—¡Nos vemos!
Bonne nuit!
—Se despidió de todos con un leve movimiento de cabeza y yo aproveché para pedir la cuenta y los taxis.
Cuando llegó el primero, Charlotte insistió en cedérselo a Julien, y yo sospeché que no lo hacía sin motivo. Y acerté, pues cuando quise instalar a madame en el segundo taxi, ella se empeñó en que debíamos ir juntos, podía dejarme en la Rue des Canettes (vivo allí), en realidad no quería irse a casa todavía.
—Pero, madame —protesté sin gran entusiasmo cuando con determinación femenina me agarró del brazo y me metió en el coche—. Es ya muy tarde, su marido se preocupará…
Madame se rio con sarcasmo y se hundió en el asiento.
—
Rue des Canettes, s’il-vous plaît!
—indicó al taxista, y me miró con malicia—. ¡Ah… mi marido… deje que yo me preocupe por él! ¿O es que le esperan
a usted
?
Yo sacudí la cabeza sin decir nada. Desde que me había separado de Coralie (¿o se había separado ella de mí?) en casa solo me esperaba Cézanne, lo que sin duda tenía sus ventajas.
Recorrimos la Rue de Saint-Simon en silencio, pasamos por delante de La Ferme Saint-Simon y giramos por el todavía muy animado Boulevard Saint-Germain, cuando volví a sentir la mano de Charlotte en mis piernas. Se acercó a mí y me susurró al oído que su marido estaba en un congreso, que sus hijos ya eran mayores, y que qué sería la vida si no se disfruta de vez en cuando de un pequeño bombón.
Un tout petit bonbon!
Aturdido por el alcohol, sospeché que el bombón era yo y que esa noche iba a ser muy larga.
Cuando me desperté a la mañana siguiente tenía la sensación de que me había caído un martillo en la cabeza.
Es siempre esa copa de más de la que uno luego se arrepiente.
Soltando un gemido, me giré y busqué a tientas el despertador. Eran las diez y cuarto, y eso era horrible, muy horrible. Faltaba una hora para que llegara a la Gare du Nord el tren de monsieur Tang, mi cliente chino más apasionado del arte, y yo había prometido ir a recogerlo.
Eso fue lo primero en que pensé. Lo segundo fue Charlotte. Me volví y vi unas sábanas arrugadas en las que no había ninguna mujer. Sorprendido, me senté en la cama.
Charlotte se había marchado. Su ropa, que la noche anterior había distribuido por toda la casa cantando a voz en grito, había desaparecido.
Suspirando, me hundí un momento en las almohadas y cerré los ojos.
¡Mon Dieu
, vaya noche! Pocas veces había pasado con una mujer una noche en la que había dormido tan poco y había ocurrido tan poco también.
Fui dando tumbos hasta la cocina, donde Cézanne me saludó impaciente, llené un vaso grande de agua y busqué una aspirina en el armario.
—Ya, querido, enseguida salimos a la calle —le prometí. Cézanne ladró y movió el rabo. «Calle» era la única palabra con la que siempre reaccionaba. Luego olisqueó mi pierna desnuda y ladeó la cabeza.
—Sí, la dama se ha ido —dije, y dejé caer tres aspirinas en el vaso. A la vista de mi estado y del poco tiempo que tenía, en parte me alegré de que así fuera.
Cuando entré en el cuarto de baño lo primero que vi fue la nota pegada en el espejo.
Mi querido Jean-Duc:
¿Siempre haces esperar a las mujeres hasta que se duermen? ¡Te debo una, no lo olvides!
À tout bientôt…
Charlotte
Debajo había estampado un beso con lápiz de labios.
Yo sonreí, despegué la nota del espejo y la tiré a la papelera. En realidad la última noche no podía contarse entre los mejores momentos eróticos de mi vida.
