Me llamo Rojo (12 page)

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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

BOOK: Me llamo Rojo
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Yīm

En su
Historia
, Rasidüddini Kazvini escribe complacido que hace doscientos cincuenta años las artes más estimadas y reverenciadas en Kazvin eran la ornamentación de libros, la caligrafía y la ilustración. El sha que por entonces ocupaba el trono de Kazvin, que gobernaba sobre multitud de países, desde Bizancio hasta China (y quizá su amor a las ilustraciones fuera el secreto de su fuerza), por desgracia no tenía hijos varones. Para que los países que había conquistado no se dividieran tras su muerte, decidió encontrar como marido para su bonita hija a un ilustrador inteligente, para lo cual organizó un concurso entre tres grandes maestros de sus talleres, los tres solteros. Según la
Historia
de Rasidüddini el concurso tenía un tema muy sencillo: ¡ver quién hacía la pintura más hermosa! Como, al igual que Rasidüddini, los tres jóvenes ilustradores sabían que aquello significaba pintar como los maestros antiguos, cada uno de ellos recreó una escena de las que más gustaban: una joven hermosa con la mirada en el suelo, ahogada por penas de amor, en un jardín paradisíaco entre cedros y cipreses, tímidos conejos e inquietas golondrinas. Uno de los ilustradores, que quería distinguirse de los otros, aunque sin saberlo los tres habían pintado la misma escena exactamente igual que los maestros antiguos, ocultó su firma en el lugar más recóndito del jardín, entre unos narcisos, con la intención de hacer suya la belleza de la pintura. Pero a causa de aquella insolencia, que tanto le alejaba de la humildad de los maestros de antaño, fue desterrado de Kazvin a China. Así pues, se convocó otro concurso entre los dos restantes. En esta ocasión ambos pintaron a una bella joven montada a caballo en un jardín maravilloso, una escena tan hermosa como una poesía. Uno de ellos, bien porque se le desviara el pincel o bien a propósito, es imposible saberlo, pintó de manera un tanto extraña la nariz del caballo blanco de aquella joven de ojos rasgados y pómulos salientes como las chinas; aquello fue considerado de inmediato como un defecto tanto por el padre como por la hija. Cieno, el ilustrador no había firmado su pintura, pero había introducido en aquella prodigiosa escena una imperfección magistral en la nariz del caballo de manera que se notara. «La imperfección es la madre del estilo», dijo el sha y desterró al artista a Bizancio. Pero según la gruesa
Historia
de Rasidüddini Kazvini mientras se realizaban los preparativos de la boda entre la hija del sha y el hábil ilustrador, que pintaba sin ninguna firma y sin ninguna imperfección, exactamente igual que los maestros antiguos, ocurrió algo más: un día antes de la boda, la hija del sha se pasó el día mirando melancólicamente la pintura que había hecho aquel que al día siguiente sería su marido. Por la tarde, cuando caía la oscuridad subió a ver a su padre: «Los maestros antiguos siempre pintaban a las jóvenes hermosas de sus prodigiosas obras como si fueran chinas y ésa es una norma inalterable que nos vino de Oriente, es cierto —le dijo—. Pero cuando amaban a alguien siempre ponían algo de su amada, cualquier huella, en las cejas, en los ojos, en los labios, en el pelo, en la sonrisa o incluso en las pestañas de la bella que pintaban. Esa imperfección secreta que introducían en su pintura se convertía en una señal de amor que sólo los propios amantes podían reconocer. He estado todo el día observando la pintura de la hermosa joven montada a caballo, padre mío, ¡y no tiene el menor rastro de mí! Este ilustrador quizá sea un gran maestro, y joven y guapo, pero no me ama». Y así el sha anuló de inmediato la boda y padre e hija vivieron juntos hasta el final de sus vidas.

—Entonces, y según esta tercera historia —comentó Negro de manera muy educada y respetuosa—, la imperfección que da lugar a eso que llamamos estilo, ¿surge de la marca secreta en la cara, la mirada o la sonrisa de la bella de la que está enamorado el ilustrador?

