Authors: Kim Stanley Robinson
Nadie respondió.
—Bueno, quizá más adelante —dijo Art.
A través del parabrisas bajo, Sax contemplaba la lejana aleta rocosa, la diminuta hilera de ventanas iluminadas de los laboratorios vacíos y silenciosos. Coyote le pellizcó el cuello cariñosamente.
—Te gustaría regresar allí, ¿verdad? Sax graznó alguna cosa.
En la llanura desértica de Amazonis había pocos asentamientos. Eran las tierras marginales, y los viajeros las cruzaron rápidamente, hacía el sur, noche tras noche, durmiendo en la cabina a oscuras durante el día. El problema más grave era encontrar lugares adecuados donde esconderse. En las planicies expuestas y desnudas como Amazonis el coche-roca destacaba como un bloque errático. Por lo general se pegaban a los montículos de deyecciones que rodeaban los pocos cráteres que encontraban. Después de la comida matutina Sax ejercitaba la voz, graznaba palabras incomprensibles, tratando de comunicarse, y fracasaba. Esto alteraba a Nirgal más que a Sax, quien, aunque visiblemente frustrado, no desesperaba. Pero él no había intentado hablar con Simón aquellas últimas semanas.
Coyote y Spencer se daban por satisfechos con estos progresos, y pasaban horas haciendo preguntas a Sax y pasándole tests que sacaban del atril de la IA, tratando de averiguar cuál era el problema.
—Afasia, evidentemente —dijo Spencer—. Me temo que los interrogatorios le hayan provocado una embolia. Y algunas embolias causan la llamada afasia no fluida.
—¿Es que existe alguna
afasia
fluida? —preguntó Coyote.
—Parece que sí. Se habla de afasia no fluida cuando el sujeto no puede leer ni escribir, y tiene dificultades para hablar o para encontrar las palabras adecuadas, y es muy consciente del problema.
Sax asintió, como confirmando la descripción.
—En la afasia fluida el sujeto habla mucho, pero no es consciente de que lo que está diciendo no tiene ningún sentido.
—Conozco a mucha gente con ese problema —comentó Art. Spencer lo ignoró.
—Tenemos que llevar a Sax con Vlad, Ursula y Michel.
—Eso es lo que estamos haciendo —dijo Coyote, que le apretó el brazo a Sax antes de retirarse a su catre.
La quinta noche después de dejar a los bogdanovistas, se aproximaron al ecuador y a la doble barrera del cable del ascensor caído.
Coyote había franqueado la barrera en esa región otras veces, utilizando un glaciar formado por uno de los acuíferos reventados en 2061, en Mángala Vallis. Durante la revolución, el agua y el hielo habían corrido por el viejo cauce seco unos ciento cincuenta kilómetros, y el glaciar que quedó cuando la avenida de agua se congeló había enterrado las dos vueltas del cable en la longitud 152°. Coyote había encontrado una ruta sobre un tramo inusualmente liso de ese glaciar, que le permitía cruzar las dos vueltas de cable.
Desgraciadamente, cuando se acercaron al Glaciar Mángala —una extensa masa de hielo marrón cubierto de grava que llenaba el fondo de un valle angosto— descubrieron que había cambiado desde la última vez que Coyote había estado allí.
—¿Dónde está la rampa? —repetía Coyote sin cesar—. Pero si estaba ahí mismo.
Sax graznó algo, y luego empezó a mover las manos como si amasara un pastel, sin dejar de mirar el glaciar a través del parabrisas.
Nirgal tuvo dificultades para asimilar la superficie del glaciar: era como estática visual, un montón de manchas de blanco sucio, gris, negro y ocre, revueltas hasta hacer imposible discernir medidas, formas o distancias.
—Quizá no es el mismo sitio —sugirió.
—Pues claro que lo es —dijo Coyote.
—¿Estás seguro?