Mientras me afeitaba tuve que pensar en cómo una Charlotte borracha me había seguido a casa sin dejar de tropezarse y al final se había caído encima de Cézanne, que no paraba de ladrar entre sus pies. Quise ayudarla a levantarse, pero ella me tiró del pantalón y aterricé a su lado en la alfombra.
—¡Pero monsieur Champollion, no sea tan impetuoso! —Se echó a reír y su cara estaba de pronto demasiado cerca. Charlotte pasó los brazos por mi cuello y me dio un cálido beso en la boca. Sus labios se abrieron, y entonces me pareció bastante seductora la idea del bombón y me agarré a su pelo abundante, oscuro, que olía a Samsara. Riendo y dando tumbos, conseguimos llegar hasta el dormitorio. El traje color crema se quedó tirado en el suelo por el camino.
Encendí la lamparita de la cómoda, que sumió la habitación en una suave luz amarillenta, y me volví hacia Charlotte. Ella cimbreó sus caderas de forma provocativa y cantó: «
Voulez-vouz coucher avec moi… ce soiiiir
». Luego lanzó sus medias de seda por los aires. Una cayó al suelo, la otra se quedó colgando de una foto mía de niño que hay en la repisa de la chimenea de mármol y cubrió con un elegante velo la cara del joven rubio y torpe que sujetaba con orgullo el manillar de su primera bicicleta mientras sonreía a la cámara.
Vestida con su delicada lencería color castaño, que al parecer el marido político no apreciaba demasiado, se dejó caer sobre mi cama y estiró los brazos hacia mí.
—
Viens, mon petit Champollion
, ven aquí conmigo —susurró, y aunque sonó como
champignon
, a mí no me importó—. ¡Ven aquí, cariño, que te voy a enseñar la Piedra de Rosetta…! —Se revolcó sobre la colcha, se acarició su esbelto cuerpo y me lanzó una atrevida sonrisa.
¿Cómo podía resistirme? ¡Soy un hombre!
Si a pesar de todo me resistí fue de forma involuntaria, pues en el momento en que me inclinaba sobre ella para iniciar con mano firme la aventura arqueológica, sonó mi móvil.
Intenté ignorarlo, le susurré a mi bella Nefertiti palabras insinuantes al oído, le besé el cuello, pero el que intentaba localizarme en plena noche no cejaba en su empeño y los timbrazos resultaban cada vez más apremiantes.
De pronto tuve angustiosas visiones de accidentes con muertos y atentados con víctimas.
—Discúlpame un momento. —Con un suspiro, me separé de Charlotte, que protestó en voz baja. Fui hasta el sillón color burdeos sobre el que había tirado mi chaqueta y mis pantalones, y saqué el móvil del bolsillo.
—
Oui, allô?
—dije con voz apagada.
Contestó una voz ahogada por las lágrimas.
—¿Jean-Luc? ¿Jean-Luc, eres tú? Me alegro de encontrarte por fin. ¿Por qué no contestabas? ¡Oh, Dios mío, Jean-Luc! —La voz al otro lado de la línea estalló en sollozos.
«¡Oh, Dios mío! —pensé también yo—. ¡Por favor, ahora no!». Por un momento me maldije a mí mismo por no haber mirado antes la pantalla, pero sus gemidos sonaban más dramáticos que otras veces.
—¡Soleil, querida, tranquilízate! ¿Qué pasa? —dije con cautela. Tal vez había ocurrido algo de verdad y no se trataba de una de esas desesperadas crisis creativas que le daban cada vez que fijábamos la fecha de una exposición.
—¡No puedo más! —lloriqueó Soleil—. ¡Solo pinto mierdas! ¡Olvida la exposición, olvídalo todo! Odio mi mediocridad, todas estas cosas tan vulgares… —Escuché un ruido, como si alguien le diera una patada a un bote de pintura, y cerré los ojos cuando llegó hasta mis oídos. Podía ver delante de mí la alargada silueta de Soleil, con sus grandes ojos oscuros y los brillantes rizos negros, que se movían como llamas en torno a su bello rostro color café con leche y que hacían que la única hija de una madre sueca y un padre caribeño tuviera en realidad algo de un sol negro.
