La joven salió de la casa por la puerta de delante, para no despertar á Dulzura. Los campos de tomates desbordaban con el bullicio matutino de los pájaros hambrientos, pero al otro lado del camino el comedor de los peones y el cobertizo permanecían silenciosos y vacíos, como si jamás nadie hubiera vivido allí, ni nada hubiera sucedido. Hacia el norte del comedor de los peones estaban los huertos de melones donde trabajaban los peones eventuales, con el cuerpo encorvado y la cabeza inclinada y oculta por el sombrero de paja, todos iguales. Ninguno miraba hacia arriba ni a los lados; la dirección de la supervivencia era hacia la tierra.
Este año Jaime se había atrasado con la cosecha de calabazas para la fiesta de Todos los Santos y el campo estaba sembrado de grandes cabezas anaranjadas. Aunque en ninguna de las cabezas habían tallado la clásica cara, Devon se sentía vigilada por centenares de sonrisas sardónicas y por innumerables pares de ojos geométricos. En el cielo, por encima de ella, un buitre describía círculos en busca de carroña. Aleteando y planeando alternativamente, se acercaba cada vez más a Devon, como si esperara que le condujera hasta donde había algo muerto…, un perro junto al camino, una mujer empapada por el agua del río, un hombre joven que se desangraba. Con un grito ahogado en que se mezclaban la cólera y la pena, Devon giró sobre sí misma y empezó a andar rápidamente en dirección a la casa.
Dulzura estaba en la cocina, descalza, haciendo café.
—Ha llamado el señor Ford —anunció—. He ido a buscarla, pero usted se había ido.
—Sí. ¿Qué quería?
—Ha dejado dos mensajes. Los he anotado.
Los mensajes, escritos con letra grande y cuidadosa, estaban junto al teléfono, en una hoja de papel: Encontrarse con Ford en el tribunal a la una y treinta para saber la decisión del juez. Ver en el diario de la mañana la página 4, sección A, y página 7, sección B.
Sobre la información de la página 4 había una fotografía de un automóvil destrozado hasta ser irreconocible, y otra de Valenzuela en uniforme, con aire de juventud, confianza en sí mismo y petulancia. El relato del accidente era breve:
«Un antiguo agente del departamento del comisario, Ernest Valenzuela, cuarenta y dos años, y su ex esposa Carla, dieciocho años, se mataron en un accidente de automóvil ayer a última hora de la tarde, a unos kilómetros al norte de Santa María. Según informó el agente Jason Elgers, que iba en su persecución, el automóvil corría a más de ciento setenta kilómetros por hora. Elgers había sido avisado por un empleado de la estación de servicio de Santa María, donde Valenzuela se había detenido a echar combustible. El empleado afirmó que había oído a la pareja discutir en voz alta y que sobre el asiento delantero había una botella de whisky a medio vaciar.
»El ex policía falleció instantáneamente cuando su automóvil se estrelló contra un pilar de cemento después de haber atravesado la verja de protección. Su ex esposa murió mientras era conducida al hospital. Dejan un hijo de seis meses.»
La otra noticia del diario era un anuncio aparecido en la página 7, donde se ofrecían diez mil dólares de recompensa por información respecto al paradero de Robert K. Osborne, visto por última vez en las inmediaciones de San Diego el 13 de octubre de 1967. Se guardaría reserva sobre toda respuesta recibida y ninguna de ellas sería utilizada para presentar ningún tipo de demanda. Se daba un número de apartado de correos y el número telefónico de la anciana señora Osborne.
—Se ha matado Valenzuela —comentó Devon, mientras volvía a dejar el periódico.
—Sí, lo he oído por radio —respondió Dulzura, y ése fue el único epitafio que de ella obtuvo Valenzuela.
Durante la mañana, Devon llamó media docena de veces a casa de Leo antes de obtener contestación, a las once, cuando él regresó del campo para comer. Por la voz, parecía cansado. Se había enterado de la noticia de Valenzuela y Carla —se lo había contado uno de sus hombres—, pero no sabía nada del anuncio de la madre de Robert ni de la hora fijada para escuchar la decisión del juez Gallagher.
—A la una y media de la tarde —repitió—. ¿Tiene que ir?
—No, pero voy a ir.
—Está bien. La pasaré a buscar…
—No, no. No quiero que se…
—… a eso de las doce y cuarto, así que no hay mucho que discutir, ¿no?
Devon estaba esperándole cuando llegó a la puerta delantera. Antes de subir al automóvil miró hacia arriba y vio que el buitre seguía describiendo círculos en el aire, por encima de la casa. Ahora volaba tan alto que parecía una mariposa negra deslizándose sobre el azul.
—Los buitres traen buena suerte —comentó Leo, al observar que ella lo miraba.
—¿Por qué?
—Limpian un poco la basura que dejamos a nuestras espaldas.
—Para mí, no significan más que muerte.
Una vez que subió al automóvil, aunque no podía ver el ave, Devon tuvo la sensación de que cuando regresara estaría esperándola, como un animal doméstico.