—No —le respondí orgulloso y seguro de mí mismo—. La novedad que se introduce en la imagen de la joven a la que ama el maestro ilustrador acaba por no ser un defecto sino una norma. Porque un tiempo después, como todos imitan al maestro, comienzan a pintar las caras de las jóvenes como la de esa bella muchacha.

Nos callamos un rato. Cuando vi que Negro, que había escuchado con toda su atención las tres historias, ahora la dirigía a los ruidos que hacía mi hermosa mujer mientras andaba por la antecámara y la habitación de al lado, clavé mi mirada en la suya.

—El primer cuento demuestra que el estilo es una imperfección —le dije—. El segundo que una pintura perfecta rechaza la firma. Y el tercero une las ideas del primero y el segundo y demuestra que las firmas y el estilo no son sino formas insolentes y estúpidas de presumir de la imperfección.

¿Cuánto entendía de ilustraciones aquel hombre a quien estaba dando una lección?

—¿Has podido saber por las historias quién soy yo? —le pregunté.

—Sí —me respondió, pero no resultaba en absoluto convincente.

Para que no tengáis que intentar comprender quién soy limitándoos a su mirada y a su percepción, os lo diré yo directamente: puedo hacer cualquier cosa. Como los viejos maestros de Kazvin, dibujo y coloreo disfrutando y divirtiéndome con lo que hago. Os lo digo con una sonrisa: soy mejor que cualquiera. Y si mi intuición es correcta, no tengo nada que ver con la razón de la visita de Negro, la desaparición de Maese Donoso, el iluminador.

Negro me preguntó cómo se compaginaban el matrimonio y el arte.

Trabajo mucho y a gusto. Acabo de casarme con la muchacha más bonita del barrio. Si no pinto, hacemos el amor como locos. Luego vuelvo a trabajar. No le dije nada de eso. Es un gran problema, le dije en cambio. Si el pincel del ilustrador vierte maravillas sobre el papel, no puede otorgar a su esposa esa alegría, le dije. Y también es cierto lo contrario, si el cálamo del ilustrador hace feliz a su esposa, el otro cálamo, el que pinta sobre el papel, palidece en comparación, añadí. Como todos aquellos que envidian el talento de los ilustradores, Negro se creyó aquellas mentiras y se alegró de oírlas.

Me dijo que quería ver las últimas páginas que había ilustrado. Lo senté ante mi atril, entre pinturas, tinteros, pulidores de cristal, pinceles, palilleros y plumines. Mientras Negro examinaba una pintura de dos páginas que estaba haciendo para el
Libro de las festividades
en la que se mostraban las ceremonias de la circuncisión de nuestro Príncipe Heredero, me senté en un cojín rojo que había junto a él y, al sentir la calidez del cojín, recordé que poco antes había estado sentada allí mi bella mujer de hermosas caderas. Mientras yo dibujaba con mi cálamo de caña la amargura de los desdichados presos que estaban ante el Sultán, mi inteligente esposa me agarraba el otro cálamo.

Aquella escena de dos páginas que estaba dibujando mostraba la liberación, gracias a la benevolencia del Sultán, de los presos que habían sido encarcelados por no pagar sus deudas y de sus familias. Había pintado al Soberano, tal y como yo lo había visto durante las ceremonias, sentado sobre una alfombra en la que había sacos repletos de ásperos de plata, al Gran Canciller, algo más atrás y también sentado, leyendo el cuaderno en el que estaba anotado el registro de deudas, a los presos, con sus cepos y encadenados unos a otros por el cuello, afligidos y quejumbrosos ante el Sultán, los había representado serios, con la cara larga y, a algunos de ellos, con los ojos llenos de lágrimas, había dibujado vestidos de rojo y con hermosas caras al músico del laúd y al tamborilero que acompañaban con su música las oraciones y poesías que todos recitaban felices después de que el Sultán les entregara el obsequio de su magnanimidad que les libraría de la prisión, y para expresar de manera que se comprendiera lo mejor posible el dolor y la vergüenza de estar endeudado, aunque no lo había planeado así en un principio, pinté junto al último de los infelices presos a su mujer, con un vestido morado y afeada por el descuido, y a su hija, hermosa pero triste, con el pelo largo y vestida con una túnica roja. Estaba a punto de explicarle a aquel Negro de ceño fruncido, para que entendiera que pintar equivalía a amar la vida, cómo las hileras de endeudados encadenados se extendían a lo largo de las dos páginas, la lógica secreta del rojo en la pintura y todas las demás cosas que mi mujer y yo habíamos comentado entre risas mirando la pintura, como el hecho de que hubiera pintado del mismo color que el caftán de terciopelo del Sultán el perro que con tanto amor había dibujado a un lado, algo a lo que los maestros antiguos nunca se habrían atrevido, pero me hizo una pregunta de lo más impertinente.

