Más respeto, que soy tu madre (11 page)

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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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—¡Jo jo jo! —grita el Zacarías desde la habitación—. ¡Señora! ¿Para cuándo la cena? ¡Jo jo jo!

Cuando el doctor Madariaga se fue, toda la familia nos quedamos como estatuas, sin saber cómo tratar al enfermo. Nos cuesta mucho decirle «¿necesita algo, Papá Noel?», o «don Santa, ¿quiere un té con limón?». Y aunque todo es muy triste, a nosotros nos dan ataques de risa. El pobre ha aceptado a regañadientes ponerse el pijama y acostarse, pero el gorro y la barba no se los podemos sacar ni con palanca. Es complicado entrar en el cuarto y verlo así.

El único que sabe manejar la situación es el Toño. Hace un rato lo encontramos subido a las rodillas de su padre:

—Quiero una bici con cambios —le decía—, un escalextric, una bolsa de porros y la colección aniversario de
Playboy
, Santa…

—¿Pero tú te has portado bien durante el año, jovencito? —le dice el Zacarías acariciándole el pelo.

—¡Antonio, sal pitando de esa habitación o te saco a escobazos! —le grito yo.

—Silencio, señora —dice el Zacarías, con la voz gruesa—; ya tendrá usted su turno. ¡Jo jo jo! No sea ansiosa.

La tarde del 25 el Nacho vio la oportunidad y sacó a su padre al mostrador de la pizzería. El negocio se llenó de criaturas. Todo el barrio pasaba y traía a sus hijos a visitar al Zacarías. Vendimos pizzas como nunca en la vida. Las entregaba Papá Noel en persona, y además conversaba un rato con cada chavalín en privado.

Ayer noche, después de cerrar, estuve dándome unas vueltas por el barrio. Me daba un poco de vergüenza acostarme con Papá Noel. Él me esperaba en la cama tranquilo, porque desde que está así, el Zacarías se ha puesto muy dócil y pacífico, pero yo no me atrevía a estar en la misma cama con un mito popular. Hasta que al final me persigné y entré en la habitación.

—¿Y usted, señora? —me dice con esa voz tan varonil de la gente del Polo Norte—. ¿No va a querer su regalo?

Me quedé un segundo quieta, mirando para los lados. ¿Sería posible sacarle partido a esta tragedia? Me acerqué a la cama de Papá Noel muy despacio y le dije al oído qué era lo que quería. Me sentí un poco guarra por estar diciendo aquello al oído de un santo, pero a veces hay que aprovechar los trenes nocturnos.

—¿Eso desea, señora? —me dice galante—. Métase en la cama que me parece que algo tengo en la bolsa…

Apagamos la luz. ¡Ay, qué manera de festejar la Navidad! Estuvimos como dos horas con el jinglebell. Parecíamos el despertar sexual de los niños cantores de Viena. Hace un rato me escapé de la cama para escribir, pero me doy cuenta de que me tiemblan las piernas. Además, tengo algodón en la boca y la sonrisa se me escapa por todas partes. Mientras escribo, estoy escuchando desde el cuarto a mi Papá Noel que me dice:

—Señora, regrese: que se le ha quedado un regalo en el fondo de la bolsa. ¡Jo jo jo…!

Ahora ya me estoy poniendo viciosa, pero qué bonito sería que el 6 de enero el Zacarías se convirtiera en los Reyes Magos, que son tres… ¡Y para más inri uno es negro!

—Ya voy, Santa… —le digo—. ¡Póngase el gorrito que ya estoy con usted!

Llora, mi vida

Los esfuerzos del Nacho por reconciliarse con el Pepe y la Aurora Peralta han dado sus frutos ayer por la tarde, después del desastre de hace un par de semanas.

Marilú lo ha llamado por teléfono diciéndole que sus padres querían darle una oportunidad y que lo esperaban en La Recoba, los tres. La niña le recomendó ir bien vestido, porque era fundamental que diera una buena impresión.

—Bien vestido y puntual —le ha dicho.

