Authors: Kim Stanley Robinson
Maya hizo ademanes para acallar a la muchedumbre mientras se adelantaba.
—¡Silencio! ¡Silencio! Gracias. Quedan algunos anuncios serios por hacer todavía.
—¡Jesús! —exclamó Nadia, y se aferró al respaldo de la silla de Sax.
—Marte es independiente ahora, sí. ¡Silencio, por favor! Pero como acaba de decir Nirgal eso no significa que existamos aislados de la Tierra. Eso es imposible. Hemos reclamado la soberanía de acuerdo con el derecho internacional y hemos recurrido al Tribunal Mundial para que confirme este estatus legal de inmediato. Hemos firmado acuerdos previos que llevan implícito el reconocimiento de esta independencia y hemos establecido relaciones diplomáticas con Suiza, India y China. También hemos iniciado una asociación económica no exclusiva con Praxis, la cual, como todos los arreglos que haremos en el futuro, sólo buscará beneficiar a ambos mundos. Todo esto ha sentado las bases para la creación de nuestra relación formal, legal y semiautónoma con los diferentes organismos legales de la Tierra. Esperamos la completa e inmediata confirmación y ratificación de estos acuerdos por el Tribunal Mundial, las Naciones Unidas y otros organismos relevantes.
La declaración fue recibida con una aclamación general, aunque no tan ruidosa como las que había provocado la intervención de Nirgal. Maya los dejó explayarse. Cuando el griterío disminuyó un poco, Maya continuó.
—En lo referente a la situación en Marte, nuestras intenciones son reunirnos en Burroughs inmediatamente y utilizar la Declaración de Dorsa Brevia como punto de partida para el establecimiento de un gobierno marciano independiente.
Más gritos, mucho más entusiastas.
—Sí, sí —dijo Maya con impaciencia, tratando de acallarlos—.
¡Silencio! ¡Escuchen! Antes de nada tenemos que resolver el problema de la oposición. Como saben, estamos reunidos delante del cuartel general de las tropas de la Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas, que en este momento nos estarán escuchando en la Montaña Mesa. —Señaló el lugar.— A menos que hayan salido y se hayan unido a nosotros. —Gritos, cánticos.— ...A ellos quiero decirles que no tenemos intención de causarles ningún daño. La Autoridad Transitoria debe ahora comprender que la
transición
ha tomado una nueva forma y ordenar a sus fuerzas de seguridad que no intenten sujetarnos. Por otra parte, ¡ya no podrán hacerlo! —Estruendosa ovación.— ...no les haremos ningún daño. Y les aseguramos el acceso sin trabas al puerto espacial, donde hay aviones que los llevarán a Sheffield y de allí a Clarke, si es que no desean emprender con nosotros esta nueva empresa. Esto no es un sitio ni un bloqueo. Es simplemente...
Se interrumpió, extendió las manos y la muchedumbre le contestó. Nadia trató de que Maya, todavía en el estrado, la oyera por encima del alboroto, pero era evidente que no podría. Sin embargo, al fin Maya miró su ordenador de muñeca. La imagen temblaba al ritmo de su brazo.
—¡Eso estuvo muy bien, Maya! ¡Estoy orgullosa de ti!
—¡Sí, bueno, cualquiera puede soltar un cuento bonito! Art dijo casi gritando:
—¡Intenta que se dispersen!
—De acuerdo —dijo Maya.
—Habla con Nirgal —aconsejó Nadia—. Que se encarguen Jackie y él.
Despues que hagan todo lo posible para que nadie ataque la Montaña Mesa o algo por el estilo. Vamos.
—¡Ja! —exclamó Maya—. Sí. Dejaremos que Jackie lo haga.
La imagen de su pequeña pantalla de muñeca osciló en todas direcciones. Había demasiado ruido para que los observadores se enterasen de nada. Las cámaras de Mangalavid mostraban un grupo de gente conferenciando en el escenario.
Nadia fue a sentarse; se sentía tan exhausta como si hubiese pronunciado ella el discurso.
—Estuvo magnífica —declaró—. Se acordó de todo lo que le dijimos. Ahora sólo tenemos que convertirlo en realidad.
—Enunciarlo ya lo convierte en una realidad —señaló Art—. Diablos, la población de los dos mundos lo ha visto. Y Praxis ya está en ello. Y Suiza nos respaldará. Haremos que funcione.
—La Autoridad Transitoria tal vez no esté de acuerdo —dijo Sax—. Tenemos un mensaje de Zeyk. Unos comandos rojos han bajado de Syrtis. Han tomado el extremo occidental del dique y están avanzando en dirección este a lo largo de él. No están muy lejos del puerto espacial.
—¡Eso es justo lo que tenemos que evitar! —exclamó Nadia—. ¿Qué creen que están haciendo? —Sax se encogió de hombros.
—A las fuerzas de seguridad no les va a gustar nada —dijo Art.
—Tendremos que hablar con ellos directamente —dijo Nadia después de reflexionar—. Solía hablar con Hastings cuando él era Control de Misión. No lo recuerdo muy bien, pero no creo que fuera un histérico.
