—Vuelve junto a Hamnir, muchacho. No tengo ningún agravio contra ti.
—Pero yo sí que tengo uno contra ti.
La postura del joven enano era rígida, una mezcla de miedo y furia.
—Muy bien —replicó Gotrek con la mirada fija en el interior de la jarra—. Vuelve cuando la barba te llegue al cinturón, y me mediré contigo; pero, de momento, estoy bebiendo.
—Más cobardía —dijo Thorgig—. Eres un Matador. Habrás muerto mucho antes de que eso ocurra.
Gotrek suspiró, malhumorado.
—Estoy empezando a dudarlo.
Thorgig y su compañero continuaron mirando fijamente a Gotrek mientras el Matador vaciaba la jarra, perdido en sombrías reflexiones, y Félix observaba la escena con ansiedad, con todos los músculos preparados para apartarse de un salto a la primera señal de pelea. Le había guardado la espalda a Gotrek en batallas contra demonios, dragones y trolls, pero sólo un loco se metía en medio de una reyerta entre enanos.
Pasado un largo momento, al joven enano lo superó la incomodidad de la situación, y se volvió hacia su compañero.
—Vamos, Kagrin, somos unos estúpidos por esperar que un Matador defienda su honor. ¿Acaso no aceptan la cresta porque lo han perdido hace mucho?
Gotrek volvió a tensarse mientras los dos enanos se abrían paso a través de la muchedumbre, camino de la puerta, pero logró contenerse para no salir tras ellos.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó Félix cuando se marcharon.
—No es de tu incumbencia, humano. —Gotrek vació la jarra y se puso de pie—. Busquemos otro sitio.
Félix suspiró y se levantó.
—¿Otro sitio será mejor?
—No será éste —replicó el enano.
* * *
En la siguiente taberna, una tasca mugrienta llamada
El Callejón sin Salida
, se produjo una repentina vacante cuando dos tileanos que se alojaban en ella se pelearon con tres marineros estalianos por los favores de una camarera, y los echaron a todos a la calle. Entre los clientes se produjo una guerra de pujas por la habitación, pero Gotrek le mostró al tabernero un diamante del tamaño de la uña de un pulgar, y la subasta tuvo un final repentino. Pidió que le subieran a la habitación medio barrilete de la mejor cerveza de la taberna, y se retiró de inmediato.
Félix sacudió la cabeza cuando recorrió con los ojos el pequeño y sucio dormitorio. Había manchas de humedad en las paredes, y las sábanas de los dos estrechos camastros, que apenas cabían bajo el techo a dos aguas, estaban manchadas y habían adquirido un tono grisáceo.
—Ese diamante era el regalo del califa de Ras Karim —dijo—. Podría haber adquirido una casa en Altdorf, ¿y lo has usado para pagar esto?
—Quiero un poco de paz —murmuró Gotrek—, y si continúas, puedes dormir en el pasillo.
—Yo, no… —replicó Félix, mientras apartaba, dubitativo, la remendada manta del camastro—. Estaré demasiado ocupado en luchar contra las chinches de la cama para hablar.
—Simplemente, hazlo en silencio.
Se oyó un respetuoso golpe en la puerta, y dos de los camareros de la taberna entraron con medio barrilete, que tenía la marca de la mejor cerveza de Barak-Varr en un costado. Lo pusieron en el suelo, entre los camastros, lo espitaron, dejaron dos jarras y se retiraron.
Gotrek giró la espita para que un chorro de cerveza se deslizara por el lado de la jarra hasta el fondo. Bebió un sorbo, y luego asintió con la cabeza, satisfecho.
—No es Burgman's, pero no está mal. Con diez o doce de éstos, podría dormir en una pocilga. —Llenó la jarra hasta el borde y se sentó en la única silla de la habitación.
—Una pocilga podría estar más limpia —dijo Félix.
