—No me digas que hemos hecho todo este recorrido para que ahora no recuerdes cómo se entra —dijo Narin, que sacó la yesca del zurrón y encendió una lámpara de latón.
Los demás siguieron su ejemplo.
—Saben que vamos. Nos esperan —dijo Matrak. Estaba temblando—. Moriremos todos.
—Ya basta, viejo agorero —dijo Sketti, enfadado—. ¡Abre la puerta!
Cuando los enanos encendieron las lámparas, Matrak asintió con la cabeza y le hizo a la pared del risco algo que Félix no pudo ver. El viejo enano retrocedió, y los demás se pusieron en guardia. Félix desenvainó la espada. Al principio, pareció que no sucedía nada. Luego, Félix frunció el ceño y sacudió la cabeza, asaltado por el vértigo. Se esforzaba por enfocar la vista. Se sentía como si se deslizara hacia atrás, aunque sus pies no se movían. ¡No, era la pared del risco la que se alejaba! Una alta sección cuadrada estaba hundiéndose en la montaña. Félix aguzó el oído, pero no oyó ningún roce ni sonido alguno de engranajes.
Pasado un momento, el cuadrado de roca se detuvo a unos quince pasos dentro de la montaña, y dejó a la vista los bordes de una oscura cámara excavada en la piedra. Cuando por la puerta no salió a la carga una horda de orcos para atacarlos, los enanos avanzaron.
—¡Esperad! —dijo Matrak—. Hay una trampa.
Se agachó junto a la ranura del suelo por la cual se deslizaba la puerta y metió una mano dentro. Tras palpar durante un momento, se oyó un potente chasquido, que Félix sintió más que oyó, y Matrak se puso de pie.
—Ya no hay peligro —dijo.
No lo parecía. Aunque Félix no vio nada particularmente alarmante cuando él, Gotrek y los otros atravesaron la puerta con precaución, no podía librarse de la sensación de que algo iba mal. Un hormigueo le recorría la espalda, y no dejaba de mirar por encima del hombro, pensando que se encontraría con ojos malignos relumbrando en la oscuridad; pero no había nada.
Matrak cerró la puerta tras ellos. Desde el interior, la accionaba una simple palanca. La cámara era sólo de tamaño moderado, según las pautas habituales de la arquitectura de los enanos, con un abovedado techo bajo sobre el que se entrecruzaban vigas de madera de las que pendían poleas y tornos con cadenas colgantes. Bancos de trabajo, forjas y escritorios atestaban el espacio, así como viejas máquinas e ingenios a medio construir, dispersos por todas partes. Al pasar los enanos con las lámparas entre ellos, sus sombras se movían por las paredes del taller como esqueletos de extrañas bestias mecánicas. En un rincón había un girocóptero desmantelado.
Sketti sacudió la cabeza y miró a su alrededor.
—Los ingenieros están locos —susurró—. Todos ellos.
Matrak los condujo hasta una arcada en sombras que había al otro lado de la estancia. Más allá de ésta, se extendía un corto y estrecho pasillo que ascendía por una serie de escalones bajos y largos, ligeramente inclinados, hasta una puerta de piedra.
—Tened cuidado —advirtió Matrak al mismo tiempo que alzaba una mano al detenerse ante la arcada—. Aquí es donde Birrisson puso todas las trampas y… —Quedó repentinamente inmóvil, y luego gimoteó con suavidad.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Thorgig, irritado.
Matrak retrocedió, tembloroso.
—No va bien. No va bien. Huele raro. Todo raro.
Los enanos alzaron las bulbosas narices e inhalaron. Félix también husmeó el aire, esperando percibir el conocido hedor animal de los orcos, pero no percibió nada. Los enanos, sin embargo, fruncían el ceño.
—Piedra recién tallada —dijo Kagrin.
—Sí —confirmó Druric—. Hace una semana o menos.
—¿Ahora los orcos se dedican a la cantería? —preguntó Thorgig.