—No nos hará daño averiguar qué piensa —dijo Art.
Nadia se encerró en una habitación tranquila, consiguió una pantalla, llamó al cuartel general de la UNTA en la Montaña Mesa y se identificó. Aunque eran las dos de la mañana sólo tardaron cinco minutos en pasarle a Hastings.
Lo reconoció al momento, aunque ella habría dicho que había olvidado la cara del hombre hacía mucho. Un tecnócrata bajo, de rostro delgado y demacrado, algo colérico. Cuando él la vio en la pantalla hizo una mueca.
—Ustedes otra vez. Siempre dije que enviamos a los cien primeros equivocados.
—No lo dudo.
Nadia estudió su cara, tratando de imaginar qué clase de hombre había podido ser jefe de Control de Misión en un siglo y jefe de la Autoridad Transitoria en el siguiente. Solía enfadarse con ellos cuando estaban en el Ares, los arengaba a propósito de cualquier pequeña desviación en el cumplimiento de la normativa y se había puesto furioso cuando dejaron de enviar videograbaciones hacia el final del viaje. Un burócrata cargado de reglas y órdenes, la clase de hombre que Arkadi despreciaba, pero con el que se podía razonar.
O al menos se lo pareció al principio. Discutió con él durante diez o quince minutos, explicándole que la manifestación que acababan de presenciar en el parque reflejaba lo que estaba sucediendo por todo Marte, que el planeta entero se había vuelto contra ellos, que eran libres de ir al puerto espacial y marcharse.
—No tenemos intención de marcharnos —dijo Hastings.
Las fuerzas de la UNTA a su mando controlaban la planta física, le dijo, y por tanto la ciudad era suya. Los rojos podían apoderarse del dique si querían, pero no podían volarlo porque había doscientas mil personas en la ciudad, que eran en efecto rehenes. Se esperaba la llegada de refuerzos en el próximo transbordador continuo, que llevaría a cabo la inserción en órbita en las siguientes veinticuatro horas. Así que los discursitos no significaban nada. Eran un farol.
Dijo todo esto con una calma absoluta, y si no hubiese estado tan furioso, Nadia habría dicho que estaba satisfecho de sí mismo. Era más que probable que hubiera recibido órdenes de la Tierra de resistir en Burroughs y esperar los refuerzos. Con toda seguridad la división de la UNTA en Sheffield había recibido el mismo mensaje. Y con Burroughs y Sheffield en sus manos y los refuerzos a punto de llegar no era extraño que creyeran llevar las de ganar. Incluso podía decirse que su opinión estaba justificada.
—Cuando la gente recupere el sentido común —dijo Hastings con severidad—, lo tendremos todo controlado. Lo único que de verdad importa ahora es la inundación antártica. Es esencial que ayudemos a la Tierra en esta hora de necesidad.
Nadia se rindió. Hastings era un cabezota, y además tenía un punto a su favor. Varios puntos, en realidad. Así que terminó la conversación con toda la educación que pudo diciéndole que volvería a contactar con él más tarde, tratando de imitar el estilo diplomático de Art. Se reunió con los demás.
A medida que transcurría la noche siguieron recibiendo informes de Burroughs y de todas partes. Sucedían demasiadas cosas como para que Nadia se sintiera cómoda yéndose a dormir, y Sax, Steve, Marian y los otros bogdanovistas parecían pensar lo mismo. Así que se sentaron encorvados en las sillas con los ojos cada vez más irritados y doloridos por el continuo parpadeo de las imágenes. Algunos rojos estaban desmarcándose de la coalición principal de la resistencia y seguían su propia agenda, una escalada de sabotajes y asaltos por todo el planeta, tomando pequeñas estaciones por la fuerza y la mitad de las veces metiendo a sus ocupantes en coches y volando las estaciones. Otro «ejército rojo» había atacado con éxito la planta física de Cairo, matando a la mayoría de los guardias de seguridad y obligando al resto a rendirse.
La victoria los había enardecido, pero los resultados no eran tan buenos en todas partes. Por las llamadas de algunos sobrevivientes diseminados se habían enterado de que un ataque rojo había destruido la planta física de Laswitz y abierto grandes brechas en la tienda, y aquellos que no habían conseguido refugiarse en edificios seguros o coches habían muerto.
—¿Qué demonios están haciendo? —gritó Nadia. Pero nadie respondió. Esos grupos no contestaban a las llamadas. Ni tampoco Ann.
—Si al menos discutieran sus planes con los demás —dijo Nadia, atemorizada—. No podemos permitir que la situación entre en la espiral del caos, es demasiado peligroso...
Sax fruncía los labios, inquieto. Fueron a la sala común a desayunar algo y luego a descansar un poco. Nadia tuvo que obligarse a comer. Había pasado una semana exacta desde la llamada de Sax y no recordaba nada de lo que había comido durante ese tiempo. Advirtió con sorpresa que estaba muerta de hambre. Empezó a devorar huevos revueltos.