El humano llenó la otra jarra y bebió un trago. El rico líquido ámbar se deslizó, fresco y agradablemente amargo, hasta el estómago, desde donde radió un cosquilleo cálido por sus extremidades. De inmediato, un suave resplandor se propagó por toda la habitación, una pátina dorada que ocultaba la suciedad y la desesperación.
—Por otro lado, una pocilga no tendría esto —dijo Félix al mismo tiempo que alzaba la jarra. Bebió un trago más largo y se sentó en el camastro. Una tablilla crujió ominosamente, el hombre se desplazó hacia el centro. Suspiró—. Así que esto es lo que tienes intención de hacer mientras esperamos al Reine Celeste: quedarte sentado en esta habitación y beber.
—¿Tienes un plan mejor?
Félix se encogió de hombros.
—Simplemente, parece una pérdida de tiempo.
—Ése es el gran problema de los hombres —reflexionó Gotrek—, que no tenéis paciencia.
El enano bebió un sorbo. Félix intentó pensar en un plan mejor, pero no se le ocurrió nada, así que también bebió otro trago.
* * *
Cuatro o cinco jarras más tarde, oyeron otro golpe en la puerta. Félix pensó que sería el tabernero que les llevaba otro medio barrilete, y se levantó de la cama hundida, pero cuando abrió la puerta se encontró con un enano de aspecto próspero, con otros cuatro detrás de él, en las sombras del pasillo. Entre estos últimos, reconoció al joven Thorgig y a su silencioso amigo Kagrin.
El enano que se encontraba ante la puerta parecía tener la misma edad que Gotrek —aunque siempre resultaba difícil saberlo en el caso de los enanos—, pero estaba considerablemente menos curtido. La barba castaña le caía por la pechera del jubón verde y dorado que llevaba, se abultaba al pasar por una cómoda barriga, y acababa pulcramente metida debajo del cinturón. Un par de gafas de oro colgaban de una cadena del mismo metal, que llevaba sujeta con broches al cuello del jubón. Tenía una cara ancha y cuadrada, y ojos castaño claro, que en ese momento destellaban con reprimido enojo.
—¿Dónde está? —preguntó.
Al oír la voz, Gotrek alzó los ojos y, desde el otro extremo de la habitación, le lanzó una mirada funesta al que había hablado.
—Me has encontrado, ¿verdad?
—En la ciudad no hay muchos Matadores tuertos.
Gotrek eructó.
—Bueno, ya puedes volver a marcharte. Ya le he dicho a tu muchacho sacabotas que no te ayudaría.
Félix supuso que se trataba del anteriormente mencionado Hamnir Ranulfsson. El enano avanzó un paso sin hacerle el más mínimo caso al humano.
—Gotrek…
—Si pones un pie en esta habitación —lo interrumpió Gotrek—, te mataré. Después de lo que sucedió entre nosotros, no tienes ningún motivo para esperar de mí nada más que un cráneo partido.
Hamnir dudó por un segundo, y luego entró deliberadamente en la habitación. Fue un acto de valentía porque, comparado con Gotrek, parecía pequeño, blando y gordo.
—Entonces, mátame. Me he tragado una buena cantidad de orgullo para venir hasta aquí. Diré lo que he venido a decir.
Desde la silla, Gotrek lo miró fríamente de arriba abajo, y sacudió la cabeza.
—Te has convertido en un tendero.
—Y tú te has convertido en un consumado matón de taberna —replicó Hamnir.
—Le dije a tu muchacho que mi agravio era contra ti. No luché con él.
—Conozco nuestro agravio, Gurnisson —dijo Hamnir—, y por eso no vengo a pedirte nada para mí, sino para Karak-Hirn y todos sus clanes, y también para todos los enanos y hombres de las Tierras Yermas. Al haber caído Karak-Hirn, no hay bastión ninguno que impida que los pieles verdes saqueen la campiña. Está en llamas. Ha cesado todo comercio entre enanos y hombres. No hay grano para hacer cerveza, ni oro humano que pague las espadas de los enanos. Las fortalezas mueren lentamente de hambre.