Kagrin metió el farol por la arcada para iluminar el corredor y lo examinó con ojo crítico.
—No puede ser —murmuró—. La obra es recta y precisa.
Félix frunció el entrecejo.
—¿Podéis saber por el olor cuánto hace que se talló la piedra?
—Por supuesto —replicó Sketti—. ¿Los hombres no pueden?
Félix negó con la cabeza.
—Al menos, ninguno que yo conozca.
—La tuya es una raza lamentable y débil, hombre —dijo Sketti con tono compasivo.
—Que gobierna el mundo —le contestó Félix.
—Sólo mediante el robo y la traición —contraatacó Sketti, alzando la voz.
—¡Silencio! —le espetó Gotrek. Se volvió hacia Matrak, que contemplaba el corredor con húmedos y atemorizados ojos—. ¿Qué significa esto, ingeniero?
—Han tallado piedra. ¿Pieles verdes que tallan piedra? Sólo… —gimió—, sólo puede significar que han cambiado las trampas. —Se volvió a mirar a Gotrek—. ¡Que Valaya nos guarde a todos! ¡Sabían que veníamos hacia aquí! ¡Han puesto trampas nuevas!
Gotrek lo aferró por la pechera de la cota de malla.
—¡Deja de lloriquear! ¡Que Grimnir te maldiga! —dijo con voz ronca—. ¡Si algo está mal, arréglalo!
—Ha perdido el valor —se burló Sketti al mismo tiempo que apartaba la mirada—. Los pieles verdes se lo robaron antes de que escapara de la fortaleza.
—¡Tú no lo viste! —gimoteó Matrak—. ¡Tú no sabes! ¡Estamos condenados!
—Tal vez existe otra explicación —intervino Narin—. No tiene por qué tratarse de pieles verdes astutos. Tal vez los clanes atrapados han logrado recuperar una parte de la fortaleza. Tal vez han añadido defensas nuevas contra los pieles verdes.
—O tal vez los pieles verdes acaban de pasar por el otro lado de la puerta, y eso es lo que olemos —declaró Barbadecuero.
—Cualquiera que sea el caso —decidió Druric—, será mejor que vayamos con cautela. Sería un chiste macabro que acabáramos cortados en pedazos por trampas armadas por aquellos que hemos venido a rescatar.
Gotrek soltó a Matrak.
—Cierto. Ponte a la tarea, ingeniero.
Matrak vaciló mientras contemplaba el túnel con desdicha. Gotrek le lanzó una mirada feroz y alzó el hacha. El ingeniero tragó, y al fin volvió a avanzar de mala gana hasta la arcada, donde examinó cada palmo de suelo y pared circundantes antes de decidirse a tocar en secuencia tres salientes cuadrados del decorativo marco. Félix no oyó nada, pero los enanos asintieron con la cabeza, como si percibieran que la trampa había quedado desarmada, y avanzaron.
Matrak alzó una mano.
—Sólo para asegurarnos.
Se quitó la mochila de la espalda y la arrojó pesadamente sobre las losas de piedra situadas justo al otro lado de la arcada. Los enanos retrocedieron, pero no sucedió nada.
Matrak dejó escapar la respiración largamente contenida.
—Bien.
Avanzó dos pasos hacia el interior del corredor, y se quedó inmóvil, con la pata de palo en el aire. Retrocedió y les hizo un gesto a los otros para que se retiraran.
—Hay una trampa nueva, en efecto. —Estaba sudando.
Se agachó para examinar el suelo y pasó suavemente los dedos a lo largo de una juntura fina como un cabello que había entre dos losas perfectamente talladas, para luego observar las paredes. Algo que había en las molduras de la derecha atrajo su mirada, y el ingeniero sacudió la cabeza.
—¿Es obra de enanos? —preguntó Narin.
Matrak se mordió la barba.
—No puede ser ninguna otra cosa, pero es… Ningún enano admitiría que trabaja tan mal. —Señaló una sección de la moldura—. Mira qué mal hecho está.