El Nacho se pasó toda la tarde muerto de nervios. Mi hijo es muy inteligente, pero a la vez muy tímido, máxime con gente pija como los Peralta. Estaba convencido de que haría algo mal. Siempre es algo distraído: tira un vaso, se equivoca con los cubiertos. Pero le di ánimos y le planché el mejor traje.

Se fue al bar, por suerte antes de que descargara el diluvio de anoche. Lo saludamos todos desde la puerta y le deseamos suerte. Se fue erguido, peinado, y con un ramo de rosas para la Aurora (eso fue idea mía). Pero está visto que los de esta familia, para las cosas del amor, estamos meados por los perros.

El Nachito ha regresado hace un rato, irreconocible. Empapado, con el corazón que se le salía del cuerpo, llorando como cuando era un niño pequeño. No podía hablar. Entró y me abrazó desconsolado. Se hundió en mi regazo.

—¿Qué ha pasado, corazón? —le pregunto con el alma en un puño—. ¿Has estado muy nervioso, ha salido todo mal?

—Al revés, mamá —me dice llorando—. Nunca en mi puta vida estuve tan desinhibido… Alegre, mundano, dueño de mí mismo… En veinte minutos los padres de María Luz cambiaron completamente el concepto que tenían sobre mí.

Y volvió a esconderse entre mis brazos para llorar.

—¿Y por qué estás así entonces, mi niño?

—Pásame un pañuelo —me dice, y se limpia los mocos y las lágrimas—. Estuvimos como dos horas en La Recoba. Yo hacía chistes, hablaba de política, de arte, incluso en un momento el Pepe Peralta me dio una palmadita, como hacen los suegros con los pretendientes de las hijas… María Luz me miraba enamoradísima, y cada vez que me miraba yo me sentía más seguro, más solvente. Ni en mis sueños más optimistas, te lo juro, mamá, ese encuentro había salido tan bien como estaba saliendo en la realidad.

—¿Y?

—Entonces se puso a llover; nos quedamos un rato más en La Recoba, conversando y viendo caer las gotas contra los cristales. El Pepe me ofreció un puro. No acepté. Aurora me felicitó por no fumar. ¡Yo era el mejor, mamá, era el mejor yerno que habían imaginado! Salimos de La Recoba, bla bla bla, ja ja ja, todos felices. Yo, con María Luz del brazo, y los Peralta de la mano. Éramos dos parejas. ¡El mundo era mío!

—Qué hermoso, nene…

—¡Y una mierda! Cuando íbamos a cruzar la avenida para pedir un taxi, vi que había un charco de agua enorme que nos separaba de la calle. Y ahí fue que yo pensé: «Ahora salto el charco de un brinco y los deslumbro». Ellos ya tenían un buen concepto intelectual de mí, y yo buscaba también la aprobación física. ¡La ambición me crucificó, mamá! Me separé de ellos medio metro, cogí dos pasos de carrerilla y salté el charco con todas mis fuerzas.

—Ay, Nacho… —digo yo, persignándome.

—El salto fue perfecto. En el aire sentí que flotaba y supe que la familia Peralta en pleno seguía mi vuelo como en cámara lenta, con una sonrisa de satisfacción y placer. Yo me movía, flexible, y ellos brillaban, inoxidables. El mundo nos sonreía… Pero el esfuezo fue demasiado grande, mamá… ¡Ay, ay!

—¿Te caíste?

—¡Ojalá me hubiera caído, ojalá! —me dice el Nacho, con los ojos en compota—. En el aire, con una pierna adelante y la otra detrás, como un bailarín, justo ahí, se me escapó el pedo más grande de mi vida. Fue como una furgoneta arrancando en segunda. ¡Brommmmm!

—¡Dios me libre y me guarde!

—Sentí que el tiempo se detenía. Yo en el aire. Mis tripas sonando como las trompetas del juicio final. Te juro que se volaron las palomas de la iglesia. ¡Yo en el aire! Debo haber estado siglos suspendido, pensando qué hacer. Todo era rápido y lento a la vez. El impulso fue perfecto. Entonces la única salida llegó de la nada. Apoyé el primer pie, y después el segundo, y otra vez el primero, y seguí corriendo… ¡Me escapé, mamá!

