–¿Cuánto tiempo me llevaría regresar a Sursamen?
–Un momento, por favor –dijo Batra, que se quedó callado por unos segundos mientras Anaplian suponía que consultaba los calendarios de las rutas de redes enteras de naves lejanas. La agente tuvo tiempo de preguntarse por qué su mentor no había memorizado ya, o al menos por qué no había accedido a esa información, y si esa vacilación quizá deliberada implicaba una crítica a su pupila por plantearse siquiera abandonar su puesto.
–Entre ciento treinta y ciento sesenta días –le dijo Batra–. La incertidumbre la provoca el cambio al espacio morthanveld.
El espacio morthanveld. Los morthanveld eran la especie involucrada de más alto nivel alrededor de Sursamen. Como parte de su adiestramiento, Anaplian había estudiado, y tal y como requería la ocasión, se había quedado asombrada con el mapa tridimensional entero de todas las variadas especies que habitaban la galaxia y que se habían extendido lo bastante lejos de sus hogares natales como para descubrir que no estaban solos en absoluto.
El mapa estelar estándar que detallaba la influencia de los jugadores más viajados era fabulosamente complejo, y eso que solo mostraba las civilizaciones más importantes. Las que solo tenían a su nombre unos cuantos sistemas solares en realidad ni aparecían, ni siquiera cuando el mapa holográfico llenaba todo el campo de visión. Con grandes coincidencias generales, con frecuentes y profundas interconexiones, sujeto a lentos movimientos y sometido a cambios continuos y graduales y muy de vez en cuando a cambios bastante repentinos, el resultado parecía algo realizado por un loco suelto en una fábrica de pintura.
Los morthanveld dominaban gigantescas regiones del espacio, de las cuales una bolsa diminuta resultaba que incluía la estrella alrededor de la que orbitaba el planeta natal de Anaplian. Habían estado allí, o extendiéndose poco a poco en esa dirección, mucho antes de que comenzara a existir la Cultura y ya hacía mucho tiempo que las dos civilizaciones se habían instalado en una coexistencia cómoda y pacífica, si bien era cierto que los morthanveld esperaban que todos los asuntos salvo los más urgentes que cruzaran su esfera de influencia se llevaran a cabo utilizando sus naves.
Tras haberse inmerso en la política, geografía, tecnología y mitología de Prasadal durante más de dos intensos y agotadores años, y tras haber cerrado los ojos casi por completo a los acontecimientos exteriores durante el mismo periodo de tiempo, Anaplian se dio cuenta de que casi había olvidado que la Cultura no formaba la totalidad de la comunidad galáctica, que era, de hecho, solo una parte relativamente pequeña, aunque fuera una parte poderosa, desafiante y muy extendida.
–¿Se me excusaría aquí? –le preguntó a Batra.
–Djan Seriy –dijo el arbusto metálico y por primera vez se movió algo que no era la supuesta cara, expandió los costados en un gesto que se parecía mucho al de un ser humano abriendo los brazos–, tiene usted libertad de acción. No hay nada que le impida salir de aquí salvo usted misma. Puede irse en cualquier momento.
–¿Pero me recibirán de nuevo en su seno? ¿Seguiría teniendo un sitio en CE si decidiera regresar a casa? ¿Podría volver aquí, a Prasadal?
–No soy yo el que toma la decisión final sobre nada de eso.
La criatura se estaba mostrando evasiva. Él tendría algo que decir, aunque la decisión definitiva quizá la tomase alguna diminuta camarilla de mentes nave extendidas por toda la Cultura y hasta el último rincón de la galaxia.
Anaplian arqueó una ceja.
–Puede hacer una suposición.
–A CE me imagino que sí. ¿Aquí? Solo puedo suponer. ¿Cuánto tiempo cree que estaría fuera?
–No lo sé –admitió Anaplian.
–Y nosotros tampoco. Es poco probable que emprenda el viaje de regreso a los pocos días de llegar. Podría estar fuera un año estándar, en total. Quizá más tiempo, ¿quién puede decirlo? Tendríamos que sustituirla aquí.
Había un cierto margen en aquel sistema, por supuesto. Sus colegas podían suplirla, al menos durante un tiempo. Sobre todo Leeb Scoperin, que sabía lo que había estado haciendo Anaplian en su parte del planeta y parecía comprender de forma natural los objetivos y técnicas de la antigua princesa, lo que le permitiría hacerse cargo de su papel con las menores turbulencias posibles; además era uno de los que estaban adiestrando aun ayudante, así que la carga global que recaería sobre él no sería tan gravosa. Pero un acuerdo así no serviría a largo plazo. Que hubiera un poco de margen era una cosa, pero dejar que la gente se sintiera inútil durante periodos prolongados de tiempo no tenía sentido y era una pérdida de recursos, así que la plataforma tampoco contaba con un exceso de personal para las tareas que tenían entre manos. Batra tenía razón, tendrían que sustituirla.