—Soleil —dije con toda la serenidad zen-budista de que era capaz, y miré intranquilo hacia la cama, donde Charlotte se había sentado y me observaba con interés—. Soleil, todo esto no tiene sentido. Te digo que eres buena. Eres… sublime, de verdad. Eres única. Yo creo en ti. Escucha… —bajé un poco la voz—, ahora no puedo hablar. Por qué no te metes en la cama y mañana me paso…
—¿Soleil? ¿Quién es Soleil? —preguntó Charlotte a voz en grito desde la cama.
Oí que al otro lado de la línea Soleil tomaba aire con fuerza.
—¿Hay una mujer contigo? —preguntó con desconfianza.
—Soleil, por favor, es más de medianoche, ¿has mirado el reloj? —repliqué sin contestar a su pregunta. Le hice una seña a Charlotte para tranquilizarla y apreté el teléfono contra mis labios—. Mañana hablamos con tranquilidad, ¿vale?
—¿Por qué susurras de ese modo? —gritó Soleil indignada, luego empezó de nuevo a sollozar—. ¡Claro que tienes una mujer ahí! Las mujeres siempre son lo más importante para ti. Todas son más importantes que yo. Yo no soy nada, ni siquiera mi agente —ese era yo— se interesa por mí, ¿y sabes lo que voy a hacer ahora mismo?
La pregunta se quedó flotando en el aire como una amenaza de bomba. Abandonado, escuché el horrible silencio que reinó de pronto.
—¡Voy a coger esta pintura negra de aquí… y voy a tapar con ella todos mis cuadros!
—¡No! ¡Espera! —A Charlotte le indiqué por gestos que se trataba de una emergencia y que enseguida estaría con ella, y con un suspiro cerré tras de mí la puerta del dormitorio.
Tardé casi una hora en conseguir tranquilizar un poco a la enfurecida Soleil. Según pude averiguar, mientras iba intranquilo de un lado a otro del pasillo y las tablas de madera crujían bajo mis pies, no se trataba solo de que dudara de su talento artístico, como le pasaba a veces: Soleil Chabon estaba enamorada. ¿De quién? No me lo podía decir de ningún modo. No era correspondida y había perdido la esperanza. El dolor le quitaba la inspiración, ella era expresionista y el mundo, una tumba negra.
En algún momento se cansó de hablar. Cuando sus sollozos fueron más apagados, la mandé con voz suave a la cama, con la promesa de que todo se arreglaría y de que yo estaría siempre con ella.
Eran poco más de las cuatro cuando me deslicé otra vez en el dormitorio sin hacer ruido. Mi visita nocturna estaba tendida a lo ancho en la cama y dormía plácidamente como Blancanieves. Con cuidado, aparté un poco hacia un lado a Charlotte, que roncaba con suavidad.
—Dormir —murmuró, se abrazó a la almohada y se aovilló como un erizo.
De la Piedra de Rosetta me podía olvidar. Apagué la luz y a los pocos minutos ya estaba sumido yo también en un profundo sueño.
Las pastillas contra el dolor de cabeza empezaron a hacer su efecto. Me tomé otro café, y cuando ese jueves memorable bajé las escaleras con Cézanne me encontraba otra vez bastante bien.
Hay personas que aseguran que los cambios fundamentales que se producen en la vida se anuncian de alguna forma. Que siempre hay alguna señal, solo hay que verla. «Llevaba toda la mañana con una extraña sensación», dicen cuando ha ocurrido algo decisivo. O: «Cuando el cuadro se desprendió de pronto de la pared supe que iba a pasar algo».
Para mi vergüenza, debo reconocer que yo carecía de esas misteriosas antenas esotéricas. Naturalmente, ahora sí podría afirmar que el día que cambió toda mi vida fue en cierto modo especial. Pero en honor a la verdad debo admitir que entonces no sospechaba nada.