—Dejé indicadores. Mira, allí hay uno. Esa pista en la morrena lateral. Pero más allá tendría que haber una rampa hasta el hielo liso, y no hay nada más que una muralla de icebergs. Mierda. He usado este camino durante diez años.
—Pues tienes suerte de que te haya durado tanto —dijo Spencer—. Los glaciares marcianos son más lentos que los terranos, pero aun así continúan deslizándose pendiente abajo.
Coyote soltó un gruñido. Sax graznó algo, y luego dio unos golpecitos a la puerta interior de la antecámara. Quería salir al exterior.
—¿Y por qué no? —murmuró Coyote, mirando el mapa en pantalla—. De todas maneras tendremos que pasar el día aquí.
Así que con las primeras luces del alba, Sax vagó entre los detritos arrancados por el paso del glaciar: una pequeña criatura erguida cuyo casco irradiaba luz, como un pez abisal en busca de comida. Sin saber por qué a Nirgal se le encogió el corazón al verlo, y se vistió y salió a acompañarlo.
Avanzó envuelto en el agradable frío de la mañana gris, de roca en roca, siguiendo el curso errático de Sax a través de la morrena. El cono de la linterna de Sax iluminaba uno a uno pequeños mundos misteriosos, las dunas y las erizadas plantas de poca altura que llenaban las grietas y los huecos de las rocas. Todo era gris, pero los grises de las plantas tenían tonos oliva, caqui o marrón, salpicados de puntos claros: flores, sin duda de atractivos colores a la luz del sol, pero ahora de un gris claro luminoso, resplandeciendo entre gruesas hojas carnosas. Por el intercom Nirgal oyó carraspear a Sax, y la pequeña figura señaló una roca. Nirgal se puso en cuclillas para inspeccionarla. En las grietas había algo parecido a unas setas secas, con los sombrerillos apergaminados salpicados de puntos negros y jaspeados por una capa de sal. Sax graznó cuando Nirgal tocó una, pero no pudo decir lo que quería.
Se miraron.
—No pasa nada —dijo Nirgal, atormentado de nuevo por el recuerdo de Simón.
Pasaron a otra isla de vegetación. Las áreas en las que sobrevivían las plantas parecían pequeños porches separados por zonas de roca seca y arena. Sax se detenía unos quince minutos en cada
fellfield
escarchado, moviéndose con torpeza. Había muchas clases de plantas, y sólo después de visitar varias cañadas empezó Nirgal a advertir que algunas se repetían una y otra vez. Ninguna se parecía a las plantas que él había cultivado en Zigoto, ni tampoco a nada de lo que había en el arborelo de Sabishii. Sólo la plantas de primera generación, líquenes, musgos y hierbas, le eran familiares, como las que cubrían el suelo en las cuencas altas que dominaban Sabishii.
Sax no volvió a intentar hablar, pero la lámpara del casco era como un dedo acusador, y Nirgal a menudo dirigía su lámpara a la misma zona, doblando la iluminación. El cielo se volvió rosado, y pareció que estaban en una zona de sombra, con la luz del sol encima de sus cabezas.
Entonces Sax dijo:
—¡Dr-! —y apuntó la linterna hacia una pendiente de grava sobre la cual crecía un entramado de ramas leñosas, como una malla colocada allí para contener los escombros—.
¡Dr-!
—Dríada —dijo Nirgal, reconociéndola.
Sax asintió enfáticamente. Las rocas que pisaban estaban manchadas de liquen verde pálido. Sax señaló una mancha y dijo:
—Man-za-na. Roja. Mapa. Musgo.
—¡Eh! —exclamó Nirgal—. Lo has dicho muy bien.
El sol salió y proyectó las sombras de los dos hombres sobre la pendiente de grava. De pronto, la luz reveló las diminutas flores de la dríada, los pétalos de marfil protegiendo los estambres de oro.
—Drí-ada —graznó Sax.
El haz de luz de las linternas era ahora invisible, y los colores de las flores resplandecían. Nirgal oyó un ruido por el intercom y miró a través del visor de Sax. El hombre lloraba, las lágrimas le corrían por las mejillas.
