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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Me desperté temprano y saqué al perro (51 page)

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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La niña era una heroína de las colas.

En la avenida central, vieron pasar el desfile y se tomaron un helado. Al final de la jornada, Courtney tenía otra vez una expresión ausente, la que esbozan los críos víctimas de abusos. Tracy supuso que si se miraba en un espejo comprobaría que tenía la misma expresión. La música de «It's a Small World» se le había grabado en el cerebro. No estaba segura de que fuera a conseguir quitársela de la cabeza.

—Y podemos volver a subirnos en todo mañana —dijo cuando entraron dando tumbos al hotel por la puerta trasera.

Eso era lo que hacía uno si tenía una enfermedad terminal, ¿no? Todo en pocos días: un trayecto en helicóptero sobre las cataratas Victoria, el barco por el Nilo, el tren a Venecia, el ascensor a lo más alto del Empire State. Iría de safari a África y a Las Vegas a jugar a las máquinas tragaperras, porque de pronto te sentías ávido del mundo que estabas a punto de perder. O te limitabas a subir a unas tazas de té gigantes tomando fotos y más fotos de una niña que levantaba los pulgares, preguntándote cuánto tiempo iba a durar aquello.

Cuando volvieron a la suite Bella Durmiente, habían metido un sobre con el logo de Disneyland por debajo de la puerta, con las señas «Mme. Imogen Brown» escritas en él. Tracy pensó que sería información sobre actividades en el parque, pero dentro del sobre había otro con una palabra, «Tracy», escrita a mano. La habían encontrado. Le tembló la mano al abrir el sobre. Otro sobre. Aquello era ridículo. Una vez más, su nombre escrito en él, con una letra que reconoció: de Barry. Era como el juego del teléfono: ¿iba a tener que seguir abriendo sobres que se volverían cada vez más pequeños hasta llegar a qué, a un mensaje definitivo, como «¡Te pillé!» o «El tesoro eres tú»? Cuando le dio la vuelta al tercer sobre, encontró un mensaje escrito en la solapa. Un mensaje de Harry Reynolds. Quizá no debería sorprenderse de que hubiese sido capaz de encontrarla.

Tracy, Barry me pidió que le mandara esto. Le debo un par de favores. No sé si se enteró, pero Barry está muerto. Mató a su hija y luego se suicidó. Dejó atrás un jaleo de mil demonios. Len Lomax murió arrollado por un tren y Ray Strickland va a pagar por el asesinato de una fulana décadas atrás. He pensado que le gustaría saberlo. Suyo afectísimo,

HARRY

Una se daba la vuelta un momento y el mundo se movía sobre su eje. Había una posdata de Harry: «Le llevé el dinero que le debía al polaco, tal como me pidió».

Puso unos dibujos animados en la televisión para la niña y leyó la carta de Barry, para descubrir por fin la verdad sobre Michael Braithwaite. Tenía una hermana. A Tracy se le cayó el alma a los pies. Fue lo primero que le dijo el crío: «¿Dónde está mi hermana?».

—¿Qué es lo que más te ha gustado? —le preguntó a Courtney cuando hacían cola para entrar al restaurante.

—Mi vestido —contestó ella sin titubear.

El camarero las condujo a una mesa junto a la ventana donde tenían una vista excelente del castillo iluminado de la Bella Durmiente. Brindaron con vino y Coca-Cola. Tracy se bebió una modesta media botella de tinto, aunque podría haberse bebido un viñedo entero. Pensó en la niña, sentada a su lado cuando volaban hacia Nunca Jamás. En la sensación de querer a alguien pequeño e indefenso. Y eso hizo que pensara en Michael Braithwaite, en todos aquellos años en que a nadie le importó qué le ocurriera. Un niño perdido. Se sintió agradecida con Barry por haberle proporcionado el final feliz. Pobre viejo Barry, después de todo nunca pudo celebrar su fiesta de despedida. Brindó en silencio por él.