—¿Y cómo se ha llegado a esta situación? —preguntó Gotrek con una sonrisa burlona—. Es seguro que tú no tienes culpa alguna.
Hamnir bajó los ojos y se sonrojó.
—Supongo que es más culpa mía que de nadie. Mi padre y mi hermano mayor marcharon al norte para unirse a las fuerzas que luchan contra la invasión del Caos, y me dejaron a mí al frente de Karak-Hirn. Como segundo hijo, mi principal ocupación era el comercio, como ya sabes, y siempre he tenido por costumbre venir a Barak-Varr para negociar con los comerciantes de grano tileanos, dado que son famosos por sus prácticas sinuosas y estilo astuto.
—Ni más sinuosos ni más astutos que los tuyos, no me cabe duda —murmuró Gotrek.
Hamnir no le hizo caso.
—Así que dejé la fortaleza en manos de Durin Torvaltsson, uno de los consejeros de mi padre, demasiado viejo para ir a la guerra, y…
—¿Los orcos tomaron la fortaleza mientras tú estabas ausente, discutiendo por el precio del trigo? —El asco de Gotrek era palpable.
Hamnir apretó la mandíbula.
—No teníamos ningún motivo para esperar un ataque. Los orcos andaban de correrías por las Tierras Yermas, pero no habían atacado las fortalezas. ¿Por qué iban a hacerlo cuando tenían tantos objetivos fáciles entre los asentamientos humanos? Pero… pero atacaron. Llevábamos aquí tres días cuando Thorgig y Kagrin se escabulleron del cerco durante la noche y vinieron a buscarme. Dijeron que los orcos habían salido del interior de nuestras minas en número abrumador. Nos pillaron completamente desprevenidos. Nuestras alarmas, nuestras trampas, fallaron todas. Durin ha muerto, al igual que muchos otros: Ferga, mi prometida, la hermana de Thorgig, tal vez sea una de ellas. Yo…
—Así que es culpa tuya, sí —declaró Gotrek.
—Y si lo es —dijo Hamnir, acalorado—, ¿cambia acaso lo que se ha perdido y lo que se perderá? ¿Un verdadero enano puede volverle la espalda a esto?
—Yo soy un verdadero Matador, Ranulfsson —gruñó Gotrek— que ha jurado buscar una muerte grandiosa, y no la encontraré luchando contra los pieles verdes en Karak-Hirn. Me marcho al norte. En el norte hay demonios.
Hamnir escupió.
—Así son los Matadores: vanidosos y egoístas. Buscan tener una muerte grandiosa, en vez de realizar grandiosas hazañas.
Gotrek se puso de pie al mismo tiempo que recogía el hacha.
—Fuera.
Los enanos del pasillo bajaron las manos hasta el hacha o el martillo que llevaban y avanzaron un paso, pero Hamnir les hizo un gesto para que retrocedieran.
Le lanzó a Gotrek una mirada feroz.
—Esperaba que las cosas no llegaran a esto. Esperaba que harías lo correcto y acudirías en auxilio de Karak-Hirn por lealtad a tu raza; pero veo que continúas siendo el mismo, Gotrek Gurnisson, aún más preocupado por tu propia gloria que por el bien común. De acuerdo. —Alzó el mentón, y la barba se le escapó del cinturón y cayó como una cascada castaña—. Antes de que se hiciera el juramento que dio origen al agravio que existe entre nosotros, hubo otro, que pronunciamos cuando nos hicimos amigos.
—Eres un sucio… —comenzó Gotrek.
—Juramos —continuó Hamnir, que subió la voz para que el otro callara—, a la vez que se mezclaban nuestras sangres, que con independencia de lo que nos aconteciera en la amarga senda de la vida, si se producía la llamada, nos ayudaríamos y defenderíamos mutuamente mientras quedara sangre en nuestras venas y vida en nuestro cuerpo. Ahora, reclamo que cumplas ese juramento.
