Marte Verde (5 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Verde
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A pesar del tratamiento, los pasos de Simón eran lentos y rígidos. Caminaba con las piernas arqueadas y los pasos eran cada vez más cortos. Un día Nirgal se reunió con él y los dos se quedaron de pie sobre la última duna delante de la playa. Los chorlitos se lanzaban hacia la orilla y luego remontaban el vuelo perseguidos por el blanco encaje de la espuma. Simón señaló el rebaño de ovejas negras que ramoneaba entre las dunas, y el brazo que levantó parecía una vara de bambú. El aliento escarchado de las ovejas se derramaba sobre los pastos.

Simón dijo algo que Nirgal no entendió; en los últimos tiempos tenía los labios rígidos y le costaba mucho pronunciar algunas palabras. Quizá por eso estaba más silencioso que nunca. El hombre volvió a intentarlo, una y otra vez, pero por más empeño que puso Nirgal no consiguió entender lo que decía. Al fin, Simón se dio por vencido y se encogió de hombros, y quedaron mirándose, mudos y desvalidos.

Cuando Nirgal jugaba con los otros niños, sentía que lo aceptaban y lo rechazaban a un tiempo: se movía siempre en una especie de círculo. Sax lo reñía con afecto por su aire ausente en la clase.

—Concéntrate en el momento —le decía, y obligaba a Nirgal a recitar los estadios del ciclo del nitrógeno, o a amasar la tierra negra y húmeda en la que estaban trabajando para romper los largos filamentos de los brotes diatómicos, de los hongos, líquenes y algas y de todas las invisibles microbacterias que habían creado y distribuirlos en los herrumbrosos terrones de arena.

—Distribuidlo de manera uniforme. Escuchad. Esto es lo que cuenta.

La singularidad es una cualidad muy importante. Observad las estructuras en la pantalla del microscopio. Eso de color claro que parece un grano de arroz es un quimiolitótrofo, el
Thiobacillus denitrificans
. Y ahí tenemos un montón de sulfuras. Pues bien, ¿qué pasa cuando el primero se come lo segundo?

—Que oxida el sulfuro.

—¿Y?

—Y desnitrifica.

—¿Y eso qué es?

—Convertir los nitratos en nitrógeno. Para que pase del suelo al aire.

—Muy bien. Ésa de ahí es, por tanto, una bacteria muy útil.

Sax lo obligaba a prestar atención al momento, pero el precio que Nirgal pagaba era alto. A mediodía, cuando las clases terminaban, estaba exhausto y apenas podía hacer algo durante el resto del día.

Entonces, una tarde, le pidieron que donara un poco más de médula para Simón, que yacía en el hospital mudo y avergonzado, con una mirada de disculpa en los ojos. Nirgal se obligó a sonreír y a rodear el antebrazo de bambú de Simón con los dedos.

—Está bien —dijo alegremente, y se tendió en la camilla.

En realidad, Nirgal pensaba que Simón estaba haciendo algo mal, era débil o perezoso, o le gustaba estar enfermo. No había otra explicación para su estado. Le pincharon y el brazo se le entumeció. Le clavaron la aguja intravenosa en el dorso de la mano y poco después también ésta se adormeció. Allí estaba tendido, como una parte más del tejido del hospital, tratando de insensibilizarse. Una parte de él sentía la gran aguja de extracción de la médula presionando contra el hueso de su brazo. No sentía dolor en la carne, sólo una presión en el hueso. Entonces la presión cedió y supo que la aguja había penetrado en el tierno interior del hueso.

Esta vez el proceso no sirvió de nada. Simón apenas podía moverse y no salía del hospital. Nirgal lo visitaba con frecuencia y jugaban a un juego climatológico en la pantalla de Simón; en vez de tirar dados, pulsaban teclas, y vitoreaban cuando el uno o el doce los lanzaban abruptamente a otro cuadrante de Marte, con un clima distinto. La risa de Simón, que nunca había sido más que un sonido entre dientes, se había reducido ahora a una sonrisa descolorida.