Mickey hizo su ronda por las mesas. Y Goofy y Pluto también. Pluto fue el que más le gustó a la niña. Pulgares para arriba todo el rato. Tracy tomó una foto tras otra. Enfermedad terminal.

Después de cenar, Courtney se puso el nuevo pijama de Minnie, comprado en la tienda del hotel, pidieron que les llevaran chocolate caliente a la habitación y vieron un DVD en la cama. De Disney, obviamente.

La niña tenía sus bienes desparramados sobre la cama:

el dedal de plata deslustrado

la moneda china con un agujero en medio

el monedero con la cara de un mono sonriente

la bola de nieve con un burdo modelo de plástico del edificio del Parlamento

la caracola con forma de cucurucho de crema

la caracola con forma de sombrero chino

la nuez moscada entera

la piña

el anillo de compromiso de Dorothy Waterhouse

la hoja de otoño del bosque

varios eslabones de una cadena dorada barata

la Virgen María con luz del Saab

la estrella de plata de la varita vieja

Un par de años más y necesitarían un camión para llevar por ahí el cargamento de la cría. «Un par de años más.» Tracy no consiguió imaginar que pudiera aferrarse a aquel futuro porque aunque aquello era el principio de algo daba la sensación de que fuera el final. Siempre había sido así, y siempre lo sería.

A partir de entonces, Tracy estaría siempre mirando por encima del hombro, esperando la llamada a la puerta. Las cámaras las habían seguido por todas partes; si alguien andaba buscándolas, las encontraría. Harry Reynolds lo había hecho. Y si no las encontraban los malos, probablemente lo harían los buenos.

Cuando compró a la niña hizo un pacto con el diablo. Podría tener a alguien a quien amar, pero el precio sería muy alto. Pensó en la Sirenita, cada paso una tortura, un dolor lacerante como el de espadas afiladas. Solo por ser humana, por amar.

La niña bajó la varita en dirección a Tracy. Le concedía un deseo o le echaba un hechizo, difícil saber cuál de las dos cosa. Courtney se había hecho un hueco en su alma. ¿Qué pasaría si se la arrancaban?

Aquello era amor. No salía gratis, lo pagabas con dolor. Tu propio dolor. Pero lo cierto era que nadie había dicho que el amor fuese fácil. Bueno, sí que lo decían, pero eran unos idiotas.

Le sonó el teléfono. Teléfono nuevo, nombre nuevo, número nuevo. Nadie tenía el número. Quizá era su operador, que hacía una llamada de cortesía. Quizá era otro interlocutor misterioso, o incluso el mismo de antes. O algo más siniestro. Tracy apagó el teléfono y se dedicó a ver el DVD. Campanilla andaba buscando un tesoro perdido. ¿No hacía eso todo el mundo?

22 de marzo de 1975

Al despertar, hurgó inmediatamente bajo la almohada en busca de su coche favorito, un panda azul y blanco, un coche patrulla. Aferrándolo con una mano, bajó de la cama que compartía con su hermana. Dormían en direcciones opuestas y muy estrechos. «Como sardinas», decía su madre. Su hermana no estaba en la cama. Pensó que debía de haberse pasado a la cama de su madre en algún momento de la noche.

Él era un mono, decía su madre. «A rebosar de vida.» A veces su madre reía y lo apretaba y decía que era minúsculo. Tenía cuatro años. Otras veces, cuando estaba enfadada, decía: «Joder, Michael, ahora eres un niño grande, ¿por qué no te comportas como uno?». A veces bailaba con él por la cocina, él se encaramaba a las puntas de sus pies y lo hacía girar y girar, riendo y riendo, hasta que Michael le gritaba que parase. Otras veces le decía que desapareciera de su vista y no volviera. Él nunca sabía cómo iba a ser.

