Me llaman Artemio Furia (8 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—Winthorp —escuchó llamar a su padre—, ¿no ha llegado el barón de Kildare?

"Ése soy yo", pensó John Joe. Apoyó la copa sobre la mesa de arrime y se puso de pie.

—Aquí estoy, Horatio —dijo, y su figura se evidenció en las sombras—. Componíais un cuadro tan ameno —explicó a los presentes, que lo contemplaban entre atónitos y molestos— que me permití quedarme en silencio para solazarme.

William de Lacy subió a la planta alta y entró en su dormitorio, el mismo que ocupaba desde niño. Hacía meses que no visitaba
Grossvenor Manor,
y lo asaltó la emoción del regreso, del encuentro con el sitio que amaba desde que tenía uso de razón; se puso contento, más allá del recibimiento del tío Horatio y del evento que lo convocaba. No habría acudido a la invitación de su sobrino Sebastian de no hallarse en graves aprietos financieros, y se habría ahorrado la pena de verlo anunciar su compromiso con Elisabetta d'Adda. Sus acreedores, que lo perseguían como lebreles, lo habían orillado a abandonar Londres y recalar en la Irlanda; también su amante, que le exigía la mensualidad para pagar, entre otros lujos, las habitaciones que alquilaba en el barrio de Belgravia; a su regreso, la encontraría furiosa y con nuevo protector. La verdad era quele importaba un ardite; esa mujer contaba para él tanto como las otras. La única por la cual habría cambiado su vida de calavera y bueno para nada se desposaría con el hijo de su primo.

William asestó un golpe sobre la mesa de noche y pateó una bota, que dio contra el chispero de la estufa. Se llevó las manos a la cabeza y lanzó un corto grito. Esa mujer le pertenecía, siempre le había pertenecido. Decidido a huir del matrimonio, incapaz de someterse al calvario de sus padres, cambió de parecer el día en que la conoció en el palacio de su amigo, Girolamo Sforza, en Milán. Los presentaron, conversaron y hasta rieron sin prestar atención a las reglas que señalaban lo inconveniente de la risa franca y abierta en acontecimientos sociales. Convenció a Girolamo, primo y tutor de Elisabetta junto con su abuelo, el duque d'Aosta, de que la escoltara a
Grossvenor Manor,
donde pensaba pedirle que lo desposara. Por primera vez, William abandonaba el cinismo y la ironía con los que había encarado la vida, para aferrarse al sentido que Elisabetta le otorgaba; no pensaba en la relación de sus padres ni en la aversión que experimentaba ante el fracaso, la infidelidad y el desamor. Se daba cuenta de que, al hablar con tanto desprecio del matrimonio, la ignorancia y el miedo habían desempeñado un papel fundamental. Elisabetta se había adueñado de su mente y sanado su corazón.

El desengaño que sufrió la mañana en que encontró a su hermano Andrew besando a su amada en las caballerizas lo condujo al borde del suicidio. Su valet lo encontró con una pistola en la boca y llegó a tiempo para arrebatársela. Sólo el conde de Grossvenor se enteró del incidente y, al conocer el motivo, endilgó una filípica a su sobrino William y lo envió lejos para que no interfiriese con lo que él juzgaba un golpe de suerte, ya que, por primera vez, Andrew, heredero del título y con casi cuarenta años, mostraba serio interés por una mujer. La joven, aunque italiana, podía jactarse de un rancio abolengo, y su juventud —apenas llegaba a los diecisiete años— aseguraba un vientre fértil. Se casaron pocos meses más tarde, en la capilla de
Grossvenor Manor,
por el rito de la Iglesia Anglicana. William estuvo ausente en la ceremonia y en la fiesta y no supieron de él hasta el día del entierro de Andrew, tres años más tarde.

