marte, como en 2061; durante unas horas en la tarde del asalto rojo, habían estado colgando de un hilo, al borde del abismo.

Pero habían retrocedido. Algo, la diplomacia, o los avatares de la batalla (una victoria defensiva para los refugiados en el cable), el sentido común, el puro azar, algo había devuelto a la situación el precario equilibrio.

Y tras aquel intervalo de pesadilla, la gente había regresado a Pavonis con ánimo reflexivo. Las consecuencias del fracaso eran evidentes. Necesitaban consensuar un plan. Muchos radicales rojos habían muerto o huido a las tierras salvajes, y los rojos moderados que permanecían en Pavonis, aunque furiosos, al menos estaban presentes. Les esperaba un período incómodo e incierto. Pero allí estaban.

Una vez más Art empezó a vender la idea de un congreso constitucional. Iba de un lado a otro bajo la gran tienda, a través de un laberinto de almacenes industriales, pilas de suministros y dormitorios de hormigón, recorriendo calles anchas atiborradas de una colección de vehículos pesados digna de un museo, y en todas partes insistía en lo mismo: necesitaban una constitución.

Habló con Nadia, Nirgal, Jackie, Zeyk, Maya, Peter, Ariadne, Rashid, Tariki, Nanao, Sung y H. X. Borazjani, y también con Vlad, Ursula y Marina, y con Coyote. Habló con veintenas de jóvenes nativos que no conocía, todos figuras significativas en los recientes disturbios; había tantos que aquello le pareció un ejemplo de manual de la naturaleza policéfala de los movimientos sociales de masas. Y ante cada cabeza de esta nueva hidra, Art defendía lo mismo:

—Una constitución nos legitimaría a los ojos de la Tierra y nos proporcionaría el marco para solucionar las disputas que nos dividen. Y ya que estamos todos reunidos, podríamos empezar ahora mismo. Algunos ya tienen planes que pueden someterse a estudio. —Con los sucesos de la semana anterior todavía frescos en la memoria, la gente asentía y decía:

«Es posible», y se alejaban, pensativos.

Art llamó a William Fort y le explicó lo que se proponía, y ese mismo día recibió la respuesta. El anciano estaba en una nueva ciudad de refugiados en Costa Rica, y parecía tan distraído como siempre.

—Suena bien —comentó. A partir de ese momento la gente de Praxis empezó a consultar con Art a diario para ver en qué podían ayudar para organizarlo todo. Art estuvo más ocupado que nunca en lo que los japoneses llamaban nema-washi, los preparativos de un acontecimiento: ideó sesiones de estrategia para un grupo organizativo y volvió a hablar con todo el mundo.

—El método de John Boone —comentó Coyote con su risa quebrada— . ¡Buena suerte!

Sax, que empacaba sus pocas pertenencias para la misión diplomática en la Tierra, dijo:

—Deberías invitar a... a las Naciones Unidas.

La aventura en la nieve había tranquilizado un poco a Sax; ahora tendía a observar las cosas que ocurrían alrededor como si estuviera aturdido, como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. Art le dijo con amabilidad:

—Sax, se acaba de luchar para echarlos del planeta.

—Sí —dijo Sax, mirando al techo—. Pero ahora podemos cooptarlos.

—¡Cooptar a la UN! —Art consideró la propuesta. Cooptar a las Naciones Unidas; sonaba bien. Sería un reto, diplomáticamente hablando.

Poco antes de que los embajadores partieran hacia la Tierra, Nirgal pasó por las oficinas de Praxis para despedirse. Al abrazar a su joven amigo, un miedo irracional se apoderó de Art. ¡Partía hacia la Tierra!

Nirgal estaba tan alegre como siempre y sus ojos oscuros chispeaban de excitación. Después de despedirse de los demás en la recepción, se sentó con Art en una esquina vacía del almacén.

—¿Estás seguro de que quieres ir? —preguntó Art.

—Del todo. Quiero conocer la Tierra.

Art agitó una mano, sin saber qué decir.

—Además —añadió Nirgal—, alguien tiene que ir allí y mostrarles quiénes somos.

—Nadie mejor que tú para eso, amigo mío. Pero ten cuidado con las metanacionales. Quién sabe lo que andarán tramando. Y vigila la comida... en las zonas afectadas por la inundación es muy probable que tengan problemas de salubridad. Y los vectores infecciosos. Y cuídate de las insolaciones, eres muy sensible...

Jackie Boone entró en la sala y Art interrumpió sus consejos, aunque Nirgal ya no le escuchaba, pues miraba a Jackie con una expresión vacía, como si se hubiera puesto una máscara. Y ninguna podía hacerle justicia, ya que la movilidad del rostro era su característica principal; no parecía él. Jackie advirtió ese cambio al instante. Su antiguo compañero la excluía... y ella le echó una mirada furibunda. Art comprendió que algo se había torcido. Los dos jóvenes parecían haberse olvidado de él, y se habría escabullido de la habitación si hubiera podido, pues se sentía como si sostuviera un pararrayos en medio de una tormenta. Pero Jackie seguía junto a la puerta y Art no se atrevió a moverse.

—Así que nos dejas —le dijo ella a Nirgal.

—Es sólo una visita.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué ahora? La Tierra no significa nada para nosotros.

—Es el lugar del que procedemos.

—No lo es. Procedemos de Zigoto. Nirgal negó con la cabeza.

—La Tierra es el planeta natal. Nosotros somos una extensión de ella aquí. Tenemos que relacionarnos con la Tierra.

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