¿Acaso sabía yo dónde podría estar el pobre Maese Donoso?

¡Qué pobre ni pobre! Un imitador que no valía cuatro cuartos, un tipo que hacía su trabajo sólo por el dinero, un imbécil sin la menor inspiración. No le dije nada de eso y le respondí:

—No. No lo sé.

¿Se me había ocurrido pensar que quizá los agresivos seguidores del predicador de Erzurum podían haberle hecho algo malo a Maese Donoso?

Me contuve y no le dije que él mismo era uno de ellos.

—No. ¿Por qué?

La pobreza, las plagas, la inmoralidad y el escándalo de los que somos esclavos en esta ciudad de Estambul sólo pueden explicarse aceptando que nos hemos alejado del Islam de los tiempos de Nuestro Profeta, el Enviado de Dios, que hemos adoptado nuevas y feas costumbres y que se han infiltrado entre nosotros las maneras de los francos. Eso es lo único que dice el predicador de Erzurum, pero sus enemigos quieren engañar al Sultán afirmando que sus seguidores atacan los monasterios donde se toca música y que profanan las tumbas de los santos hombres. O sea, que como saben que yo, al contrario que ellos, no alimento ninguna animosidad contra Su Excelencia el Erzurumí, muy educadamente insinúan que yo maté a Maese Donoso.

De repente caí en la cuenta de que aquellos rumores llevaban mucho tiempo corriendo entre los ilustradores. Aquel hatajo de inútiles sin inspiración ni talento ahora se dedicaba muy complacido a propagar que yo era un miserable asesino. Sólo por haber sido capaz de tomarse en serio las calumnias de esa pandilla de ilustradores envidiosos, me entraron ganas de partirle un tintero en su cabeza de circasiano a ese cretino de Negro.

Negro observaba mi cuarto de trabajo memorizando todo lo que veía; miraba con atención mis largas tijeras para el papel, los cuencos llenos de arsénico para el pigmento amarillo, los recipientes de pinturas, la manzana que mordisqueaba de vez en cuando mientras trabajaba, la cafetera y las tazas junto al hogar en la parte de atrás de la habitación, los cojines, la luz que se filtraba por la ventana medio abierta, el espejo que usaba para comprobar la composición de la página, mis camisas y un fajín rojo de mi mujer que permanecía en el suelo como un pecado y que se le había caído al salir a toda prisa de la habitación cuando llamaron a la puerta.

A pesar de que le ocultaba mis pensamientos, entregaba a su mirada desvergonzada y agresiva las pinturas que hacía y el cuarto en que vivía. Lo sé, este orgullo mío os sorprenderá, ¡pero soy el ilustrador que más dinero gana y por lo tanto el mejor! Porque Dios ha querido que la pintura sea pura alegría para mostrar al que sepa verlo que el mundo es también pura alegría.

13. Me llaman Cigüeña

Era la hora de la oración del mediodía. Llamaron a la puerta, fui a mirar y era Negro, a quien no veía desde nuestra infancia. Nos abrazamos. Tenía frío, así que le invité a pasar sin preguntarle siquiera cómo había encontrado el camino de mi casa. Su Tío lo había enviado para tirarme de la lengua para saber por qué había desaparecido Maese Donoso y dónde. Pero no sólo eso, también me traía nuevas del Maestro Osman. «Y tengo una pregunta —me dijo—. El Maestro Osman me había explicado que lo que distingue al auténtico ilustrador de los demás es el tiempo. El tiempo de la pintura». ¿Que qué pensaba yo de eso? Escuchad.