Nirgal tenía el brazo dolorido y dormía mal, se agitaba en sueños y se despertaba bañado en sudor, e inexplicablemente asustado. Una noche Hiroko lo arrancó de las profundidades de ese duermevela y lo llevó por la escalera de caracol hasta el hospital. Incapaz de sacudirse el sopor, Nirgal se apoyaba tambaleante en ella. Hiroko parecía tan impasible como de costumbre, pero le rodeaba los hombros con el brazo y lo sostenía con un vigor inesperado. En la entrada del hospital pasaron junto a Ann, que estaba sentada allí, y algo en la inclinación de sus hombros hizo que Nirgal se preguntase por qué Hiroko estaba en la aldea de noche y que se despabilase del todo, con aprensión.

La habitación del hospital estaba muy iluminada, todo se perfilaba con una cruel nitidez, como si los objetos fueran a estallar y a liberar la luz. Simón estaba tendido y su cabeza descansaba en una almohada blanca. Tenía la piel pálida y cerosa y parecía tener mil años.

Volvió la cabeza y sus ojos oscuros miraron el rostro de Nirgal con expresión ávida, como si tratara de encontrar una manera de entrar en Nirgal, de saltar dentro de él. Nirgal se estremeció y mantuvo la mirada oscura e intensa, pensando: «De acuerdo, entra en mí. Hazlo, si quieres. Hazlo».

Pero no había ningún camino que franqueara ese espacio, y ambos lo comprendieron. Se relajaron. Una débil sonrisa cruzó el rostro de Simón; haciendo un esfuerzo alargó el brazo y asió la mano de Nirgal. Ahora sus ojos inquietos buscaban el rostro de Nirgal con una expresión distinta, como si tratase de encontrar palabras que ayudasen a Nirgal en años venideros, palabras que le transmitiesen todo aquello que Simón había aprendido.

Pero comprendieron que tampoco eso era posible. Simón tendría que confiar a Nirgal a su suerte. No podía ayudarlo de ninguna manera.

—Sé bueno —murmuró al fin, e Hiroko sacó a Nirgal de la habitación. Ella lo llevó a través de la oscuridad de vuelta a su habitación, y Nirgal cayó en un sueño muy profundo. Simón murió esa misma noche.

Fue el primer funeral celebrado en Zigoto, y el primero al que asistían los niños. Pero los adultos sabían lo que debía hacerse. Se reunieron en uno de los invernaderos, entre los bancos de trabajo, y se sentaron formando un círculo alrededor de la caja alargada que contenía el cuerpo de Simón. Hicieron circular una botella de licor de arroz y cada uno llenó la copa de su vecino. Después de beber, los mayores rodearon el féretro tomados de la mano y se sentaron formando un grupo compacto alrededor de Ann y Peter. Maya y Nadia se sentaron junto a Ann y le rodearon los hombros. Ann parecía aturdida, y Peter, desconsolado. Jurgen y Maya contaron historias sobre la legendaria taciturnidad de Simón.

—Una vez —dijo Maya—, estábamos en un rover y una bombona de oxígeno explotó y agujereó el techo de la cabina, y todos empezamos a gritar y a correr como locos. Simón estaba fuera y recogió una piedra de la medida justa, saltó y la encajó en el agujero. Más tarde, estábamos comentando lo ocurrido y trabajando para hacer un sello definitivo, y de repente nos dimos cuenta de que Simón no había dicho ni una palabra todavía, y todos nos detuvimos y lo miramos, y entonces él dijo: «Faltó poco».

Rieron.

—O la vez que concedimos aquellos premios parodia en la Colina Subterránea —recordó Vlad—. Simón recibió uno por el mejor vídeo, y cuando subió para recogerlo dijo: «Gracias», y se dirigió a su asiento; pero a medio camino se detuvo y regresó a la plataforma, como si se le hubiese olvidado algo. Todos estábamos intrigadísimos, y entonces él carraspeó y dijo: «
Muchas
gracias».

