—Cuando tenía diez años y era aprendiz vi un tintero parecido.
—Es un tintero mongol de hace trescientos años —me respondió el señor Tío—. Negro me lo ha traído de Tabriz. Sólo se usa para la tinta roja.
Por supuesto, era el Diablo el que me tentaba para que en ese preciso instante descargara el tintero con todas mis fuerzas sobre los sesos aguados de ese viejo chocho tan pagado de sí mismo. No le hice caso. Y con una esperanza estúpida, dije:
—Yo maté a Maese Donoso.
Comprendéis por qué lo dije esperanzado, ¿no? Esperaba que el señor Tío me comprendiera y me perdonara. Y que me temiera; y que me ayudara.
Cuando me dijo que había matado a Maese Donoso se produjo un largo silencio en la habitación. Creí que me mataría a mí también. Durante largo rato el corazón me estuvo latiendo a toda velocidad. ¿Había venido para matarme, o para confesar, para asustarme? ¿Sabía él mismo lo que quería? Me dio miedo comprender que no sabía nada del corazón de aquel maravilloso ilustrador cuyo talento y habilidad conocía desde hacía años. Sentía que continuaba de pie, justo detrás de mi nuca, sosteniendo ese enorme tintero rojo, pero no me volví a mirarle a la cara. Como sabía que mi silencio lo inquietaría, le comenté:
—Todavía no se han callado los perros.
Y así volvimos a guardar silencio. Comprendí que en esta ocasión estaba en mis manos el poder librarme o no de la muerte, de mi aciago destino, que dependía de lo que le dijera. Lo único que sabía de él aparte de su trabajo era que se trataba de un hombre inteligente. Y eso es algo de lo que se puede estar orgulloso, siempre y cuando creáis que el ilustrador no debe mostrar lo más mínimo de su alma en sus obras. Bien, ¿cómo había conseguido arrinconarme en aquella casa absolutamente vacía? Mi anciana mente pensaba en todo aquello a toda velocidad; pero también estaba tan confusa como para no salir con bien de aquel juego. ¿Dónde estaba Seküre?
—Ya habías comprendido que fui yo quien lo mató, ¿no? —me preguntó.
No, no lo había comprendido. No lo había comprendido hasta que me lo dijo. Pero ahora pensaba con un rincón de mi mente si no habría hecho un buen trabajo matando a Maese Donoso, porque quizá el difunto maestro iluminador se habría ido dejando llevar lentamente por el pánico e iba a meternos a todos en problemas.
Y así nació en mi corazón una sensación imprecisa de agradecimiento por el asesino en aquella casa en la que nos encontrábamos a solas.
—No me sorprende que lo hayas matado —dije—. Siempre hay algo en este mundo que nos da miedo a la gente como nosotros, que vive entre libros y que sueña con sus páginas. Y además nosotros nos dedicamos a algo prohibido y peligroso, a pintar en una ciudad musulmana. Cada ilustrador tiene en su corazón una poderosa inclinación, como le ocurría a Muhammed, el pintor de Isfahán, a sentir culpabilidad y remordimientos, a culparse antes de que lo hagan los demás, a arrepentirse y a pedir perdón a Dios y a la comunidad. Preparamos nuestros libros a escondidas, como si fuéramos criminales, y, la mayor parte de las veces, como pidiendo disculpas. Sé perfectamente que el doblegarse de antemano ante los ataques de los religiosos, predicadores, cadíes y jeques que nos acusan de impiedad y ese eterno sentimiento de culpabilidad matan la imaginación de los ilustradores, pero también la alimentan.
—O sea, que no me condenas por haberme cargado a ese cretino de Maese Donoso.