—No sé ningún detalle de la muerte de Valenzuela y de Carla —dijo Leo.
—El diario ha dicho que ha sido un accidente y así quedará archivado, pero no es cierto. Él había estado bebiendo, iban peleándose, el automóvil iba a más de ciento setenta kilómetros por hora…, ¿cómo se puede llamar a eso un accidente?
—No se puede. Lo que pasa es que no saben qué otro nombre darle.
—Fue un asesinato y un suicidio.
—De eso no hay pruebas —afirmó Leo—, y nadie quiere que las haya. Es más cómodo para todo el mundo…, la ley, la iglesia, los que quedan…, creer que así lo dispuso Dios.
Devon recordó la seriedad con que Carla le había hablado al juez de su
yeta
—«Si bailara la danza de la lluvia habría un año de sequía o un temporal de nieve»— y la última vez que había visto a Valenzuela, junto a la sala de audiencias. Estaba solo, de pie junto a la ventana enrejada del nicho, con los ojos sombríos y enrojecidos. Cuando habló, lo hizo con voz ahogada:
«—Lo lamento, señora Osborne.
»—¿Qué?
»—Todo, la forma en que ocurrieron las cosas.
»—Gracias.
»—Quería decirle que esperaba que las cosas fueran diferentes…»
Ahora Devon se daba cuenta de que él había estado hablando de sí mismo y de su propia vida, no sólo de ella o de Robert.
—Devon —Leo la llamó con voz un poco alta, como si la hubiera nombrado antes sin que le oyera.
—Sí.
—Estos últimos días, cada vez que la veo estamos en un automóvil o en algún otro sitio donde no puedo mirarla realmente. Y hablamos de otras personas, no de nosotros.
—Es mejor que sigamos así.
—No. Hace mucho tiempo que espero para decirle algo, pero el momento adecuado nunca llega y tal vez nunca llegue, así que voy a decírselo ahora.
—No. Leo, por favor.
—¿Por qué no?
—Hay algo que tengo que decirle antes. No voy a quedarme aquí.
—¿Qué quiere decir con «aquí»?
—En esta región. Tan pronto como pueda voy a vender el rancho. Estoy empezando a sentir lo que sentía Carla, tengo
yeta
y tengo que irme.
—Pero volverá.
—No creo.
—¿Dónde quiere irse?
—A casa.
«Casa» era donde los ríos corrían todo el año y la lluvia era algo que estropeaba un paseo y las aves no tenían nombres exóticos como
cardelinas, chupamirtos o golondrinas
.
—Si cambia de opinión —dijo él en voz baja—, ya sabe dónde encontrarme.
Como le había dicho Ford, su breve reaparición ante el tribunal no fue más que una formalidad, y el momento que Devon había temido durante semanas llegó y pasó tan rápidamente que apenas si llegó a entender las palabras del juez:
«Respecto de la solicitud de Devon Suellen Osborne para la validación del testamento de Robert Kirkpatrick Osborne, se concede dicha solicitud y se designa a Devon Suellen Osborne administradora de la propiedad.»
Mientras volvía por el pasillo, Devon notó cómo en sus ojos se amontonaban las lágrimas, no por Robert, porque esas lágrimas las había vertido hacía tiempo, sino por Valenzuela y la muchacha que tenía
yeta
y el niño sin padres.
—Esto es todo por ahora, Devon —le dijo Ford, tocándole ligeramente el hombro—. Habrá que firmar papeles. Cuando estén listos, mi secretaria se los mandará.
—Gracias. Gracias por todo, señor Ford.
—De paso, es mejor que llame a la madre de Robert y le anuncie la decisión del tribunal.
—No va a querer que se la digan.
—Pero hay que decírsela. Ese anuncio la pone en una posición muy vulnerable. Si sabe que se ha declarado oficialmente la muerte de Robert, no es tan probable que pague diez mil dólares por falsa información a algún artista aficionado.
—Siempre ha sido muy práctica con el dinero, y cuando compra algo, obtiene lo que paga.
—Eso es lo que me temo.
Devon telefoneó desde la misma cabina que había usado dos días antes, pero esta vez la voz aguda e impaciente de la anciana respondió a la primera llamada:
—¿Diga?
—Soy Devon. Pensé que debería decirle…
—No dudo de que lo haces con buena intención, Devon, pero el hecho es que me estás ocupando la línea y en este mismo momento alguien puede estar tratando de comunicarse conmigo.
—Únicamente quería…
—Voy a colgar porque estoy esperando una llamada muy importante.
—Escuche, por favor.
—
Adiós
, Devon.
La anciana cortó la comunicación, sin apenas darse cuenta de que había mentido. No estaba esperando la llamada; ya la había recibido y había dispuesto todo lo necesario.