En aquella oportunidad, mientras observaba llorar a través del velo de encaje negro a su cuñada Elisabetta, se prometía: "Esta vez no se me escapará. Esta vez será mía". A pesar del rencor y del tiempo transcurrido, seguía amándola; aún reaccionaba a su cercanía, el corazón le palpitaba, desenfrenado, y se le ponía densa la boca. Respetaría el período de luto para confesarle sus sentimientos. Le concedería tiempo para olvidar su pérdida. Le dolía el desconsuelo de Elisabetta porque significaba que había amado a Andrew. 'Todos habían amado a Andrew. Le temía a la comparación y al rechazo.

La milagrosa aparición del hijo de su primo Horatio en 1811, a quien el conde de Grossvenor había rescatado de las entrañas de una región bárbara del sur del mundo, se convirtió en la cura de Elisabetta, que ni siquiera simulaba su devoción por Sebastian de Lacy, el cual la trataba con una actitud indolente que casi rayaba en la descortesía. Ella, sin embargo, no claudicaba y desplegaba sus artes de seducción con un desparpajo que sólo el destinatario no advertía, o quizá sí. Para Elisabetta no contaba siquiera que su primo Girolamo Sforza condenase al
indiano blondo dell'Amenca
(indio rubio de la América) y que desaprobase su intención de desposarlo. "Un hombre que anda con un parche negro y tantas argollas en la oreja", había intentado razonar con su prima, "más tiene de pirata que de noble irlandés", a lo que Elisabetta respondió con una carcajada. "Me gusta más por su parche negro", le aseguró, "por sus argollas de plata y por el pañuelo que se ata en la cabeza cuando sale a cabalgar. Deberías verlo querido primo; en esas ocasiones, con el torso desnudo, ¡sí que tiene traza de filibustero!".

Aprovechando que Sebastian no correspondía a Elisabetta, William decidió declararle su amor. La muchacha lo contempló con ojos amables y le acarició la mejilla. Lo humilló que no se mostrara conmovida ni turbada, como si siempre lo hubiese sospechado, y que le dijera que lo quería como a un hermano.

William huyó a Londres. Pero incluso allí lo alcanzaban los cuentos acerca de la adoración que Elisabetta demostraba por Sebastian, a quien secundaba en cuanta locura se embarcaba, como la de repartir naranjas u organizar una escuela dentro de la propiedad de
Saint Ailish
para los hijos de los arrendatarios. Ella enseñaría italiano y francés, como si esas gentes hubiesen necesitado aprender otras lenguas.

Llamaron a la puerta. "¡Ya era hora!", exclamó para sí, creyendo que se trataba de su valet. Abrió, y Girolamo Sforza lo miró, ceñudo, bajo el umbral.

—¡Girolamo! ¡Qué sorpresa!

—Ni tanta, William —lo saludó a la usanza inglesa, apretando la mano derecha de su amigo—. He aceptado la invitación de Sebastian en un ultimo intento por desbaratar su compromiso con mi prima Elisabetta. Sé que todavía no te aprestas y que la cena comienza en unos minutos. Yo mismo acabo de llegar y debo cambiarme. Pero necesitaba hablar contigo y le pedí a un sirviente que me indicara dónde te encontrabas.

—Por supuesto. Pasa, pasa. ¿Aceptas una copa de brandy?

—No, gracias.

—Dime, ¿de que necesitabas hablar conmigo?

—¿Es Sebastian de Lacy el verdadero nieto de tu tío Horado o un impostor? —ante el desconcierto de William, Girolamo aclaró—: Se dice en Londres y en Dublín, donde he pasado mis últimas semanas, que no. El viejo Horatio quería hallar a su nieto perdido y cualquiera le vino bien.

—No lo creo —admitió William, en un rapto de sinceridad que lamentó—. Aunque ahora que lo mencionas... No sé qué pruebas obtuvo mi tío para admitir que ese sayón es el hijo de mi primo Horatio. Se lo pregunté en una oportunidad y no se avino a darme explicaciones. Resulta sospechoso, ¿no lo crees?

—No se parece en absoluto a los de Lacy.