El único ojo de Gotrek llameó, y el Matador avanzó hacia Hamnir con el hacha en alto. Hamnir palideció, pero se mantuvo firme. Gotrek se detuvo ante él, temblando, y luego dejó caer con brusquedad la hoja del hacha, que pasó tan cerca del costado de Hamnir que le afeitó algunas hebras sueltas de la manga, para acabar clavada en las tablas del suelo.
Hamnir dejó escapar un suspiro de alivio.
Gotrek le dio tal puñetazo en la nariz que lo tumbó de espaldas, a los pies de los enanos que permanecían en el pasillo. Éstos avanzaron para protegerlo, pero Gotrek permaneció donde estaba.
—Tienes mucho descaro al reclamarme que cumpla ese juramento, después de lo que hiciste —declaró Gotrek mientras Hamnir intentaba levantar la cabeza sangrante—, pero a diferencia de algunos, yo jamás he roto un juramento. Me uniré a tu ejército, pero será mejor que esta tontería acabe antes de que termine la guerra en el norte. —Les volvió la espalda a los enanos de la puerta y recogió la jarra—. Ahora, fuera; estoy bebiendo.
Un amplio bulevar, el Camino Ascendente, atravesaba Barak-Varr en línea recta, desde los muelles hasta la pared posterior de la enorme caverna, donde se hallaban las casas de los clanes fundadores del puerto. Habían sido construidas dentro de la roca viva al más puro estilo tradicional de los enanos; cada una tenía una puerta delantera fortificada y coronada por el sigilo del clan. El bulevar penetraba a través de la pared posterior y continuaba adelante, ascendiendo en línea recta, amplio y gradual, para atravesar la tierra y llegar a la superficie, donde salía a una sólida fortaleza de enanos construida para defender la entrada terrestre.
Tres días más tarde, Hamnir Ranulfsson, príncipe de Karak-Hirn, reunió en ese camino al ejército de refugiados —quinientos bravos guerreros de una veintena de clanes, junto con herreros y cirujanos, y hacendosas esposas de enanos que se encargaban de la supervisión de las carretas cargadas de comida, los pertrechos de campamento y los suministros—, y todos se pusieron en camino hacia el castillo Rodenheim, una fortaleza cercana a Karak-Hirn, donde, según Thorgig, se habían refugiado los supervivientes de la invasión de los orcos. El castillo también había sido atacado y tomado por los orcos, y el barón Rodenheim había sido asesinado junto con todos sus vasallos, pero la horda de pieles verdes no había tardado en abandonarlo en busca de nuevos saqueos, y los enanos lo habían ocupado.
Los estandartes ondeaban orgullosamente en la cabeza de la columna de Hamnir. Los soldados estaban bien equipados, con armaduras, escudos, hachas, ballestas, fusiles y cañones —además de provisiones y forraje—, porque Barak-Varr había contribuido a pertrechar al ejército. Félix no dudaba de que esto era debido a que los enanos del puerto le deseaban a Hamnir toda la suerte del mundo en la recuperación de Karak-Hirn para que garantizara la seguridad de la raza, pero, sin duda, también tenía algo que ver el hecho de que, al marcharse el ejército, tendrían seiscientas bocas menos que alimentar.
Félix era el único humano de la columna. Aún no se trataba de un ejército de liberación general. Los enanos iban a recuperar Karak-Hirn, y no invitaban a los humanos a entrar libremente en sus fortalezas, por muy desesperada que fuese la situación. Sólo la doble condición de Félix como «Amigo de los Enanos» y «cronista» de Gotrek le había permitido unirse a las solemnes filas de enanos. Permaneció junto a Gotrek, cerca del frente del ejército, mientras esperaban a que formaran todos los clanes.