Ann casi se rió al oír esto, y se puso de pie y todos salieron al aire glacial. Los mayores cargaron la caja y abrieron la marcha hacia la playa, y los demás los siguieron. La nieve caía entre la niebla cuando sacaron el cuerpo y lo enterraron profundamente en la arena, justo por encima del nivel de las olas más altas. Grabaron el nombre de Simón en la tapa de la caja con el soplete de Nadia y la clavaron en la primera duna. Ahora Simón formaría parte del ciclo del carbono, sería comida para las bacterias, los cangrejos, los chorlitos y las gaviotas, y lentamente se convertiría en parte de la biomasa que habitaba bajo la cúpula. Eso era un entierro. Y en cierto modo era reconfortante; la idea de esparcirse en el mundo, de integrarse en él. Sin embargo, terminar como ser individual y desaparecer...

Habían enterrado a Simón y caminaban bajo la cúpula oscurecida, tratando de comportarse como si la realidad no se hubiera desgarrado de repente y les hubiera arrebatado a uno de ellos. Para Nirgal era inconcebible. Volvían hacia la aldea en pequeños grupos dispersos, soplándose las manos, hablando en voz baja. Nirgal se acercó a Vlad y Ursula; necesitaba alguna seguridad. Ursula estaba muy triste y Vlad trataba de animarla.

—Ha vivido más de cien años, no podemos pretender que su muerte haya sido prematura o nos estaríamos burlando de toda esa pobre gente que se muere a los cincuenta años, o a los veinte, o en el primer año de vida.

—Ha sido prematura —dijo Ursula con obstinación—. Ahora que tenemos el tratamiento, ¿quién sabe? Podía haber vivido mil años.

—No estoy tan seguro. Me parece que el tratamiento no llega a todos los rincones de nuestro cuerpo. Y con toda la radiación que hemos estado recibiendo quizá tengamos más problemas de los que esperamos.

—Tal vez. Pero si hubiésemos estado en Acheron, con todo el equipo y las instalaciones, estoy segura de que lo habríamos salvado. Y quién sabe cuántos años habría vivido entonces. Sigo diciendo que ha sido prematuro.

Se alejó para estar sola.

Esa noche Nirgal no durmió. Recordaba todas las transfusiones, las visualizaba paso a paso, e imaginaba que algún reflujo en el sistema le había contagiado la enfermedad. O podía haberse contagiado simplemente por el contacto, ¿por qué no? ¡O por esa última mirada de Simón! Y había pescado la enfermedad que nadie podía curar, y moriría. Se pondría rígido, se quedaría mudo y quieto, y desaparecería. Eso era la muerte. El corazón le latió con violencia y empezó a sudar, y gritó aterrorizado. No había escapatoria y era espantoso. Espantoso sin importar cuándo ocurriera. Era horrible que el círculo funcionase de esa manera, que girase y girase y girase, y que ellos vivieran sólo una vez y muriesen para siempre. ¿Para qué vivir? Era demasiado extraño, demasiado terrible. Y pasó aquella larga noche temblando, perdido en un torbellino de miedo.

Después de eso le resultó muy difícil concentrarse. Se sentía todo el tiempo distanciado de las cosas, como si se hubiera deslizado al mundo blanco y no pudiese alcanzar el mundo verde.

Hiroko advirtió el problema y le sugirió que acompañase a Coyote en uno de sus viajes. La propuesta sorprendió a Nirgal, que no se había alejado de Zigoto más que lo exigido por un paseo. Pero Hiroko insistió. Ya tenía siete años, le dijo, era casi un hombre. Era hora de que viese un poco del mundo de la superficie.

Unas pocas semanas más tarde, Coyote visitó Zigoto, y cuando partió Nirgal lo acompañaba, sentado en el asiento del copiloto del rover-roca y mirando con ojos desorbitados a través del parabrisas bajo el arco púrpura del cielo vespertino. Coyote hizo girar el coche para que Nirgal pudiese tener una visión de conjunto de la gran muralla rosada y resplandeciente del casquete polar, que se arqueaba en el horizonte como una inmensa luna creciente.

—Cuesta creer que algo tan grande pueda derretirse algún día —dijo Nirgal.

—Llevará su tiempo.

Enfilaron hacia el norte a un ritmo tranquilo. El rover-roca no dejaba rastros: la roca hueca que lo cubría disponía de un sistema de regulación térmica que la mantenía siempre a temperatura ambiente, y también de un dispositivo en el eje frontal que leía el terreno y pasaba la información al eje trasero, donde unos raspadores-modeladores borraban las rodadas del vehículo y dejaban la arena como estaba antes de que pasaran.