Félix no veía diferencia entre esa moldura y la siguiente, pero los enanos asintieron con la cabeza.
—Tal vez tenían prisa —sugirió Thorgig—. Tal vez intentaban acabarla antes de que los pieles verdes encontraran el pasillo.
—Incluso con prisas, un enano sería más cuidadoso —dijo Matrak—. Hay algo raro. Hay algo raro…
Se inclinó y presionó el trozo de moldura nuevo, y luego dejó escapar la respiración al percibir algo que a Félix se le escapó por completo.
—Adelante, ingeniero —dijo Gotrek con más amabilidad—. Ponla a prueba y continúa. Ya llegamos tarde.
Matrak asintió con la cabeza, y puso a prueba la nueva trampa con la mochila. No sucedió nada. Recogió la carga y apenas avanzó, con la lámpara a ras del suelo. Caminaban por el corredor de este modo lento y minucioso, mientras Matrak desarmaba las trampas que conocía y descubría las nuevas, cada vez más pálido y tembloroso. Los enanos observaban cada uno de sus movimientos, tensándose cuando buscaba la trampa siguiente, y relajándose cuando la desarmaba.
Félix observaba las paredes y el techo a medida que avanzaban, para intentar ver en la obra de piedra algún signo que indicara de dónde saldrían las trampas, pero no distinguía nada. No había agujeros ni adornos sospechosos en forma de hacha o martillo. Los bloques de piedra encajaban tan bien entre sí, y sus formas eran tan regulares, que no podía imaginar que detrás de ellos hubiera trampa alguna.
A medida que Matrak se mostraba cada vez más petrificado, los enanos estaban más tranquilos, convencidos de que los hermanos del interior continuaban vivos y habían orquestado una animosa defensa para recuperar corredores y cámaras.
—Están manteniendo a los pieles verdes en el exterior —dijo Sketti Manomartillo cuando se acercaban al final del corredor—. Está tan claro como vuestras narices. Encontraremos enanos al otro lado de esa puerta; me apuesto la barba. Deberíamos dejar de caminar sigilosamente como gatos y llamarlos para que nos dejaran entrar.
—Será mi padre —dijo Thorgig—. No se quedaría sentado en su casa sin hacer nada, esperando a que lo rescataran. Estará defendiéndose, atacando a los intrusos.
Matrak se detuvo antes del último escalón. La puerta se encontraba a sólo dos pasos de distancia.
—El escalón superior es la última de las antiguas trampas —dijo.
Extendió una mano hacia un tedero que había en la pared de la derecha y presionó el costado de la base con un pulgar. Giró, y Matrak suspiró de alivio.
—Ya está —declaró al mismo tiempo que se volvía a mirar a los otros—. Sólo queda encontrar las nuevas…
Félix sintió un golpe profundo debajo del suelo y un chasquido en lo alto.
Los enanos se quedaron petrificados. En el techo se oyó el sonido de algo que rodaba.
Matrak alzó los ojos, parpadeando.
—Los astutos villanos —jadeó, casi admirado—. Han puesto la trampa en el interruptor de desarme.
—¡Corred! —rugió Gotrek.
Los enanos dieron media vuelta, pero antes de que se hubieran alejado dos pasos, un gran cuadrado del techo situado encima de la puerta descendió lateralmente, y el borde chocó contra el suelo con estruendo. Kagrin gritó; tenía un pie atrapado debajo, y el tobillo reducido a pasta sanguinolenta. Desde el agujero que quedaba en el techo, les llegó un estruendo.
—¡Kagrin! —gritó Thorgig al mismo tiempo que se volvía.
—¡Estúpido! —Gotrek lo aferró por el cuello de la ropa y lo arrastró consigo.
Desde el agujero, cayeron esferas de piedra del tamaño de calabazas, que salieron rodando por el corredor. El ruido era ensordecedor. Una cayó de lleno sobre la cabeza de Kagrin, que quedó aplastada, y luego rodó a toda velocidad junto con las otras, dejando manchas rojas cada vez que rebotaba.
