Marte Verde (53 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Verde
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—La propia resistencia es una especie de Polinesia —dijo Tanna—. Pequeñas islas en un gran océano de piedra, algunas en los mapas, otras, no. Y algún día habrá un verdadero océano, y estaremos en las islas, floreciendo bajo el cielo.

—Beberé por eso —dijo Art, y lo hizo.

Era evidente que uno de los aspectos de la cultura arcaica polinesia que Art esperaba ver incorporado era su célebre cordialidad sexual. Pero Jackie sentía un placer perverso en complicar las cosas, y se apoyaba en el brazo de Art, bien para provocarlo, bien para competir con Tanna. Art tenía un aire feliz y preocupado a un tiempo; había bebido el pernicioso kava bastante deprisa, y entre el kava y las mujeres parecía confundido y dichoso. Nirgal casi se echó a reír. Por lo visto, a algunas de las mujeres jóvenes no les importaría compartir con Art la sabiduría arcaica, a juzgar por las miradas que le echaban. Quizá Jackie dejaría de provocarlo. En fin, no importaba, sería una noche muy larga, y el pequeño océano del túnel de Nueva Vanuatu se mantenía tan caliente como los baños de Zigoto. Nadia ya estaba allí, nadando en las aguas poco profundas con algunos hombres que tenían la cuarta parte de sus años. Nirgal se puso de pie, se despojó de las ropas y entro en el agua.

El invierno estaba tan avanzado que incluso en la latitud 80° el sol brillaba un par de horas alrededor de mediodía. Durante esos cortos intervalos, las nieblas variables resplandecían con tonos pastel o metálicos: unos días violetas, rosados y rojos, otros, cobre, bronce y oro. Y siempre los delicados tonos se reflejaban en la escarcha, de modo que a veces tenían la sensación de estar moviéndose sobre una superficie de amatistas, rubíes y zafiros.

Otros días el viento rugía y arrojaba su carga de escarcha que cubría el rover y daba al mundo un aspecto acuático. Aprovechaban las breves horas de sol para limpiar las ruedas, y en medio de la niebla el sol parecía una mancha de liquen amarillo. Cierto día, después de una de estas ventiscas, el manto de niebla desapareció descubriendo un espectacular y complejo paisaje de flores de hielo. Y en el extremo septentrional de ese rugoso campo de diamantes se alzaba una alta nube oscura, surgiendo de alguna fuente bajo el horizonte.

Se detuvieron y despejaron de hielo la entrada de uno de los pequeños refugios de Nadia. Nirgal observó la nube oscura y luego examinó el mapa.

—Creo que es el agujero de transición de Rayleigh —dijo—. Coyote puso en marcha las excavadoras robóticas allí durante el primer viaje que hice con él. Me pregunto si ha ocurrido algo.

—Tengo un pequeño robot de exploración en el garaje —dijo Nadia—. Puedes ir a echar un vistazo, si quieres. A mí también me gustaría ir, pero tengo que regresar a Gameto. Se supone que me encontraré allí con Ann pasado mañana. Parece que se ha enterado de lo del congreso y quiere hacerme algunas preguntas.

Art expresó un vivo interés por conocer a Ann Clayborne; le había impresionado mucho un vídeo sobre ella que había visto durante el viaje a Marte.

—Será como conocer a Jeremías. Jackie le dijo a Nirgal:

—Iré contigo.

Acordaron encontrarse en Gameto, y Art y Nadia partieron hacia allí en el rover grande. Nirgal y Jackie emprendieron la marcha en el rover de exploración. La nube alta flotaba aún sobre el paisaje de hielo que se extendía delante, un denso pilar de oscuros lóbulos grises que se aplastaban en la estratosfera. A medida que se acercaban fue cada vez más evidente que la nube brotaba del silencioso planeta. Y cuando llegaron al borde de un escarpe bajo, vieron en la distancia que la tierra estaba libre de hielo, el suelo tan desnudo como en pleno verano, sólo que más negro, una roca negra que humeaba por unas largas fisuras anaranjadas cuya superficie hervía. Y justo bajo el horizonte, a seis o siete kilómetros de distancia, la nube oscura se encrespaba, como la nube termal de transición convertida en nova, y luego se disipaba velozmente.

