–Huelan ese aire –les dijo Chilgitheri cuando se acomodaron en los acogedores sofás del vehículo transparente. El aparato cerró las puertas y los sonidos del exterior cesaron–. No olerán nada sin filtrar durante un rato, pero ese es el auténtico aroma de Bulthmaas.
–Pues apesta –dijo Holse.
–Sí. Puede que todavía haya unos cuantos de los patógenos posteriores de amplio espectro, pero no deberían afectarles en absoluto.
Ferbin y Holse se miraron. Ninguno de los dos tenía ni idea de lo que eran unos patógenos, pero no les gustó cómo sonaba aquello.
El pequeño vehículo burbuja se alzó sin ruido y cruzaron la superficie vítrea del cráter hasta una construcción hecha de placas de metal grueso que sobresalían de entre los escombros amontonados de la pared inferior del cráter, como una monstruosa flor de hierro que creciera en aquella geografía hendida y cenicienta. Unas puertas inmensas y pesadísimas se abrieron de repente y los tragaron unos túneles oscuros.
Vieron unas máquinas bélicas esperando con aire amenazante en varios nichos, filas de luces tenues que se extendían por túneles secundarios envueltos en sombras y, por delante, la primera de una sucesión de enormes contraventanas de metal que se abrían ante ellos y se cerraban detrás. Unas cuantas veces vieron unas criaturas pálidas que tenían un vago parecido con hombres, pero que eran demasiado pequeñas, achaparradas y atrofiadas para ser seres humanos tal y como ellos entendían el término. Pasaron junto a un narisceno que flotaba en un arnés metálico muy complejo y con unos apéndices extra erizados que podrían haber sido armas, y después comenzaron a descender por una rampa con forma de espiral, como un muelle hueco que se abriera camino dando vueltas hasta las entrañas del mundo.
Al fin se detuvieron en una gran cámara sombría entrecruzada de gruesas vigas. Estaba casi llena de vehículos aparcados: unos trastos aplastados, nudosos, de aspecto deforme. Su cochecito, hecho de casi nada, se posó entre ellos como una humilde semilla arrastrada entre enormes escombros.
–¡Hora de utilizar esas piernas! –exclamó con tono alegre Chilgitheri.
Se abrieron las puertas del coche y los dos hombres se desdoblaron y salieron del vehículo transparente. Holse levantó las dos pequeñas bolsas de ropa que tenían y gimió cuando se dirigieron a otra puerta que se abría y empezaron a subir (¡tenían que subir!) por una rampa corta y estrecha hasta una cámara más pequeña y tenuemente iluminada que olía a rancio pero con algún toque picante medicinal. El techo era tan bajo que tuvieron que caminar y después esperar un poco encorvados, lo que solo empeoraba los efectos de la alta gravedad. Holse dejó caer las dos bolsas en el suelo, a sus pies.
En una silla, tras un escritorio de metal, estaba sentado uno de aquellos hombres bajos y achaparrados, vestido con un uniforme gris oscuro. Un narisceno con uno de aquellos arneses complicados flotaba a un lado, detrás y por encima del hombre, y parecía mirarlos.
Aquella especie de criatura aplastada dudosamente humana emitió una serie de ruidos.
–Sean bienvenidos –tradujo el narisceno.
–Mi responsabilidad y la de los morthanveld termina aquí –les dijo Chilgirheri a los dos sarlos–. Ahora se encuentran bajo la jurisdicción nariscena y la de sus satélites, la especie llamada xolpe. Que tengan buena suerte. Cuídense. Adiós.
Ferbin y Holse se despidieron de ella y la morthanveld se giró y se alejó flotando por la estrecha rampa.
Ferbin buscó algún sitio donde sentarse, pero el único que había en la cámara estaba ocupado por el hombre que estaba detrás del escritorio de metal. De una ranura que había en él salieron unos papeles. El hombre los sacó, los comprobó y los dobló; después los golpeó con unos trocitos de metal y los empujó por el escritorio hacia los dos sarlos.