Viajaron en silencio mucho tiempo, aunque era un silencio distinto al de Simón. Coyote canturreaba, murmuraba, le hablaba con un sonsonete monótono a su IA, en un idioma que sonaba como el inglés pero era incomprensible. Nirgal trató de concentrarse en el limitado panorama que le ofrecía la ventana, sintiéndose torpe y cohibido. La región que rodeaba el casquete polar sur estaba constituida por una serie descendente de anchas terrazas llanas comunicadas por rutas que parecían haber sido memorizadas por el rover; bajaron terraza tras terraza y Nirgal pensó que el casquete polar debía descansar en una especie de pedestal inmenso. Miraba, impresionado por el tamaño de todo, pero también feliz porque no era absolutamente abrumador como le había parecido en aquel lejano primer paseo por el exterior. Todavía recordaba cuánto lo había asombrado. Ahora era distinto.

—No es tan grande como yo esperaba —dijo—. Creo que es por la curvatura del terreno, porque es un planeta muy pequeño. —Eso decía su atril.— ¡El horizonte no está más lejos que los dos extremos de Zigoto uno de otro!

—Aja —dijo Coyote, echándole una mirada—. Pero será mejor que el Gran Hombre no te oiga decir eso, o te dará una patada en el trasero. — Calló un momento y luego preguntó:— ¿Quién es tu padre, chico?

—No lo sé. Mi madre es Hiroko—. Coyote soltó un bufido.

—Hiroko está llevando el matriarcado demasiado lejos, si quieres saber mi opinión.

—¿Se lo has dicho a ella?

—Puedes apostar a que sí, pero Hiroko sólo me escucha cuando digo lo que ella quiere oír. —Soltó una risa aguda—. Hace lo mismo con todo el mundo, ¿no es cierto?

Nirgal asintió, y una sonrisa hendió su intento de parecer impasible.

—¿Quieres averiguar quién es tu padre?

—Claro.

En realidad, Nirgal no estaba seguro de querer saberlo. El concepto de padre no significaba gran cosa para él; además, temía que resultara ser Simón. Después de todo, Peter era como un hermano para él.

—Tienen el equipo necesario en Vishniac. Si quieres, podemos intentarlo allí. —Coyote meneó la cabeza.— Hiroko es tan extraña... Cuando la conocí nunca hubiese dicho que las cosas acabarían así. Éramos jóvenes entonces, casi tanto como tú, aunque te resulte difícil de creer.

Y era verdad.

—Cuando la conocí, ella sólo era una joven estudiante de eco- ingeniería, rápida como un látigo y sexy como una pantera. Nada que ver con toda esta palabrería de la diosa madre. Pero empezó a leer libros que no eran los manuales técnicos que tenía que leer, y ya nunca los dejó, y para cuando llegó a Marte había perdido el juicio por completo. Antes, en realidad. Lo que fue una suerte para mí, porque si no no estaría aquí. Pero Hiroko... ¡madre mía! Estaba convencida de que la historia de la humanidad se había torcido en el principio. En los albores de la civilización, solía decirme muy seria, existían Creta y Sumeria, y Creta era una cultura de pacíficos comerciantes, gobernada por las mujeres y rebosante de arte y belleza; una utopía, en verdad, en la que los hombres eran acróbatas que se pasaban el día saltando sobre los toros y la noche saltando sobre las mujeres, y preñaban a las mujeres y las veneraban, y todos eran felices. Suena estupendo, excepto para los toros. Mientras que en Sumeria gobernaban los hombres, que inventaron la guerra y conquistaron todo lo que había a la vista y fueron el origen de todos los imperios esclavistas que han existido. Y nadie sabe, decía Hiroko, lo que habría ocurrido si esas dos civilizaciones hubieran tenido la oportunidad de disputarse el gobierno del mundo, porque un volcán mandó a Creta al otro barrio, y el mundo pasó a manos sumerias y nunca ha salido de ellas. Si el volcán hubiese estado en Sumeria, me decía siempre, todo habría sido diferente. Y quizá sea cierto. Porque difícilmente podría la historia ser más negra de lo que ha sido.

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