Jackie condujo el rover hasta la cima de la colina más alta de la región, allí podían ver la fuente de la nube, que no era sino la zona que Nirgal había sospechado: el agujero de transición de Rayleigh era ahora una colina baja, negra excepto por la red de fisuras anaranjadas que la recorría. La nube brotaba de un agujero en esa zona, un humo denso, oscuro y agitado. Una lengua de roca irregular corría colina abajo hacia el sur, en dirección a donde ellos estaban, y luego se desviaba a la derecha.

Mientras estaban allí, sentados en el rover, mirando en silencio un gran pedazo de la colina negra que cubría el agujero de transición, se inclinó y se desgajó, y la roca líquida fluyó velozmente, chisporroteando y lamiendo los peñascos ennegrecidos en oleadas amarillas. El intenso amarillo pronto se volvió naranja, y luego se oscureció aún más.

Después de eso nada se movió salvo la columna de humo. Por encima del zumbido de la ventilación y los motores podían oír un rumor sordo y prolongado, puntuado por unos estampidos que coincidían con súbitos borbotones de humo en el agujero. El coche temblaba ligeramente sobre los amortiguadores.

Siguieron allí mirando, Nirgal, extasiado, Jackie, excitada y hablando sin cesar, y luego callando cuando trozos de roca se desgajaban de la colina, liberando más ríos de roca derretida. Cuando miraron la imagen que reflejaba la pantalla de infrarrojos, la colina tenía un color esmeralda intenso con incandescentes grietas blancas, y la lengua de lava que lamía la llanura era de un verde brillante. Transcurrió casi una hora antes de que la roca naranja se volviera negra a la luz del día, pero en el infrarrojo el esmeralda se convirtió en un verde oscuro en diez minutos. El verde se derramaba sobre el mundo, y el blanco se agitaba en su interior.

Comieron algo, y después, mientras lavaban los platos, Jackie apartaba a Nirgal en sus idas y venidas por la exigua cocina, tan afectuosa como se había mostrado en Nueva Vanuatu, los ojos brillantes, una pequeña sonrisa en los labios. Nirgal conocía esos signos, y la acarició cuando ella pasó por el reducido espacio de los asientos delanteros, feliz por la renovada intimidad, tan rara y preciosa.

—Apuesto a que hace calor fuera —dijo Nirgal.

Y ella volvió la cabeza deprisa y lo miró con los ojos muy abiertos.

Sin más palabras, se pusieron los trajes y entraron en la antecámara, y tomados de la mano esperaron que se despresurizara y se abriera. Salieron del coche y caminaron entre los escombros secos y rojos, rodeando montículos, hondonadas y bloques que les llegaban al pecho. Se dirigían hacia el río de lava. Llevaban una almohadilla aislante cada uno. Podían haber hablado, pero no lo hicieron. El aire los empujaba a rachas, y aun a través de las capas del traje Nirgal lo sentía caliente. La ligera vibración del suelo se transmitía a sus estómagos. Cada pocos segundos se escuchaba un estampido sordo, o un crujido seco. Sin duda era peligroso estar allí. Había una pequeña colina redondeada, muy parecida a aquella sobre la que habían aparcado el rover, desde la que se dominaba la lengua de lava caliente, a corta pero prudente distancia, y sin consultarlo ambos echaron a andar hacia ella, y subieron la pendiente final a grandes trancos, siempre tomados de la mano con fuerza.

Desde la cima de la pequeña colina tenían una excelente vista del río negro y su proteica red de fisuras anaranjadas y llameantes. El ruido era considerable. Parecía claro que cualquier nueva oleada de lava correría por el otro lado de la masa negra, colina abajo. Estaban en un punto elevado en la ribera del curso que corría de izquierda a derecha. Una gran oleada súbita podía sepultarlos, pero parecía improbable, y en cualquier caso no corrían más peligro allí que en el coche.