El próximo paso era preparar la casa para su llegada. No vendría antes del anochecer. Tenía miedo de andar por la ciudad a la luz del día, por más que le había dicho que nadie le buscaba, que nadie quería encontrarle. Estaba a salvo: el caso se había cerrado y Valenzuela había muerto. Era una suerte increíble que hubiera decidido comprar precisamente esa casa. El estilo misionero californiano se adecuaba a sus propósitos, con sus paredes de adobe de más de medio metro de espesor, su techo de pesadas tejas, el patio tapiado y, lo más importante de todo, las rejas de hierro que protegían las ventanas para que nadie pudiera entrar. O salir.
Volvió hacia el dormitorio de delante y continuó la interrumpida tarea de prepararlo. Casi todas las cajas donde se leía Ejército de Salvación, escrito con la menuda letra de imprenta de Devon, habían sido vaciadas. El viejo mapa estaba pegado sobre la puerta: MÁS ALLÁ HAY MONSTRUOS. La ropa de Robert estaba colgada en el armario, sus carteles de esquí acuático y los banderines del colegio adornaban las paredes, sus gafas sobre el escritorio, con los cristales minuciosamente limpios, y junto a la cama se veían sus botas, como si acabara de quitárselas. Aunque Robert jamás lo hubiera visto, ese cuarto le pertenecía.
Cuando terminó de desembalar las cajas, las arrastró hasta el fondo de la casa y las apiló en el porche de servicio. Después se hizo un poco de café y se lo llevó al salón, a esperar la puesta de sol. Se había olvidado de comer, y a la hora de la cena sintió la cabeza floja y un ligero mareo, pero así y todo no tenía hambre. Volvió a preparar café y durante mucho tiempo se quedó sentada, escuchando cómo los caballos de bronce danzaban en el viento y el bambú arañaba las rejas de hierro que protegían las ventanas. Llegado el crepúsculo, encendió todas las luces de la casa, para que si él estaba fuera esperando pudiera ver que estaba sola.
Eran casi las nueve cuando oyó golpear en la puerta delantera. Fue a abrir y allí estaba él, de pie, tal como lo había visto cien veces en su imaginación durante ese día. Estaba más delgado de lo que recordaba, casi consumido, como si algún parásito voraz se hubiera aposentado en su cuerpo y sé estuviera adueñando de su comida.
—Pensé que podrías haber cambiado de opinión —dijo ella.
—Necesito el dinero.
—Entra.
—Podemos hablar aquí fuera.
—Hace demasiado frío. Entra —repitió ella, y esta vez él la obedeció.
Parecía demasiado cansado para discutir. Bajo sus ojos se veían semicírculos azules, casi del color de la ropa de trabajo que usaba, y no dejaba de resoplar y de frotarse la nariz con la manga como un chico resfriado. Sospechó que en alguna parte se había acostumbrado a las drogas, tal vez en alguna cárcel mejicana, tal vez en alguno de los barrios de la zona. Pero no le iba a preguntar dónde había pasado ese año tan largo, ni qué había hecho para sobrevivir. No le haría más que preguntas importantes.
—¿Dónde está, Felipe?
Felipe se volvió y miró ansiosamente la puerta que se cerraba tras él, como si sintiera el impulso súbito de abrirla de un empujón y volver a perderse corriendo en la oscuridad.
—No te pongas nervioso —dijo ella—. Te prometí por teléfono que no voy a presentar ninguna acusación, ni siquiera voy a decir a nadie que te vi. Lo único que quiero es la verdad; la verdad a cambio del dinero. Es un pacto honesto, ¿no te parece?
—Creo que sí.
—¿Dónde está?
—En el mar, lo tiré al mar.
—Robert era un excelente nadador. Podría haber…
—No. Estaba muerto, envuelto en las mantas.
Las manos de ella se elevaron y se palparon la cara, como si Agnes Osborne sintiera que algo se le aflojaba.
—Tú lo mataste, Felipe.
—No fue culpa mía. Me atacó, iba a asesinarme como hizo…
—Después lo envolviste en las mantas.
—Sí.
—Robert era muy grande, no pudiste hacerlo tú solo —su voz era fría y tranquila—. Ven, siéntate tranquilamente y cuéntamelo todo.
—Podemos hablar aquí.
—Es mucho dinero el que pago por esta conversación. Mientras dura, quiero estar cómoda. Ven conmigo.
Después de un momento de vacilación, la siguió al salón. Había olvidado lo bajo que era, apenas un poco más alto de lo que había sido Robert a los quince, hasta el año en que de pronto había empezado a crecer. Felipe tenía veinte años y era demasiado tarde para empezar a crecer. Siempre parecería un chico, un pobre chico raro, enfermizo y triste, con un apetito de cuervo y mala digestión.
—Siéntate, Felipe.
—No.
—Como quieras.
Pálido y tenso, se quedó de pie frente a la chimenea. Sobre la mesa de
chaquete
que había entre los dos sillones, el juego seguía planteado sin que nadie hubiera hecho una jugada en mucho tiempo. El polvo cubría el tablero, los dados echados y las piezas de plástico.