Nirgal estudió detenidamente los mapas y fotografías de la región.
—Tengo una idea —le dijo a Coyote.
Y esa noche partieron hacia el Cráter Nicholson, situado unos cuatrocientos kilómetros al oeste. El cable tenía que haber caído sobre ese gran cráter, al menos en la primera vuelta, y a Nirgal le parecía probable que hubiese alguna abertura o desfiladero en el borde.
Bastante probable, pues cuando subieron a la colina de cima chata que formaba la falda norte del cráter y alcanzaron el borde erosionado vieron el extraño espectáculo de una línea negra que cruzaba el cráter por su centro a unos cuarenta kilómetros de donde ellos estaban; parecía un objeto dejado por alguna raza de gigantes ya olvidada.
—¿Del Gran Hombre? —preguntó Coyote.
—El mechón de pelo —propuso Spencer.
—O la seda dental negra —dijo Art.
La pared interior del cráter era mucho más escarpada que la exterior, pero había numerosos desfiladeros en el borde y bajaron sin problema por la pendiente estable de un antiguo alud de tierra, y luego cruzaron el suelo del cráter siguiendo la curva del muro interior septentrional. Al aproximarse al cable advirtieron que emergía de una depresión que había abierto en el borde y caía graciosamente hacia el suelo del cráter, como el cable de suspensión de un puente enterrado.
Pasaron despacio por debajo del cable. Cuando dejaba el borde estaba casi a setenta metros del suelo del cráter, y no lo alcanzaba hasta un kilómetro más allá. Enfocaron las cámaras del rover hacia arriba y contemplaron la imagen de la pantalla con curiosidad: pero el cilindro negro aparecía informe contra las estrellas, y sólo pudieron especular sobre la temperatura que habría alcanzado el carbono durante el descenso.
—Esto es estupendo —declaró Coyote mientras subían por una suave pendiente de depósitos cólicos, seguían un desfiladero en el borde y salían del cráter—. Esperemos que haya un camino para cruzar la segunda vuelta.
Desde el flanco meridional de Nicholson se alcanzaba a ver a muchos kilómetros en dirección sur, y a medio camino del horizonte estaba la línea negra de la segunda vuelta del cable. Esa sección había golpeado con mucha más violencia que la primera vuelta, y dos ringleras de deyecciones corrían paralelas al cable, que apenas sobresalía de la zanja que había abierto en la llanura.
Al acercarse, zigzagueando entre las deyecciones, pudieron ver que el cable era una masa de escombros ennegrecidos, una cordillera de carbono entre tres y cinco metros más alta que la llanura, y de flancos escarpados; no parecía posible que el rover-roca pudiese circular sobre ella.
Sin embargo, más hacia el este había un declive en los escombros, y cuando se acercaron para investigar descubrieron el impacto de un meteorito posterior a la caída del cable; había aplastado el cable y las deyecciones laterales y abierto un cráter, tachonado con fragmentos de cable y trozos de la matriz de diamante que recorriera el interior del cable. Era un cráter irregular, sin un borde definido que les obstaculizara el paso. Parecía posible atravesarlo.
—Increíble —dijo Coyote.
Sax meneó la cabeza vigorosamente.
—Dei..., Dei...
—Fobos —dijo Nirgal, y Sax asintió.
—¿Tú crees? —dijo Spencer.
Sax se encogió de hombros, pero Coyote y Spencer discutieron la posibilidad con entusiasmo. El cráter era oval, lo que llamaban un cráter- bañera, y eso apoyaba la teoría de un impacto de ángulo bajo. La posibilidad de que un meteorito diera contra el cable era muy rara, pero los fragmentos de Fobos habían caído sobre todo en la zona ecuatorial y por tanto no era tan extraño que uno de ellos hubiese golpeado el cable.
—Muy oportuno —dijo Coyote luego de franquear el pequeño cráter y de echar hacia el sur de la zona de deyecciones.