Todas esas elucubraciones se desvanecieron cuando Jackie le soltó la mano y empezó a quitarse el guante. Nirgal la imitó, y enrolló el tejido elástico hasta dejar la muñeca al descubierto y liberar el pulgar, luego el guante dejó escapar sus dedos. Estaban a 278°, calculó, una temperatura fresca pero no particularmente fría. Y entonces una oleada de aire cálido lo embistió, seguida por una tórrida, quizás a 315° kelvin, que pasó rápidamente, y volvió el estimulante frío al que había expuesto la mano al principio. Mientras se quitaba el otro guante, advirtió que la temperatura cambiaba con cada ráfaga de viento. Jackie ya había abierto la cremallera que unía la chaqueta al casco y la frontal, y cuando Nirgal la miró ella desnudó la parte superior de su cuerpo. El aire le puso la piel de gallina, como las garras de un gato rozando el agua. Se inclinó para quitarse las botas, y el tanque de aire se acomodó en el hueco de su espalda, las costillas marcándosele bajo la piel. Nirgal se acercó a ella y le bajó los pantalones. Jackie se incorporó y lo atrajo hacia sí y lo arrastró hasta el suelo. Se retorcieron entrelazados para colocarse sobre las almohadillas aislantes; el suelo estaba muy frío. Se despojaron del resto de las ropas, y ella se echó de espaldas con el tanque de aire sobre el hombro derecho de el. Nirgal se tendió sobre ella: en el aire gélido el cuerpo de Jackie estaba increíblemente caliente, irradiaba calor como la lava. Ráfagas de calor empujaban a Nirgal desde abajo y desde los lados, el viento caliente y seco y el cuerpo rosado y musculoso de la muchacha, que lo envolvía con fuerza con sus piernas y brazos, sorprendentemente tangible a la luz del sol. Los visores entrechocaron. Los cascos bombeaban aire a un ritmo frenético para compensar el que se perdía por los hombros. Se miraron largamente a los ojos, separados por la doble capa de cristal, lo único que les impedía fundirse en un solo ser. La sensación era tan intensa que parecía peligrosa: chocaron una y otra vez, expresando el deseo de fundirse, pero sabiéndose a salvo. Las pupilas de Jackie tenían un extraño ribete vibrante. Las diminutas ventanas negras eran más profundas que cualquier agujero de transición, una caída hacia el centro del universo. Nirgal tuvo que apartar los ojos. Se incorporó sobre ella y contempló el cuerpo largo y turbador, aunque menos que las profundidades de esos ojos. Los hombros esbeltos, el ombligo ovalado, la femenina longitud de los muslos... Nirgal tuvo que cerrar los ojos. El suelo temblaba debajo, moviéndose con Jackie, y Nirgal creyó hundirse en el planeta, femenino y salvaje. Ambos yacían completamente inmóviles, y sin embargo el mundo los hacía vibrar con un gentil pero intenso rapto sísmico. Roca viva. Los nervios y la piel de Nirgal vibraron y cantaron y él volvió la mirada al magma que fluía y entonces todo se fundió.

Dejaron el volcán Rayleigh y volvieron a viajar bajo la oscuridad del manto de niebla. Dos noches después se aproximaron a Gameto. En el gris oscuro de un mediodía crepuscular especialmente opaco, llegaron hasta el gigantesco saliente de hielo y se metieron debajo de él. De repente, Jackie se inclinó hacia adelante con un grito, desactivó el piloto automático de un manotazo y pisó el freno hasta el fondo.

Nirgal había estado cabeceando, y se aferró al volante, mirando afuera para ver que ocurría.

El acantilado estaba destrozado: una gran avalancha de hielo cubría el lugar que el garaje había ocupado.

—¡Oh! —gritó Jackie—. ¡La han volado! ¡Los han matado a todos! Nirgal se sentía como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago; le sorprendió descubrir qué golpe físico podía asestar el miedo. Estaba embotado, y parecía no sentir nada, ni angustia ni desesperación, nada. Alargó la mano y apretó el hombro de Jackie —ella estaba temblando— y miró afuera con ansiedad a través de la densa niebla voladora.

—Tenían el túnel de emergencia —dijo entonces—. Es imposible que los hayan sorprendido.

A través de un brazo del casquete polar, ese túnel llevaba hasta Chasma Australe, donde había un refugio en la pared de hielo.

—Pero... —empezó a decir Jackie, y tragó con dificultad—. Pero ¿y si no recibieron ninguna advertencia?