–Estos son sus papeles –les dijo el narisceno–. Los llevarán con ustedes en todo momento.
Sus papeles estaban cubiertos de unos diminutos símbolos alienígenas. Lo único que los dos hombres fueron capaces de reconocer fue una pequeña representación monocroma de su propia cara. Más sonidos del hombrecito achaparrado.
–Esperarán –les dijo el narisceno–. Aquí. Pasen por aquí para esperar. Síganme.
Más pasillos estrechos e incómodos los llevaron a una habitación pequeña y apenas iluminada con cuatro literas y nada más. El narisceno cerró la puerta y se oyeron unos enérgicos cerrojos. Holse lo comprobó, estaba cerrada con llave. Una puerta más pequeña al otro lado de la celda daba acceso a un diminuto compartimento para el aseo. Cogieron las dos literas inferiores y se echaron allí, respirando con dificultad, agradecidos de poder descansar del peso que les atormentaba las piernas y la espalda. Tenían que echarse encogidos, porque las literas eran demasiado pequeñas para que se estiraran. En el extremo de cada litera había un conjunto de ropa de color azul grisáceo. Eran sus uniformes, les había dicho el narisceno. Tenían que llevarlos en todo momento.
–¿Qué clase de sitio es este, señor?
–Un sitio terrible, Holse.
–Yo también me había formado esa impresión, señor.
–Intenta dormir, Holse. Es todo lo que podemos hacer.
–Puede que sea nuestra única ruta de escape de este agujero de mierda –dijo Holse antes de volverse de cara a la pared.
Chilgitheri no había sido muy comunicativa con respecto a lo que ocurriría una vez que llegaran allí. Allí era donde debía estar Xide Hyrlis y su solicitud para verlo se había remitido a las autoridades correspondientes, pero, según les había confesado la oficial de enlace, no sabía si se les permitiría verlo ni cómo abandonarían ese mundo, si es que lo abandonaban.
Ferbin cerró los ojos y pensó que ojalá estuviera en casi cualquier otro sitio.
–¿Por qué están aquí? –tradujo el narisceno. La criatura que hablaba con ellos podría haber sido el que los había acompañado a su estrecha habitación pero no tenían ni idea. Quizá hubiera sido procedente hacer las presentaciones, pensó Ferbin, pero era obvio que allí las cosas se hacían de otra manera. Holse y él iban vestidos con los uniformes que les habían dado (los uniformes eran demasiado cortos y anchos para los sarlos, lo que les daba un aspecto ridículo) y se encontraban en otra cámara pequeña, delante de otro hombre diminuto y achaparrado que estaba detrás de otro escritorio de metal, aunque al menos esa vez tenían sillas para sentarse.
–Estamos aquí para ver a un hombre llamado Xide Hyrlis –les dijo Ferbin al narisceno y a aquella especie de hombre pequeño y pálido.
–Aquí no hay nadie con ese nombre.
–¿Qué?
–Aquí no hay nadie con ese nombre.
–¡Pero eso no puede ser! –protestó Ferbin–. ¡Los morthanveld que nos trajeron aquí nos aseguraron que aquí es donde está Hyrlis!
–Podrían estar equivocados –sugirió el narisceno sin esperar a que respondiera el hombre.
–Sospecho que no –dijo Ferbin con tono gélido–. Tengan la amabilidad de decirle al señor Hyrlis que un príncipe de los sarlos, el hijo superviviente de su buen amigo, el fallecido rey Nerieth Hausk, del Octavo, Sursamen, desea verlo tras haber viajado entre las estrellas desde ese gran mundo por gentileza expresa, con énfasis, de nuestros amigos los morthanveld, con la misión concreta de reunirme con él, como afirmó la propia directora general Shoum. Ocúpense de ello, si tienen la bondad.
El narisceno pareció traducir al menos una parte. El hombre habló, seguido por el narisceno.
–Denos el nombre completo de la persona que desea ver.