–Podría darme una nave –dijo Anaplian. De ese modo podría ir y volver más rápido.
–Ah –dijo Batra–. Eso es un tanto problemático. –Que era una de sus varias maneras de decir que no.
En aquellos momentos, la Cultura estaba teniendo un cuidado especial de no ofender a los morthanveld. La razón era oficialmente discutible, aunque se habían dado unas cuantas sugerencias interesantes, y una en concreto se había convertido, por defecto, en la explicación oficial.
Anaplian suspiró.
–Entiendo.
O podía quedarse en la Cultura, sin más. ¿Qué podía hacer ella, después de todo, si volvía a casa? ¿Vengar a su padre? Esa no era la obligación de una hija, por lo menos desde la perspectiva de los sarlos y, de todos modos, al parecer los deldeynos iban a sufrir una venganza más que suficiente mucho antes de que ella pudiera llegar allí. Y, además, su padre habría sido el agresor en todo aquello, no tenía la menor duda de que el ataque preventivo que habían lanzado los deldeynos no era más que eso, un intento de evitar que los sarlos, al mando del rey Hausk, los invadieran.
Quizá solo empeoraría una situación ya de por sí bastante mala si regresaba. Las cosas ya estarían bastante alborotadas sin que ella, encima, apareciera de repente. Llevaba fuera demasiado tiempo, pensó. La gente se habría olvidado de ella y todo habría cambiado. Además, era una mujer. Después de quince años de vivir en la Cultura, a veces le costaba recordar lo misógina que había sido su sociedad natal. Podría volver e intentar influir en las cosas y solo para que se rieran de ella, se burlaran y no le hicieran ningún caso. Oramen era listo aunque todavía muy joven. Todo le iría bien, ¿verdad? Tyl Loesp sabría cuidar de él.
Se podría decir que su deber estaba en la Cultura. Ese era el desafío que había aceptado, lo que tenía que hacer, lo que se esperaba que terminase. Sabía que podía influir en el curso de la historia de Prasadal. Quizá no siempre fuera como ella desearía y podría derramarse mucha sangre, pero de su influencia no cabía duda y sabía que se le daba bien lo que hacía. En el Octavo (y el Noveno, dado que a los deldeynos se les había obligado a entrar en el asunto), quizá no pudiera influir en nada o solo hacer daño.
No la estaban adiestrando para eso.
Su padre la había enviado a la Cultura como pago, si se quería decirlo de forma brutal. Estaba allí por culpa de una deuda de honor. No la habían enviado lejos de Sursamen como una especie de seguro, ni se asumía que la iban a instruir mejor y que regresaría convertida en una novia más adecuada incluso para algún príncipe extranjero, para cimentar una alianza o dejar bien atada la conquista de una provincia remota. Su deber, a perpetuidad, era servir a la Cultura para saldar la deuda por la ayuda que esa civilización (a través del hombre llamado Xide Hyrlis) le había proporcionado a su padre y al pueblo sarlo. El rey Hausk había dejado muy claro que no esperaba volver a ver jamás a su única hija.
Bueno, en eso había tenido razón.
Cuando se había sugerido el trato, Anaplian se había debatido entre el orgullo de que le pidieran que desempeñara un papel tan importante y la angustia de experimentar un rechazo incluso más definitivo y absoluto que todos los demás rechazos que su padre la había hecho sufrir. Al mismo tiempo la había recorrido una especie de triunfo que era más fuerte todavía que cualquier otro sentimiento.
¡Al fin! Al fin podría librarse de aquel estúpido y atrasado lugar, al fin podría realizarse como deseaba, no como exigían su padre y aquella sociedad que temía y degradaba a las mujeres. Estaba aceptando una obligación que quizá se pasara el resto de su vida cumpliendo, pero era una obligación que la llevaría muy lejos del Octavo, lejos de los sarlos y de las constricciones de la vida que poco a poco se había ido dando cuenta (con una desesperación creciente a lo largo de su primera juventud) que de otro modo se habría esperado que llevara. Aún tendría que dedicar su vida al servicio de una sociedad, pero serviría en lugares lejanos y exóticos, estaría al servicio de una causa mayor y quizá incluso le exigieran de verdad un poco de acción, no solo los requisitos necesarios para complacer a un hombre y producir una camada de principitos.
Su padre había pensado que los representantes de la Cultura eran unos idiotas afeminados por interesarse más por ella que por sus hermanos cuando había insistido en enviar a uno de sus hijos a servirlos. Incluso el respeto que sentía por Xide Hyrlis se había resentido cuando él también había sugerido que la que debería ir era la pequeña Djan, y Anaplian no conocía a nadie, salvo quizá Tyl Loesp, del que su padre hubiera tenido tan alta opinión como de Hyrlis.