—Vayamos hasta el refugio de Australe —dijo Nirgal, haciéndose con los controles.

Condujo a trompicones sobre las flores de hielo a la velocidad máxima, concentrándose en el terreno y tratando de no pensar. No quería llegar al otro refugio y encontrarlo vacío, truncando su última esperanza, la única manera que tenía de rechazar ese desastre. No quería llegar nunca, quería seguir conduciendo alrededor del casquete polar para siempre, sin importarle el nudo de aprensión que hacía respirar a Jackie con un siseo y gemir de cuando en cuando. Nirgal estaba aturdido: no podía pensar ni sentir. Pero la figura de Hiroko aparecía en fogonazos delante de él, como si la proyectasen en el parabrisas o fuera un fantasma de las densas nieblas. Era posible que el asalto hubiese venido del espacio, o con misiles desde el norte, en cuyo caso no habría habido ningún aviso. Habrían borrado el mundo verde de la faz del universo y dejado sólo el mundo blanco de la muerte. Las cosas perderían el color, como en ese mundo invernal.

Apretó los labios y se concentró en el paisaje helado, con una violencia que desconocía poseer. Transcurrieron las horas y se esforzó por no pensar en Hiroko, Nadia, Art, Sax, Maya o Harmakhis, en nadie; su familia, vecindario, pueblo y nación, todo bajo esa pequeña cúpula. Se dobló sobre el estómago encogido y puso todos sus sentidos en la conducción, en cada pequeño montículo y hondonada que había que sortear en el vano intento de que la marcha fuera menos brutal.

Tenían que viajar unos trescientos kilómetros en el sentido de las agujas del reloj, y luego recorrer buena parte de Chasma Australe. El invierno se estrechaba y estaba tan obstruido por bloques de hielo que solo había una ruta practicable, marcada por unos débiles radiofaros de dirección. Allí Nirgal se vio forzado a reducir la velocidad, pero bajo la bruma oscura podía conducir sin descanso, hasta que alcanzaron el muro que marcaba el refugio. Sólo habían pasado catorce horas desde que partieran de la entrada de Gameto —toda una hazaña sobre ese terreno roto y helado—, pero Nirgal ni siquiera lo advirtió. Si el refugio estaba vacío...

El aturdimiento se desvanecía rápidamente conforme se acercaban a la pared baja en la cabecera del abismo. No vieron ninguna señal, y el miedo afloraba como el magma naranja por las grietas en la lava negra, salía a borbotones y se hinchaba, se convertía en una insoportable y desgarradora tensión en todas las células de su cuerpo...

Entonces una luz parpadeó en la parte baja de la pared y Jackie gritó como si le hubiesen clavado una aguja. Nirgal aceleró y avanzó a trompicones, y casi estampó el coche contra el muro de hielo. Con el brusco frenazo las grandes ruedas de tela metálica patinaron un corto trecho y luego se detuvieron. Jackie se puso el casco y se precipitó a la antecámara. Nirgal la siguió. Después de la agónica espera de la despresurización, saltaron al exterior y corrieron hacia la puerta oculta en un hueco de la pared de hielo. La puerta se abrió y cuatro figuras con trajes salieron de ella esgrimiendo pistolas. Jackie gritó por la frecuencia común, y un segundo después las cuatro figuras los abrazaban. De momento todo iba bien, aunque era posible que sólo estuviesen consolándolos, y Nirgal se sentía atenazado aún por la incertidumbre cuando vio la cara de Nadia detrás de uno de los visores. Ella levantó el pulgar y él creyó haber estado conteniendo el aliento durante las quince horas anteriores, aunque sin duda sólo era desde que había saltado del coche. Jackie lloraba de alivio y Nirgal también quería llorar, pero la súbita desintegración del aturdimiento y el miedo lo habían dejado destrozado, exhausto, más allá de las lagrimas. Nadia lo llevó hasta la puerta del refugio tomado de la mano, como si comprendiese todo esto, y sólo cuando la antecámara empezó a presurizarse Nirgal entendió al fin las voces en la frecuencia común: «Tenía tanto miedo, pensé que estaban muertos». «Salimos por el túnel de emergencia, los vimos llegar...»

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