—¿Te has ido sin saludar, Ignacio? ¿Eres gilipollas?

—¿Qué iba a decirles? ¿«Perdón, queridos suegros, se me ha escapado un pedo»? ¡No, jamás! Corrí y corrí, cortando campo. He corrido sin parar hasta aquí. Pero hubiera seguido corriendo. En este momento tengo ganas de seguir corriendo para siempre y olvidarme de mí mismo.

—Visto así —le digo—, llevas razón…, lo mejor en esa situación es desaparecer…

—¿Verdad, madre? —me dice, acurrucándose entre mis brazos.

—Claro, mi niño —le digo, soltando yo también una lágrima—. Llora, mi vida, tú llora, que aquí estás a salvo de tus vergüenzas.

Viaje al interior del Barrio Oscuro

Cuatro días, once horas y seis minutos le ha durado al Zacarías la pérdida de su identidad. Lo que más me preocupaba a mí ya no era propiamente la amnesia, sino el traje rojo, que era alquilado. Entre el jueves y ayer vino como tres veces el muchacho de la casa de disfraces para que le devolviéramos la ropa. Además, cada vez que aparecía, le abría la puerta siempre mi marido:

—¿Qué desea el muchacho?

—Vengo a buscar el disfraz.

—¿Otra vez? ¿Qué disfraz?

—El que lleva puesto, señor.

—¡Jo, jo, jo! Ya le dije que no tengo ningún disfraz —y le cerraba la puerta en la cara.

—¿Quién era? —le preguntaba yo.

—El muchacho ese que busca un disfraz —me decía mi marido—. ¡Jo, jo, jo! La gente está cada vez más loca, señora.

Pero ayer se le pasó todo de golpe. La historia de cómo volvió en sí merece ser contada. Resulta que se empecinó en ir hasta un barrio marginal a buscar un repuesto para la moto. Nosotros le advertimos:

—Don Santa, no se le ocurra ir a ese barrio vestido así…

—Jo, jo, jo… Papá Noel anda por el mundo sin importar el cómo y el cuándo —dijo, y no lo pudimos detener.

Se fue con la moto destartalada a buscar una bujía de segunda mano, porque la de la moto estaba empastada por el choque. Cruzó toda la ciudad, con el ciclomotor a cuestas, cogido del manillar. Por el centro solamente recibió miradas cariñosas y risas cómplices; algunos críos hasta lo saludaban y le mandaban besos. Eso era lo de esperar. Pero cuando sales del casco urbano y las chabolas ganan el paisaje, ay madre mía…, ya se sabe que el mundo es otro.

El Barrio Oscuro (que así lo llamamos) empieza donde se acaba el asfalto, que es como decir donde se acaba el mundo. Las mujeres salen a la calle en zapatillas y echan cubos de agua a la calle para que no se levante polvo. Es la zona donde hay más chavales con mocos por metro cuadrado. Por esos mundos todavía pasa el afilador y al agua hay que ir a buscarla a un pozo. La policía no puede entrar más que martes y jueves a buscar su parte. Resumiendo: no es buen lugar para entrar disfrazado.

Para más inri, cuando el Zacarías ya estaba en el corazón de las chabolas, el cansancio de la caminata hizo que se perdiera. Se puso a deambular por los recovecos hasta que encontró a un niñito de unos doce años, que estaba jugando con una pistola.

—¡Jo, jo! —se presentó el Zacarías—. ¿No sabes, pequeño de corta edad, dónde queda la casa de Abdul, el que vende repuestos robados?

El niño abrió los ojos como dos huevos de avestruz. Nunca había visto algo tan bermellón, porque mayormente en ese barrio todo es en blanco y negro. Se quedó como petrificado. Enseguida reaccionó.

—Espere un momentito, señor —dijo el chaval, con acento extraño—. Un minutito, eh, quédese ahí un minutito que vuelvo… —y salió trotando.