Cuando casi habían acabado de comer Sax se inclinó hacia ella y dijo:
—Mencionaste algo de discutir los planes.
—¿Y bien? —dijo Nadia con el tenedor suspendido en el aire.
—Bien, ese transbordador en camino cargado de policías...
—¿Qué ocurre con él? —Después de sobrevolar Kasei Vallis ella no confiaba en que Sax fuese razonable; el tenedor empezó a temblarle en la mano.
—Bien, tengo un plan —dijo Sax—. En realidad lo elaboró mi grupo de Da Vinci.
Nadia trató de estabilizar el tenedor.
—Cuéntame.
El resto del día pasó como una bruma para Nadia. Abandonó cualquier intento de dormir y trató de comunicarse con grupos rojos, trabajó con Art redactando mensajes para la Tierra y les explicó a Maya y Nirgal y al grupo de Burroughs la última idea de Sax. Parecía que el ritmo de los acontecimientos, ya muy acelerado, se había desbocado y nadie podía gobernarlo. No había tiempo para comer, dormir o ir al baño, pero todas esas cosas tenían que hacerse, y por eso Nadia bajó tambaleándose al vestuario de mujeres y se dio una larga ducha; después engulló un almuerzo espartano de pan y queso, se tendió en un sofá y durmió un poco. Pero fue ese duermevela inquieto durante el cual su cerebro funcionaba a cámara lenta y los sucesos del día aparecían borrosos, deshilvanados y deformados e incorporaban las voces de la habitación. Nirgal y Jackie no se llevaban bien; ¿significaría eso un problema?
Se levantó tan cansada como antes. En la habitación seguían hablando de Nirgal y Jackie. Nadia fue al retrete y luego en busca de un café.
Zeyk, Nazik y un gran contingente árabe habían llegado a Du Martheray mientras ella dormía, y Zeyk asomó la cabeza por la puerta de la cocina:
—Sax dice que el transbordador está a punto de llegar.
Du Martheray estaba sólo seis grados por encima del ecuador y por eso tendrían una buena vista de ese aerofrenado, que ocurriría justo después de la puesta de sol. Las condiciones meteorológicas colaboraron, el cielo era diáfano. El sol bajó, el cielo se oscureció en el este y en el oeste el arco de colores sobre Syrtis mostró los tonos del espectro: amarillo, naranja, una estrecha franja de verde pálido, azul verdoso e índigo. Luego el sol desapareció detrás de las colinas negras y los colores del cielo se volvieron más intensos y luego transparentes, como si la bóveda celeste fuese cien veces mayor.
Y en medio de todos esos colores, entre las dos estrellas vespertinas, una estrella blanca apareció y surcó el cielo, dejando una corta estela recta. Ésa era la espectacular entrada en escena de los transbordadores continuos cuando ardían en la atmósfera superior, tan visible de día como de noche. Sólo tardaban un minuto en cruzar el cielo de un horizonte a otro, como estrellas fugaces lentas y brillantes.
Pero esta vez, cuando aún estaba muy alta en el oeste, fue debilitándose hasta convertirse en un punto pálido. Y luego desapareció.
La sala de observación de Du Martheray estaba atestada y muchos lanzaron exclamaciones ante aquel espectáculo sin precedentes, a pesar de estar sobre aviso. Cuando hubo desaparecido por completo Zeyk le pidió a Sax que explicara cómo lo habían hecho. La ventana de inserción orbital para el aerofrenado de los transbordadores era estrecha, dijo Sax, del mismo modo que lo había sido para el
Ares
. Había muy poco margen para el error. Así que los técnicos de Sax en Da Vinci habían cargado un cohete con pedazos de metal —como si fuera un barril de chatarra, dijo él—, y lo habían lanzado hacía unas horas. La carga había estallado en el camino de la MOI del transbordador pocos minutos antes de la llegada de éste, esparciendo la chatarra en una ancha banda horizontal, aunque de poca altura. Las inserciones orbitales estaban totalmente controladas por ordenador, y por eso cuando el radar del transbordador había identificado el reguero de partículas, la IA de navegación no había tenido muchas opciones. Pasar por debajo habría expuesto la nave a una atmósfera más densa, que la habría consumido; y pasar a través de ellas implicaba el riesgo de agujerear el escudo de calor y arder.
Shikata ga nai.
En vista de los riesgos, la IA tuvo que renunciar al aerofrenado volando por encima de la chatarra y así rebotar fuera de la atmósfera, lo que significaba que el transbordador ahora avanzaba hacia el exterior del sistema solar casi a su velocidad máxima, 40.000 kilómetros por hora.
—¿Tienen alguna otra manera de reducir velocidad que no sea el aerofrenado? —preguntó Zeyk.
—La verdad es que no —contestó Sax—. Por eso aerofrenan.
—¿Entonces el transbordador está condenado?
—No necesariamente. Pueden utilizar otro planeta como ancla gravitatoria que los lance de nuevo hacia aquí o de vuelta a la Tierra.
—¿Entonces van en dirección a Júpiter?
—Bien, Júpiter se encuentra en el otro extremo del sistema solar en estos momentos.