Los enanos corrían a toda la velocidad que les permitían sus cortas piernas. No era suficiente. Sketti fue derribado por tres esferas que lo convirtieron en pulpa. Otra de las esferas rebotó sobre su cuerpo aplastado y saltó al aire. Gotrek apartó la cabeza, y la piedra sólo le rozó una sien. Dio un traspié y continuó adelante, haciendo eses, ensangrentado. Thorgig se puso de pie y pasó corriendo junto a él. Una esfera golpeó la pata de palo de Matrak, que cayó de espaldas. Otra le dio en el vientre y se lo reventó.
Félix corría por delante de los enanos, sin hacer caso del dolor del tobillo, y se lanzó hacia la izquierda al llegar al final del corredor. Una esfera de piedra que pasó volando junto a él le erró por poco. Se volvió a mirar atrás, y vio que otra esfera lanzaba a Druric a un lado, contra la pared del corredor, y el enano caía. Barbadecuero lo recogió con sus vigorosos brazos y se lanzó fuera del corredor, hacia la derecha. Narin salió justo detrás de él. Thorgig esquivó una esfera que derrapaba y aterrizó de cara junto a Félix. Gotrek fue el último en salir, aferrándose la cabeza ensangrentada, dando traspiés y haciendo eses apenas por delante de dos esferas, y cayó sobre Narin.
Las esferas salieron del corredor como toros a la carga, y se estrellaron contra los ingenios y bancos de trabajo de Birrisson, a los que hicieron pedazos antes de perder, por fin, el impulso y detenerse. Un alto tanque de combustible cayó lentamente, con dos patas dobladas, y se estrelló contra el suelo en medio de una ondulante erupción de polvo.
Félix y los enanos permanecieron tendidos donde habían caído, para recobrar el aliento y rehacerse. Félix no estaba seguro de si se encontraba herido o ileso, ni de cuántos de sus compañeros habían muerto. Su mente era aún un torbellino de carreras, bruscos movimientos destinados a esquivar piedras, y el estruendo de pesadilla de las esferas que rodaban.
Un gemido procedente del corredor acabó por hacer reaccionar a Thorgig.
—¿Kagrin? —Se puso de pie.
—No alientes esperanzas, muchacho —dijo Narin, que se sentó e hizo girar el cuello. Se tocó con delicadeza el brazo izquierdo.
Thorgig avanzó hasta la entrada del corredor. Félix y Narin se levantaron y se reunieron con él.
Gotrek también se puso de pie, pero tuvo que apoyarse en la pared.
—¿Quién ha inclinado el suelo? —murmuró.
Barbadecuero se levantó trabajosamente y se situó detrás de los otros, al mismo tiempo que se acomodaba bien la máscara para ver a través de los agujeros para los ojos. Sólo Druric permaneció tendido donde estaba, muy acurrucado, con los ojos cerrados y apretados de dolor.
Desde el corredor llegó otro gemido. Félix y los enanos avanzaron. Seis pasos más adentro, encontraron al viejo Matrak. Estaba tendido, semiinconsciente, en un charco de su propia sangre, con una de las esferas en el lugar donde había tenido el estómago. Alzó los ojos hacia los enanos.
—Sabía que había algo raro —murmuró—. ¿No os lo dije?
Thorgig tomó una mano del viejo enano entre las suyas.
—¡Que Grimnir te acoja, Matrak Marnisson!
—¿Así que me estoy muriendo?
Murió antes de que nadie pudiera contestarle. Los enanos inclinaron la cabeza, y luego Thorgig miró hacia el fondo del corredor. Sketti se encontraba a tres metros de distancia, con el cuerpo destrozado y los ojos ciegos clavados acusadoramente en el techo. Más allá, había otro bulto. Thorgig dirigió la mirada a las sombras.