El nombre completo. Ferbin había tenido tiempo para pensar en eso en muchas ocasiones desde que había elaborado su plan en el Octavo. El nombre completo de Xide Hyrlis había sido un sonsonete que canturreaban algunos de los niños de la corte, casi un mantra para ellos, y a él no se le había olvidado.
–Stafl-Lepoortsa Xide Ozoal Hyrlis dam Pappens –dijo.
El hombre achaparrado gruñó y después estudió una pantalla empotrada en su escritorio. El brillo verde apagado del aparato le iluminó la cara. Dijo algo y el narisceno tradujo.
–Su solicitud será transmitida por los canales correspondientes. Regresarán a su alojamiento a esperar.
–Informaré al señor Hyrlis de esta falta de respeto, formalidad y diligencia cuando lo vea –le dijo Ferbin al narisceno cuando se levantó con gran esfuerzo. Se sentía absurdo con aquel uniforme que tan mal le quedaba, pero intentó reunir toda la dignidad que pudo–. Decidme vuestro nombre.
–No. No hay ningún señor Hyrlis. Regresarán a su alojamiento a esperar.
–¿Que no hay ningún señor Hyrlis? No seáis ridículo.
–Podría ser una cuestión de rango, señor –dijo Holse al tiempo que también se ponía en pie con una mueca.
–Regresarán a su alojamiento a esperar.
–Muy bien, informaré al general Hyrlis –dijo el príncipe haciendo énfasis en la palabra «general».
–Regresarán a su alojamiento a esperar.
–O al mariscal de campo Hyrlis o el rango que sea que haya obtenido.
–Regresarán a su alojamiento a esperar.
Los despertaron en plena noche, ambos estaban soñando con pesos, aplastamientos y enterramientos. Les habían dado la comida a través de una ventanita que había en la puerta no mucho antes de que la luz de su habitación se atenuara. La sopa había sido casi incomible.
–Vendrán con nosotros –dijo el narisceno. Dos de los hombres uniformados, pálidos y achaparrados aguardaban detrás con rifles en las manos. Ferbin y Holse se pusieron sus ridículos uniformes–. Traigan posesiones –les dijo el narisceno. Holse cogió las dos bolsas.
Un pequeño vehículo con ruedas los subió por otra corta rampa con forma de espiral. Más puertas y túneles mal iluminados los llevaron a un espacio mayor, todavía oscuro, donde se movían varias personas y máquinas y un tren esperaba con un zumbido, quieto entre dos agujeros oscuros a ambos lados de la cámara.
Antes de que pudieran subir, el suelo tembló bajo sus pies y un estremecimiento recorrió la enorme cámara, lo que hizo que la gente mirara al techo oscuro. Las luces se bambolearon y cayó un poco de polvo. Ferbin se preguntó qué clase de cataclismo podría sentirse bajo tanta roca.
–Embarquen aquí –les dijo el narisceno mientras señalaba una entrada cerrada que había en uno de los vagones cilíndricos del tren. Treparon por una rampa y entraron en un compartimento estrecho y sin ventanas. El narisceno entró flotando con ellos y la puerta volvió a bajar. Solo había el espacio justo para que se sentaran en el suelo entre cajas altas y cajones de embalaje. Una única bola redonda en el techo, protegida por una pequeña jaula de metal, emitía una luz amarilla débil y uniforme. El narisceno flotó por encima de uno de los cajones.
–¿Adónde vamos? –preguntó Ferbin–. ¿Vamos a ver a Xide Hyrlis?
–No lo sé –dijo el narisceno.
Se quedaron allí sentados, respirando el aire rancio y sin vida durante un rato. Después hubo una sacudida y se oyeron unos ruidos apagados y metálicos cuando el tren se puso en marcha.
–¿Cuánto tiempo vamos a tardar? –le preguntó Ferbin al narisceno.
–No lo sabemos –repitió la criatura.