A los dos minutos volvió con dos docenas de chicos más, de entre siete y diecinueve años. Había uno que iba delante y parecía ser el líder. Llevaba el torso desnudo y tenía el pelo como Maradona cuando jugaba en el Barça.

—Mira tú quién se ha dignado venir por aquí… —dice el jovencito caminando alrededor del Zacarías—. ¡Cuánto tiempo sin aparecer por estos mundos, gordinflón…!

Se escuchó la voz de un compinche entre el grupo de niños:

—¡Mátalo, Caraegoma! —Todos dijeron «sí, sí, sí».

El líder pidió silencio con la mano. Y hubo silencio. Instantáneo.

—¿Sabes durante cuántos años, la noche del veinticuatro, miramos parriba a ver si vienes, Papanué? —Se dirigió Caraegoma al Zacarías, apretándole la mejilla—. Pero tú solamente vas a las casas del centro, con la gente que tiene papeles, ¿no?

—Usted se confunde, Caraegoma —respondió el Zacarías, que poco a poco empezaba a tartamudear.

—Tú eres el que deja juguetes a los que ya tienen juguetes, ¿cierto, perejil? —continuó Caraegoma, tratando de masticar su rabia de años y años de espera.

—No, amigo… —el Zacarías temblaba—. Yo siempre intento ser justo.

—¡Mátalo, Caraegoma, que no te líe con discursos políticos! —pidió otra vez la turba infantil.

Tres de los chicos mejor alimentados se acercaron con sogas y, a una señal del Caraegoma, ataron al Zacarías a un árbol.

—¿Y ahora te piensas que regalando una moto vas a solucionar años y años de ausencia? —dice el Caraegoma, con los ojos llenos de lágrimas, mirando el ciclomotor desvencijado—. Somos muchos niños, vas a tener que traernos, mínimo, diez o doce motos más. O la pasta. ¿Tienes pasta encima?

—No, hijito, estos trajes de Santa Claus no tienen ni bolsillos.

—Vamos a ver si es cierto —dice el Caraegoma y saca una navaja que relumbraba al sol como una boga recién pescada en el río.

De repente, la caterva de niños, indignada, le empezó a tirar piedras a mi marido.

—¡Papanuel, cerdo burgués! —gritaban unos.

—¡Santa, compadre, fóllate a tu madre! —canturreaban otros.

Uno se acercó y le puso una pistola en la cabeza.

—¡Habla! —le dijo—. ¿Dónde viven los Rey Mago?

—¡Qué sé yo, nene! —respondió el Zacarías lloriqueando—. Yo no tengo datos de la competencia.

—Si los ves a esos tres joputas les dices que ni se aparezcan por aquí —gritó otro— y si vienen que nos devuelvan las bambas que nos roban los días seis de enero. ¡Estamos hartos de ir descalzos todo el año por culpa de la ilusión!

A los tres minutos el Zacarías estaba en camiseta y calzoncillos en el alma del Barrio Oscuro. Alrededor parecía que hubiera nevado: era todo algodón desparramado por el suelo. Cuando acabaron de desnudarlo y la polvareda cedió, los pequeños indocumentados se echaron hacia atrás, asustados al ver al Zacarías sin la barba de fantasía ni el traje rojo.

—¡Cuidado, Caraegoma! —gritó uno—. ¡Éste no es Papanuel, es policía! ¡Mira el bigote!

—¡La pasma! ¡La pasma! —gritó uno aterrorizado.

—¡Ha caído la pasma! —gritó otro enseguida, y se fue por todo el barrio haciendo sonar un silbato.

Debía de ser una especie de aviso. En un segundo salieron unas doscientas personas de las casuchas de chapa con bolsas blancas, balancines, pastillas, cigarros liados, bolsas verdes, radiocasetes robados y pasaportes falsos, y metieron todo dentro de un pozo. Después se encerraron otra vez en sus casas, silbando y haciéndose los distraídos.

Le latía tan fuerte el corazón al Zacarías, que del bolsillo de la camiseta se le cayó algo. Fue providencial. Un niño lo levantó. Eran sus documentos.

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