Su padre apenas había fingido sentir que hubieran elegido a su molesta, descontenta y descartada hija en lugar de a uno de sus preciosos hijos varones. Si, por supuesto, ella deseaba ir; los representantes de la Cultura dejaron muy claro que no tenían deseo alguno de coaccionarla para que entrara a su servicio. Como es natural, en cuanto lo habían solicitado a la joven no le había quedado ninguna alternativa (su padre estaba convencido de que le habían ofrecido un trato que era una auténtica ganga y había precipitado la partida de su hija antes de que la Cultura recuperara el sentido común y cambiara de opinión) pero eso había sido precisamente lo que la princesa habría elegido de todos modos.
Había fingido. Había fingido (delante de su padre y del resto de la corte) reticencia a la hora de partir rumbo a la Cultura, del mismo modo que de una joven a la que han escogido como novia se espera que finja reticencia a la hora de partir rumbo a su nuevo hogar, junto a su marido; esperaba que la gente de la Cultura viera que no era más que una pose para guardar las apariencias y no decepcionar a nadie. Así había sido y ella se había ido con ellos sin mirar atrás cuando había llegado la hora. Y no lo había lamentado ni un solo momento.
Había habido momentos, y habían sido muchos, en los que había echado de menos su casa y a sus hermanos, incluso a su padre, épocas en las que se había dormido llorando muchas noches seguidas, pero ni una vez, ni siquiera por un instante, había pensado que quizá hubiera cometido un error en su elección.
Así que su obligación estaba con la Cultura. Lo había dicho su padre. La Cultura (Circunstancias Especiales, nada menos) lo asumía así y contaba con que ella se quedara allí. En el Octavo nadie esperaba su regreso. Y si volvía, seguramente no habría nada útil que ella pudiera hacer.
Pero ¿cuál era su obligación? ¿Qué era la obligación?
Tenía que ir, lo notaba en los huesos.
Se había quedado callada solo unos momentos. Hizo algo que solo hacía de muy mala gana: conectó con su encaje neuronal y, a través de él, con la inmensa, vivida y abrumadora metaexistencia que era la versión de CE del dataverso de la Cultura.
Delante de ella se abrió al instante un portal clamoroso y fantasmagórico que parpadeó a su alrededor. Enfrentándose a Anaplian, impregnándola en ese alucinante y aparentemente inmóvil segundo de tiempo, había una colección de informaciones que utilizaban todos los sentidos disponibles y enmendados en casi todos los campos; ese torbellino apenas comprensible de sobrecarga sensorial se presentó en un principio como una especie de esfera tácita que la rodeaba, junto con la extraña pero más que convincente sensación de que se podía ver cada parte de la esfera al mismo tiempo y en más colores de los que incluso poseía el ojo aumentado. La superficie que primero se apreciaba de este inmenso globo que todo lo abarcaba no era tan fina como el tejido, pero parecía conectarse con sentidos que tenía en lo más profundo de su ser cuando aquella colosal pero intrigante simulación inundó lo que parecía cada fragmento de su persona. Pensabas a través de una aparente infinidad de membranas más, cada una con su propia armonía sensorial, como una lente que se ajustara para enfocar diferentes profundidades dentro del campo de visión.
Se daba por hecho que ese frenesí perceptivo era lo más parecido que un ser humano, o algo similar a un ser humano, podía llegar a sentir para saber lo que era ser una mente. Solo la cortesía evitaba que la mayor parte de las mentes señalaran que esa era una versión drásticamente embrutecida, salvajemente reducida e infinitamente inferior, muy por debajo del nivel del parvulario, de lo que ellos experimentaban durante cada uno de los momentos de su existencia.
Incluso sin pensar de forma consciente en ello, Anaplian estaba allí con una representación diagramática y repleta de datos de esa sección de la galaxia. Las estrellas se mostraban como puntos exagerados de su verdadero color, sus sistemas solares insinuados en focos profundos de escalas de logaritmos y su sabor civilizado definido por grupos de notas musicales (la influencia de la Cultura iba marcada por una secuencia de acordes construida a partir de escalas matemáticas de tonos puros que subían y bajaban de forma incesante). Una transparencia mostraba los calendarios de los rumbos de todas las naves relevantes y ya se había trazado para ella una selección de rutas con códigos de colores según la velocidad; el grosor de las hebras representaba el tamaño de la nave y la certeza del rumbo previsto la mostraba la intensidad del tono, con la comodidad y la flexibilidad general caracterizadas por grupos de olores. Los patrones de las hebras (que hacían que parecieran trenzadas, como sogas) indicaban a quién pertenecían las naves.
A lo que se enfrentó Anaplian fue a círculos y elipses en su mayoría. Unas cuantas formas suplementarias más complicadas dibujaron unos garabatos por la escena allí donde las naves preveían describir rumbos más excéntricos entre las estrellas a lo largo de las siguientes decenas o centenas de días estándar.