—Lo que nos atrae de la escritura, de las ilustraciones, de la pintura, se encuentra precisamente en ese miedo. La razón de que nos entreguemos a la pintura y a los libros trabajando de rodillas de la mañana a la tarde y por la noche a la luz de las velas hasta quedarnos ciegos no es sólo el dinero o el favor de los poderosos, sino la capacidad de escapar del griterío de los otros, el poder alejarnos de la comunidad, pero, además, también queremos que esa misma gente de la que nos ocultamos vea la obra que con tanta inspiración hemos hecho y que la aprecie. Pero ¿y si nos llaman impíos? ¡Qué terribles sufrimientos le provoca eso al creador de verdadero talento! Y, no obstante, la verdadera pintura está oculta en esa cosa insólita que nadie ha hecho nunca antes. En la obra de la que, en un primer momento, todos dicen que es mala, incompleta, impía. El verdadero ilustrador sabe que tiene que llegar hasta allí aunque teme la soledad que va a encontrar. Pero ¿quién puede soportar a lo largo de toda su vida una existencia llena de miedos que le crispan los nervios? El ilustrador cree que podrá librarse del temor que lleva años sufriendo culpándose a sí mismo antes de que lo hagan los demás. Sólo le creen cuando confiesa su crimen, y entonces lo queman. El pintor de Isfahán lo hizo él solo.
—Pero tú no eres un ilustrador —me replicó—, y yo no lo maté porque tuviera miedo.
—¡Lo mataste porque querías pintar como mejor te apeteciera, sin miedo!
Por primera vez en mucho rato el ilustrador que quería ser mi asesino dijo algo de veras inteligente:
—Sé que me estás contando todo esto para ganar tiempo, para engañarme, para escapar de la situación en la que estás —y añadió—: Pero lo último que has dicho es cierto. Quiero que entiendas algo. Escúchame.
Me volví y le miré a los ojos. Su mirada mostraba que había dejado atrás por completo las anteriores formalidades que había habido entre nosotros cuando hablábamos y que se había dejado llevar por sus propios pensamientos. Pero ¿adonde?
—No te preocupes, no voy a faltarte al respeto —lanzó una carcajada al dar la vuelta hasta ponerse frente a mí, pero era una risa amarga—. A veces hago algo —continuó—, como ocurre ahora, pero es como si no fuera yo quien lo hace. Es como si tuviera dentro algo que se agitara dentro de mí y que me obliga a hacer todas esas cosas malas. Pero al mismo tiempo lo necesito. Para pintar me pasa lo mismo.
—Esas historias de demonios son cuentos de viejas.
—O sea, que estoy mintiendo.
Noté que no poseía el suficiente valor como para matarme y que por eso quería que yo lo provocara.
—No, no mientes. Pero tampoco sabes exactamente qué es lo que sientes dentro.
—No, lo sé perfectamente. Estoy sufriendo las penas del Infierno sin ni siquiera haber muerto. Por tu culpa nos hemos hundido hasta el cuello en el pecado sin darnos cuenta. Y ahora me dices que sea valiente. Por tu culpa me he convertido en un asesino. Los perros rabiosos de Nusret el predicador nos matarán a todos.
Cuanto menos creía en lo que decía, más gritaba y con más fuerza apretaba el tintero que sostenía en la mano. ¿Oiría los gritos alguien que pasara por la calle nevada y acudiría a ver lo que pasaba?
—¿Y cómo fue que lo mataste? —dije, más que por curiosidad por ganar tiempo—. ¿Cómo os encontrasteis junto a aquel pozo?
—El mismo Maese Donoso vino en mi busca la noche en que salió de tu casa —me dijo con un insospechado deseo de confesarlo todo—. Me contó que había visto la última ilustración de doble página. Me costó mucho trabajo convencerlo para que no hablara a gritos. Lo llevé hasta el solar del incendio y le dije que tenía dinero enterrado cerca del pozo. Al oír lo del dinero, me creyó. No hay mejor prueba de que era un ilustrador que trabajaba sólo por el dinero. Por eso no lo lamento, era un pintor de talento, pero mediocre. Estaba dispuesto a cavar la tierra helada con las uñas. Si realmente hubiera tenido oro enterrado junto al pozo no habría tenido la menor necesidad de matarlo. Escogiste a un verdadero miserable para que te hiciera las iluminaciones. El difunto tenía buena mano, pero era bastante vulgar en sus dorados y en la elección y el uso de los colores. No dejé la menor huella. Dime, ¿qué es en realidad eso que llaman estilo? Ahora tanto los francos como los chinos hablan del color, del talento de un pintor, de su estilo. ¿Debe ser ese estilo lo que diferencie al buen ilustrador del malo o no?