No tenía ningún presentimiento cuando abrí el buzón del portal. Ni siquiera cuando descubrí el sobre azul pálido entre las numerosas facturas se activó mi sexto sentido.
En el sobre ponía con una bonita letra redondeada: «Para el Duc». Sé que en ese momento tuve que sonreír, pues supuse que Charlotte me había dejado una breve carta de despedida antes de desaparecer. Ni por un instante se me ocurrió pensar que las damas de la alta sociedad no suelen llevar siempre en su bolso papel de carta hecho a mano.
Me disponía a abrir el sobre cuando entró en el portal madame Vernier con una bolsa en la mano.
—
Bonjour, monsieur Champollion
. Hola, Cézanne —nos saludó muy amable—. Vaya, tiene usted aspecto de no haber dormido demasiado. ¿Se le hizo tarde anoche?
Madame Vernier es mi vecina y vive sola en una casa gigantesca.
Rica y divorciada desde hace tres años, esa mujer vive el aquí y ahora con una relajación casi anacrónica. Está a la búsqueda del marido número dos. Al menos eso es lo que me ha dicho. Aunque tampoco eso le corre ninguna prisa.
Lo bueno de madame Vernier es que tiene mucho tiempo libre, adora a los animales y cuida de Cézanne cuando yo estoy de viaje. Lo malo de ella es que tiene mucho tiempo libre y se enrolla durante horas cuando uno más prisa tiene.
También esa mañana se plantó ante mí como nieve recién caída. Yo observé nervioso su cara alegre. Tenía aspecto de haber dormido bien.
¿Solo me lo pareció a mí o sus ojos miraron con interés el sobre azul cielo que yo sostenía en la mano? Antes de que me enredara en una larga conversación sobre noches excitantes o cartas escritas a mano me apresuré a guardarme el correo en el bolsillo.
—Pues sí, sí, se hizo bastante tarde —admití, y miré el reloj—. ¡Cielos, tengo que irme o llegaré tarde a una cita!
¡Bonne journée
, madame, hasta luego! —Me dirigí a toda prisa hacia la puerta de la calle tirando de Cézanne, que seguía husmeando los elegantes zapatos de madame Vernier, y pulsé el botón para abrirla.
—¡Un buen día también para usted! —gritó ella—. Y ya me dirá cuándo me puedo quedar otra vez con Cézanne. Ya sabe que tengo tiempo.
Le hice una mueca y salí a toda prisa a la calle en dirección al Sena. Cézanne tenía derecho a cumplir con las leyes de la naturaleza.
Veinte minutos más tarde estaba sentado en un taxi que debía llevarme a la Gare du Nord. Habíamos cruzado el Pont du Caroussel y pasábamos por delante de la pirámide de vidrio, que brillaba con el sol de la mañana, cuando me acordé de la carta de Charlotte.
Sonriendo, la saqué y abrí el sobre. Esa mujer era muy tenaz. Pero encantadora. En la era de los emails y los sms una carta escrita a mano tenía algo de excitantemente anticuado, sí, algo íntimo. Aparte de las postales que me mandaban algunos amigos en vacaciones, hacía mucho tiempo que no encontraba una carta personal en mi buzón.
Me puse cómodo y eché un ligero vistazo a las dos hojas de letra delicada. Entonces di tal salto que el taxista me miró por el retrovisor. Observó la carta en mi mano y sacó sus propias conclusiones.
—
Tout va bien, monsieur?
¿Todo bien? —preguntó con esa mezcla tan especial de intromisión sin rodeos y experiencia casi omnisciente que caracteriza a los taxistas de París cuando tienen un buen día.
Yo asentí desconcertado. Sí, todo estaba en orden. Tenía una preciosa carta de amor en mis vacilantes manos. Iba dirigida a mí, sin duda. Parecía llegar directamente del siglo
XVIII
. Y estaba claro que no era de Charlotte.