—No, aunque he escuchado que es el fiel reflejo de un hermano de su madre.

—¿Quién era su madre?

—Una campesina del condado de Wicklow.

—¡Una campesina! —Girolamo Sforza se llevó la mano a la frente—. Es un impostor —dijo—, lo sé, lo presiento. ¿Qué sabemos de él? ¿Dónde nació? ¿Cómo fue educado? Me pregunto si no será bigamo. Podría haber dejado una esposa en aquel país de las Indias Occidentales. Hasta hijos.

—¿Qué piensas hacer para evitar la boda?

—Amenazaré a Elisabetta con desheredarla. El duque d'Aosta me ha concedido la venia para tomar esta medida drástica.

—No conseguirás nada —afirmó William—. Sebastian será un hombre muy rico a la muerte de mi tío Horatio, y no necesitará de la fortuna de Elisabetta para vivir con los lujos que se le antojen. Por otra parte, es un hombre extraño. No le importa el dinero. De veras —agregó, ante la expresión de cejas elevadas de Sforza—, no le importa. En cuanto a tu prima, está tan enamorada —admitió, con un esfuerzo que su amigo no alcanzó a vislumbrar—, que desechará tu amenaza.

—Elisabetta no tomará a la ligera el repudio de familia —lo contradijo Sforza, y William sacudió los hombros y ensayó un gesto que llamaba al desafío.

—Yo creo que sí —aseguró—, desechará tu amenaza.

—¡No puedo permitir que una d'Adda, nieta del duque d'Aosta, se una en matrimonio al hijo de una campesina irlandesa con aspecto de pirata! Se duda de su origen, es un hombre rudo, carente de educación y buenos modos, corto de genio, ¿qué ha visto mi prima en él?

William, que se había formulado la misma pregunta varias veces, calló.

—Mi sobrino Sebastian —dijo, al cabo de un silencio—, tiene muchos enemigos en Dublín y en Londres.

Sforza lo contempló con fijeza en tanto las palabras calaban en su mente. Se puso de pie.

—Continuaremos esta conversación cuando la cena haya terminado. Ahora tú debes cambiarte, igualmente yo. Te veo en el comedor —dijo, y se marchó.

Al cabo de media hora, William y Girolamo se unían al grupo de comensales que ingresaba en el comedor de
Grossvenor Manor,
profusamente iluminado, donde los colores de los de Lacy, el rojo, o gules, y el dorado, se destacaban en las libreas de la docena de sirvientes, en el decorado de las paredes y en el inmenso escudo que entronizaba el salón, detrás de la cabecera de la mesa, donde se ubicó el conde de Grossvenor, con la asistencia de un lacayo. Su nieto lo hizo en el extremo opuesto.
Quis tu ipse sis memento,
leyó Artemio en la parte baja del escudo de su familia. "Recuerda quién eres", tradujo para sí, y estudió los rostros de los invitados hasta encontrar el de Elisabetta, a quien una sonrisa le cruzó la mirada. Él le contestó contemplándola con una fijeza y una seriedad que sólo ella sabía interpretar como la promesa de una noche de pasión. La italiana simuló acomodarse la servilleta en la falda para ocultar las mejillas coloradas, actitud que no pasó inadvertida para William de Lacy.

Avanzada la cena, Arthur Ewell, lord canciller de la Irlanda y gran amigo del conde de Grossvenor, se dirigió a Artemio para preguntarle:


¿
Es cierto lo que se cuenta, Sebastian, que prácticamente has reemplazado todas las cabañas de tus arrendatarios por casas de argamasa y tejas?

—Ya casi hemos terminado, señor.

—Muy interesante, muy interesante —repitió el anciano—. Supe también que les has disminuido la renta casi a una tercera parte y que, en cambio, participas en las ganancias de sus cosechas.

—Así es más justo —intervino Elisabetta, provocando el disgusto de los hombres.

—Querida —dijo la esposa del lord canciller—, nosotras no entendemos nada de estas cuestiones.