Aparcaron cerca de una de las últimas grandes rocas despedidas por el impacto, se pusieron los trajes y regresaron para echar un vistazo al lugar.
Había rocas brechadas por todas partes, y no era fácil determinar cuáles eran pedazos del meteorito y cuáles deyecciones originadas por la caída del cable. Pero Spencer era especialista en la identificación de rocas y tomó varias muestras de lo que según él era condrito carbonoso exótico, probablemente del meteorito. Haría falta un análisis químico para estar seguro; pero cuando regresaron al coche las examinó con lupa y declaró que en efecto eran pedazos de Fobos.
—Arkadi me mostró un trozo igual a éste la primera vez que bajó. — Fueron pasándose la pesada roca ennegrecida.— El impacto la ha convertido en metamórfica —dijo Spencer cuando la piedra volvió a sus manos—. Supongo que habría que llamarla fobosita.
—No es la roca más escasa en Marte, por cierto —dijo Coyote.
Al sudoeste del Cráter Nicholson, los dos grandes cañones paralelos que formaban las Medusae Fossae se extendían por más de trescientos kilómetros, adentrándose en el corazón de las tierras altas meridionales. Coyote se decidió por Medusa Este, la mayor de las dos fracturas.
—Me gusta conducir por los cañones siempre que puedo, para ver si hay algún saliente o caverna en las paredes. Así es como encontré la mayoría de mis escondrijos.
—¿Y si tropiezas con un escarpe transversal que cruza todo el cañón?
—preguntó Nirgal.
—Pues doy marcha atrás. Lo he hecho infinidad de veces, no creas. Así que marcharon por el cañón, que resultó ser bastante llano, el resto de la noche. La noche siguiente, a medida que avanzaban hacia el sur, el suelo empezó a subir en escalones que siempre podían salvar. Acababan de coronar un escalón cuando Nirgal, que iba al volante, frenó el coche.
—¡Hay edificios allí!
Todos se amontonaron para mirar por el parabrisas. En el horizonte, bajo el muro oriental del cañón, se alzaba un grupo de pequeñas construcciones de piedra.
Luego de estudiarlas durante media hora por los diferentes monitores, Coyote se encogió de hombros.
—No hay señales de calor o electricidad. Parece deshabitado. Vayamos a echar un vistazo.
Condujeron hacia los edificios y se detuvieron junto a un gigantesco trozo de la pared del acantilado que se había desprendido y había rodado lejos. Desde allí pudieron ver que las construcciones estaban al aire libre, sin tienda que las albergase, y eran bloques macizos de una roca blanquecina semejante al caliche blanco de las tierras desoladas al norte de Olimpo. Unas pequeñas figuras blancas se erguían inmóviles entre los edificios y en las plazas bordeadas de árboles blancos. Todo era de piedra.
—Estatuas —dijo Spencer—. ¡Una ciudad de piedra!
—Muh —graznó Sax, y golpeó el salpicadero con furia, dando cuatro golpes secos que los sobresaltaron—. ¡Muh!-¡du!-¡sa!
Spencer, Art y Coyote rieron. Palmearon a Sax en los hombros como si fueran a derribarlo. Entonces se pusieron los trajes y salieron para ver la ciudad más de cerca.
Las paredes blancas de los edificios tenían un resplandor sobrenatural a la luz de las estrellas, como tallas de jabón gigantescas. Había unas veinte construcciones, y muchos árboles, unas doscientas figuras humanas y algunos leones entre ellas. Todo tallado en una piedra blanca que Spencer identificó como alabastro. La plaza central parecía haberse petrificado durante una activa mañana: había un bullicioso mercado agrícola y un grupo reunido en torno a dos hombres que jugaban al ajedrez con unas piezas que les llegaban a la cintura sobre un enorme tablero. Las piezas y los cuadrados negros del tablero destacaban violentamente en el paisaje: ónice en un mundo de alabastro.