LA PINTURA Y EL TIEMPO

Como todo el mundo sabe, antiguamente los ilustradores de nuestra parte del mundo, por ejemplo los antiguos maestros árabes, veían el universo como lo ven hoy los francos infieles y lo pintaban tal y como lo habían observado vagabundos y perros en las calles, dependientes y apios en la verdulería. Como no estaban al tanto de las técnicas de perspectiva de las que tan orgullosamente presumen hoy los maestros francos, su mundo era limitado y aburrido y se circunscribía a lo que podían ver los perros y los apios. Luego ocurrió algo y el universo de nuestra pintura se alteró de repente. Voy a contároslo empezando por ahí.

TRES PARÁBOLAS SOBRE EL ESTILO Y LA FIRMA

Alif

Hace trescientos años, la fría mañana de febrero en que Bagdad cayó en manos de los mongoles y fue despiadadamente saqueada, las mundialmente famosas bibliotecas de dicha ciudad contenían veintidós libros, en su mayor parte Sagrados Coranes, escritos por Ibn Sakir, el más famoso y magistral calígrafo no sólo del mundo árabe sino de todo el orbe musulmán a pesar de su juventud. Como estaba convencido de que aquellos libros existirían hasta el Día del Juicio, Ibn Sakir vivía con una idea profunda e infinita del tiempo. Había trabajado heroicamente toda una noche a la luz temblorosa de los candelabros en el último de aquellos libros legendarios, que pocos días después serían rotos, destrozados, quemados y arrojados al Tigris uno a uno por los soldados del jakán mongol Hulagu, de tal manera que hoy no sabemos nada de ellos. Los maestros calígrafos árabes, fieles a la tradición y a la idea de la inmortalidad de los libros, tenían una manera de descansar la vista para luchar contra la ceguera a la que recurrían desde hacía cinco siglos: dar la espalda al sol naciente y mirar hacia el oeste, hacia el horizonte. Así pues, en la frescura de aquella mañana, Ibn Sakir subió al alminar de la Mezquita Califal y vio desde el balcón lo que iba a acabar con toda una tradición de escritura que perduraba desde hacía quinientos años. Primero vio la entrada en Bagdad de los crueles soldados de Hulagu pero permaneció en el alminar. Vio cómo se saqueaba y se destruía la ciudad, cómo se pasaba por la espada a cientos de miles de personas, cómo mataban al último de los califas del Islam, que habían gobernado Bagdad desde hacía quinientos años, cómo se violaba a las mujeres, cómo se quemaban las bibliotecas y cómo decenas de miles de libros eran arrojados al Tigris. Dos días después, en medio del hedor de los cadáveres y de los gritos de agonía, mientras contemplaba la corriente del Tigris, que ahora fluía rojo a causa de la tinta de los libros que habían arrojado a él, pensó que las decenas de libros que había escrito con su hermosa caligrafía y que ahora habían desaparecido no habían servido para detener aquella terrible masacre y destrucción y juró que nunca más volvería a escribir. Más aún, se le ocurrió que sólo podría expresar el dolor y la catástrofe de que había sido testigo mediante el arte de la pintura, al que hasta ese día había despreciado y considerado una rebelión contra Dios, y pintó todo lo que había visto desde el alminar en el papel del que nunca se separaba. A ese milagro feliz posterior a la invasión mongola le debemos la fuerza de la que gozó la pintura islámica durante trescientos años y lo que la separa de la de los paganos y los cristianos: que el mundo se pinte con un dolor sincero y trazando la línea del horizonte desde lo alto, desde donde Dios lo contempla. Y además, a que Ibn Sakir, con el corazón resuelto y sus dibujos en la mano, se dirigiera después de la matanza hacia el norte, en la dirección por la que habían venido los ejércitos mongoles, y aprendiera pintura de los maestros chinos... Así pues, se comprende que la idea del tiempo infinito que había yacido en el corazón de los calígrafos árabes durante quinientos años se haría realidad, no en la escritura, sino en la pintura. La prueba es que los libros, los volúmenes, pueden ser destrozados y desaparecer pero las páginas ilustradas que contienen se introducen en otros libros, en otros volúmenes, y siguen viviendo hasta el infinito mostrándonos el universo de Dios.

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