—Elisabetta entiende mejor que muchos hombres de estas cuestiones —la contradijo Artemio.

—Las mujeres son blandas —dictaminó William—, y si de ellas dependiera la administración de nuestros bienes, terminaríamos en bancarrota. A ellas sólo las mueven argumentos de tipo sentimental.

—¿Son tus motivaciones, Sebastian —quiso saber sir Arthur—, de tipo sentimental?

—La verdad es que mis motivaciones carecen de importancia, señor, sean éstas de origen sentimental o racional —pocos adivinaron la ironía con que se expresaba—. Lo que sí puedo afirmar es que son nacidas del sentido común. ¿De qué me vale tener campesinos a los cuales se les caen las herramientas de las manos por encontrarse mal alimentados? ¿De qué me sirven campesinos ciegos debido a la mala condición de sus casas, llenas de humo por no contar con una chimenea? ¿Para qué quiero hombres y mujeres enfermos y resentidos? No es inteligente rodearse de personas con sed de venganza que superan ampliamente en número a mis hombres. Podrían rebanarnos las gargantas en nuestras propias camas mientras dormimos.

La rudeza del comentario provocó un murmullo por lo bajo e intercambios de miradas. Asombraba a William la indiferencia con que su tío Horatio escuchaba a Sebastian y seguía comiendo.

—Tus acciones, Sebastian —habló el lord canciller, con voz endurecida—, generan malestar en el país.

—¿Por qué? —se interesó, fingiendo ignorancia.

—Porque los campesinos de otros condados se enteran de los beneficios que sus compatriotas obtienen en
Grossvenor Manor
y en
Saint Ailish
y exigen a sus patrones igualdad de condiciones.

—Sería interesante que las igualaran —comentó Stephen Wallington—. Estas gentes han sufrido demasiado a lo largo de los siglos. Cada vez que recuerdo las Leyes Penales que los sometieron por tanto tiempo me avergüenzo de ser inglés.

Artemio estudió con reserva al esposo de su prima Prudence. A él le dejaría la administración de las propiedades en cuanto se ausentara.

—Stephen —dijo el lord canciller—, el problema de igualar esas condiciones radicaría en que las propiedades se tornarían poco rentables o, peor aún, arrojarían pérdidas.

—Eso se debe —habló Artemio— a que están mal administradas. Los señores ingleses se desentienden de sus tierras y las entregan a inescrupulosos administradores que les roban a ellos y a sus trabajadores.

—¿No insinuarás —se escandalizó Girolamo Sforza—, que los señores deben trabajar y ocuparse de los asuntos de sus haciendas, verdad?

—A eso me refiero. Sería un buen cambio. Dejarían de beber como cosacos en Londres y de perder hasta los calcetines en las mesas de juego para hacer algo útil —el conde de Grossvenor sonrió ante la mueca de su sobrino William—. El ser humano —prosiguió Artemio—, es el único animal que comete dos veces la misma torpeza. ¿Acaso no hemos aprendido de la Revolución en la Francia que no es de sabios someter al pueblo hasta hacerlo estallar? Una vez que el pueblo se rebela, sólo se aplacará con ríos de sangre.

—Estoy pensando —dijo Girolamo—, que quizá tus motivaciones no sean racionales en absoluto sino sentimentales, querido Sebastian. Quizá te has propuesto redimir a los campesinos ya que tu madre fue una de ellos.

El conde de Grossvenor levantó la vista con rapidez y fulminó al primo de Elisabetta con un vistazo que lo obligó a mirar hacia otro lado. Elisabetta lucía avergonzada, y un color rojizo le ascendía por el cuello y le ganaba los pómulos, mientras su pecho se agitaba bajo el escote. En la tensión, todos apreciaron la sonrisa de desprecio que afloró a los labios de Artemio y se asombraron de su parsimonia. "¿Habrá algo que lo perturbe o lo provoque?", se preguntó Wilham.

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