Tenía hambre y fue a la cocina a buscar unos cereales. En la cocina no había donde sentarse, y llevó su tazón con mucho cuidado hasta la salita de estar. Se comió los cereales antes de ir en busca de su madre. Estaba tumbada en el suelo de su habitación. Intentó despertarla. Encendió el hervidor y le preparó una taza de té como le había visto hacer a ella. Derramó un montón y olvidó poner leche y azúcar. Ella decía que tenía que empezar el día con una taza de té y un pitillo. Michael fue en busca de sus cigarrillos. Le dejó cerca de la cabeza la taza de té y los cigarrillos, pero siguió sin despertarse. Trató de ponerle un cigarrillo en los labios.

—¿Mami? —preguntó, y la sacudió.

Como no se despertaba, se tendió a su lado y trató de abrazarla («¿Quién es mi precioso niñito?, pues dame un abrazo»). Al cabo de un rato se aburrió, se levantó del suelo y fue en busca de sus otros coches.

Más tarde, cuando ella siguió sin levantarse, arrastró una silla hasta la puerta de entrada e intentó abrirla. Lo había hecho otras veces, pero ahora no había llave en la cerradura y no se abría.

Aquella noche cogió una manta de su cama y se tendió a dormir en el suelo junto a su madre. Hizo lo mismo dos o tres noches más, pero después supo que ya no podría hacerlo. Su madre había empezado a oler raro. Cerró la puerta de su dormitorio y no volvió a mirar allí dentro.

Arrastró la silla hasta la ventana y de vez en cuando se subía a ella para intentar llamar la atención de la gente que había abajo, golpeando el cristal y haciendo aspavientos, pero nadie lo vio. Las personas parecían hormigas. Al cabo de un tiempo dejó de intentarlo.

Había buscado a su hermana por todas partes, preocupado porque estuviese jugando al escondite y se hubiese quedado atrapada en un armario o debajo de una cama, pero no logró encontrarla en ningún sitio. No paraba de gritar «¿Nicky?», o a veces «¡Nicola, ven aquí!», como hacía su madre cuando estaba enfadada. Su hermana era divertida, siempre andaba haciendo tonterías. «Oh, qué serio eres, Michael, vas a convertirte en un hombre muy serio. Tu hermana va a ser como yo, Nicky sabe cómo divertirse.» Echaba más de menos a su hermana que a su madre. Pensó que vendría alguien pronto. Pero no vino nadie.

9 de abril

Lo despertó el ruido del timbre. Alguien aporreaba la puerta, diciendo que era la policía. Papá era un policía. No le gustaba que lo llamaran papá. Salió dando tumbos al vestíbulo y vio que el buzón de la puerta estaba abierto. Vio una boca, la boca se movía y decía algo.

«Tranquilo, tranquilo, no pasa nada. ¿Está tú mamá ahí? ¿O tu papá? Vamos a ayudarte. No pasa nada.»

La policía grandota lo sujetaba con fuerza. «¿Dónde está mi hermana?», susurró, y ella le contestó: «¿Qué dices, cielo?», y la otra mujer, la que llegaría a conocer como Linda, dijo: «No tiene ninguna hermana, está delirando». Entonces se lo llevó en una ambulancia. Cuando iban en la ambulancia volvió a preguntarle: «¿Dónde está mi hermana?», y ella dijo: «Chist, tú no tienes ninguna hermana, Michael. Tienes que dejar de hablar de ella». Y eso hizo. La guardó donde uno guarda todas las cosas preciosas y no volvió a sacarla en más de treinta años.

* * *

Fountains. Por fin.

Había ciervos y árboles antiquísimos y las largas sombras de una tarde de pleno verano. Los árboles estaban llenos de hojas nuevas, de la alquimia del verde transformándose en oro. Los pájaros cantaban melodiosos. A Julia le habría encantado aquel sitio.

Había llegado después de que hubiesen cerrado las puertas y tuvo que encontrar otra forma de entrar un poco menos legal.