El tren traqueteó y zumbó a su alrededor y los dos hombres no tardaron en quedarse dormidos, solo para que los despertaran una vez más de las profundidades del sueño, confusos y desorientados. Los sacaron a toda prisa (con las rodillas y las espaldas doloridas) por una rampa y los metieron en otro vehículo achaparrado que los llevó a ellos y al narisceno que los acompañaba por unos cuantos túneles más y por otra espiral hasta una gran cámara donde unos cien tanques de líquido o más, cada uno el doble de altos que ellos, emitían un fulgor azul y verde entre la oscuridad general.
Cada tanque contenía los cuerpos de una media docena de aquellos hombres bajos y achaparrados, todos ellos desnudos. Parecían dormidos y tenían una máscara sobre la cara con unos tubos que serpenteaban hasta la superficie de los tanques. Los cuerpos carecían de vello y muchos habían sufrido graves heridas, a algunos les faltaba algún miembro, otros tenían heridas punzantes obvias y otros mostraban amplias zonas de piel quemada.
Ferbin y Holse se quedaron tan fascinados contemplando aquel inquietante y macabro despliegue que tardaron en darse cuenta de que al parecer estaban solos. El pequeño vehículo con ruedas había desaparecido y parecía haberse llevado al narisceno con él.
Ferbin se acercó al tanque más cercano. De cerca se podía ver que había una suave corriente en aquel líquido pálido un poco turbio. Unas burbujas diminutas subían del lecho del tanque y se dirigían a las tapas selladas de los cilindros.
–¿Crees que están muertos? –dijo Ferbin sin aliento.
–No con esas máscaras puestas –respondió Holse–. Se parece un poco a como estabais vos, señor, mientras os curaban los oct.
–Quizá los están conservando para algo –dijo Ferbin.
–O los están tratando –sugirió Holse–. No hay ni uno solo que yo haya visto sin alguna herida, aunque muchos parecen estar curándose.
–Se podría decir que los estamos curando nosotros –dijo alguien tras ellos.
Los dos se volvieron a la vez. Ferbin reconoció a Xide Hyrlis de inmediato, apenas había cambiado. Dado que habían pasado casi media docena de años largos, debería haberle parecido extraño, aunque Ferbin no se dio cuenta de eso hasta más tarde.
Xide Hyrlis era un hombre alto para lo que imperaba entre las gentes medio enanas de aquellos pagos, aunque seguía siendo más bajo que Ferbin o Holse. Por alguna razón parecía denso, y moreno, con una cara ancha, la boca grande con dientes que además de escasear eran demasiado anchos, y unos ojos penetrantes de color violeta azulado y brillantes. Eran unos ojos que siempre habían fascinado a Ferbin de niño, tenían una membrana transparente extra que los cubría, lo que significaba que nunca tenía que parpadear, nunca tenía que dejar de ver el mundo, por breve que fuera el instante, desde el momento que despertaba hasta que se iba a dormir (y no es que empleara mucho tiempo en eso). Tenía el pelo negro y largo y se lo sujetaba con una cuidada cola de caballo. Lucía mucho vello facial, pero bien recortado. Vestía una versión mejor cortada del uniforme gris que llevaba la mayor parte de la gente que los sarlos habían visto hasta entonces.
–Xide Hyrlis –dijo Ferbin con un asentimiento–. Me alegro de veros de nuevo. Soy el príncipe Ferbin, hijo del rey Hausk.
–Me alegro de veros otra vez, príncipe –dijo Hyrlis, que después miró a un lado y pareció dirigirse a alguien que ellos no veían–. El hijo de mi viejo amigo el rey Hausk de Sarl, del Octavo, Sursamen. –Hyrlis volvió a mirar a Ferbin y dijo:– Habéis crecido mucho, príncipe. ¿Cómo van las cosas por el Octavo? –Holse observó a Ferbin, que se había quedado mirando a Hyrlis–. Ferbin me llegaba a la cadera la última vez que lo vi –añadió Hyrlis dirigiéndose al ser imaginario que estuviera a su lado. Lo cierto era que no había nadie más por allí cerca, ni nada obvio a lo que pudiera estar dirigiéndose.