Los ciervos estaban tranquilos, un hombre y un perro no los asustaban en absoluto. El perro iba atado con la correa. Pasaron ante una gran casa y una iglesia, ambas «obra del arquitecto Burges», quienquiera que fuese. Jackson podía haber sido un intruso, pero era un intruso bien informado. Aquel sitio estaba mejor sin gente. En opinión de Jackson, la mayoría de las cosas lo estaban.

—Solo tú y yo —le dijo al perro.

La abadía en sí no lo decepcionó, aunque seguía prefiriendo los restos más acogedores de Jervaulx. Soltó al perro y anduvo hasta el High Ride, el sendero que discurría por la parte superior del valle que alojaba a Fountains. Se detuvo en el Asiento de Ana Bolena a contemplar la gloriosa vista de campos y agua que conducía hasta las ruinas de la abadía en la distancia. No había rastro de ninguna mujer sin cabeza. El crepúsculo. En Escocia, donde estaba Louise, sería el ocaso.

Volvió a bajar y paseó entre las ruinas. El perro echó a correr, persiguiendo a un conejo como un guepardo. Jackson se sentó en las piedras bajas de un viejo muro. Pensó que quizá formaba parte del claustro, pero cuando echó un vistazo a la inscripción vio que pertenecía a las letrinas. Probablemente ya iba siendo hora de que utilizara la receta de aquellas gafas.

—«Esta es mi carta al mundo —le dijo al perro cuando regresó sin conejo—, la que nunca me escribió.» —El animal ladeó la cabeza, y Jackson añadió—: Yo tampoco sé qué significa. Creo que en eso consiste precisamente la poesía.

Solo durante un instante creyó ver a su hermana, vestida de blanco, corriendo y riendo, con pétalos cayéndole del cabello. Pero eso también era poesía. O un particular sesgo de la luz.

Porque durante todo ese tiempo, en todos aquellos sitios, en medio de los coros desiertos y en ruinas y en los depósitos de locomotoras, o sentado en los salones de té y en los pubs de los vellocinos de oro, su hermana estaba ahí en las sombras, riendo y sacudiéndose pétalos de la ropa, del cabello, como una novia, una lluvia de pétalos como huellas dactilares en el oscuro velo de su pelo.

Estaba encerrada en la cámara de ecos de su corazón como la reina de mayo, una virgen y santa. («Para siempre —decía Julia con fervor, golpeándose el pecho para luego dejar el brazo cruzado sobre él como un guerrero que jurase lealtad—. Muerta para el mundo pero viva en tu corazón.» La eterna paradoja de los desaparecidos.) Ella se había ido antes que él, y nunca la alcanzaría. Decidió que podía vivir con eso. Aunque la verdad es que no tenía elección.

—Otra vez en camino —dijo Jackson subiendo al Saab—. Millas por delante, etcétera.

Su dócil copiloto soltó un pequeño gañido de entusiasmo desde el suelo del coche. Jane esperaba instrucciones.

Aún había algo que le daba vueltas en la cabeza. No eran Michael y Hope, ni Jennifer, la niñita de Múnich; fue pensar en su hermano desaparecido lo que finalmente lo había llevado a hacerle a Marilyn Nettles la pregunta adecuada.

Era otra cosa. Una cicatriz, una señal, una marca de nacimiento con la forma de África. Algo que había visto recientemente. Supuso que los hombrecitos de su memoria acabarían por localizarlo.

Estaba a punto de poner el coche en marcha cuando sonó el teléfono. Louise, le informó la pantalla. Jackson titubeó, imaginando qué podía ocurrir si no contestaba.

Y qué ocurriría si lo hacía.

«Esperanza» es eso con plumas –

que se posa en el alma -

y canta la melodía sin palabras -

y nunca se detiene - del todo -

Y la más dulce - en el vendaval - se oye -

y dolida debe de estar la tormenta

que pudo abatir al pajarillo

que a tantos mantuvo calientes -

La oí en las tierras más heladas -

y en el más extraño mar -

pero nunca, ni en casos extremos

pidió una migaja - de mí.

EMILY DICKINSON

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