—No te preocupes, no aparece un nuevo estilo porque a un ilustrador le apetezca —le dije—. Muere un príncipe, un sha pierde una guerra, termina una época que parecía interminable, se cierra un taller y los ilustradores se dispersan y buscan otros hogares, otros protectores amantes de los libros. Un día un príncipe reúne compasivamente en su tienda o en su palacio a varios de esos ilustradores y calígrafos sin hogar ni raíces, perdidos pero con talento, hombres procedentes de lugares distintos, digamos Herat y Alepo, y forma con mimo su propio taller. Aunque los ilustradores, que aún no están acostumbrados los unos a los otros, sigan pintado en un principio en los viejos estilos que les resultan familiares, luego, como los niños que se van haciendo amigos a fuerza de pelearse en la calle, van apareciendo entre ellos parecidos, pendencias y acuerdos. Después de años de discusiones, de envidias, de conspiraciones y de trabajos sobre el color y las ilustraciones, lo que surge por fin es un nuevo estilo. En la mayor parte de los casos es el ilustrador más brillante y de más talento del taller el que lo impone. También podríamos llamarlo el más afortunado. Al resto le corresponde perfeccionar dicho estilo, incluso pulirlo, imitándolo eternamente.
Sin mirarme del todo a los ojos, casi temblando como una muchacha y con un tono tan suave como inesperado, que parecía pedirme tanto honestidad como benevolencia, me preguntó:
—¿Tengo yo un estilo?
Por un momento creí que me iban a brotar lágrimas de los ojos. Le respondí de buen grado con lo que creía que era la verdad intentando con todas mis fuerzas ser dulce, cariñoso y bueno:
—En los más de sesenta años que llevo de vida eres el ilustrador más milagroso y de mayor talento que he visto, el de manos más prodigiosas y ojos más agudos. Si tuviera delante una pintura en la que hubieran trabajado juntos mil artistas combinando su trabajo, todavía sería capaz de distinguir y reconocer ese toque mágico de pincel que Dios te ha dado.
—Eso pienso yo también, pero no eres lo bastante inteligente como para comprender el secreto de mi talento —dijo—. Ahora me estás mintiendo porque me tienes miedo. No obstante, explícame cómo es mi estilo.
—Tu cálamo parece encontrar la línea justa por sí mismo, no porque tú lo toques. ¡Lo que nos descubre no es ni real ni frívolo! Cuando pintas una escena de grupo, la tensión que brota de las miradas entre la gente, de la composición de la página y del significado del texto, se convierte en tu pintura en un elegante susurro infinito. Vuelvo a mirar a menudo tus ilustraciones para escuchar ese susurro; en cada ocasión me doy cuenta sonriendo de que el significado ha cambiado y, no sé cómo decirlo, emprendo la observación de la pintura como si fuera a leer un texto. Así, cuando pones una detrás de otra estas capas de significado, surge una profundidad que va mucho más allá de la perspectiva de los maestros francos.
—Hummm. Bien. Deja a los maestros francos. Sigue.
—Tu cálamo es tan maravilloso, tan poderoso, que quien ve una pintura tuya no cree en el mundo que lo rodea, sino en lo que tú has dibujado. Y así, de la misma forma que eres capaz con tu talento de apartar del buen camino al hombre de fe más firme, con una pintura puedes conducir a la senda de Dios al más inquebrantable de los impíos.
—Es cierto, pero no sé si es un cumplido. Sigue.
—Ningún otro ilustrador conoce como tú la consistencia y los secretos de la pintura. Siempre eres tú quien prepara los colores más brillantes, más vivos, más auténticos.
—Bien. ¿Algo más?
—Sabes que eres el más grande de los ilustradores, junto a Behzat y a Mir Seyyid Ali.
—Sí, lo sé. Y si tú también lo sabes, ¿por qué no vas a hacer el libro conmigo sino con ese modelo de mediocridad que es Negro?
—Primero, para el trabajo que él hace no se necesita tener talento de ilustrador —le contesté—. Segundo, no es un asesino como tú.
Me sonrió con dulzura porque yo también sonreía con una sensación de desahogo. Sentía que podría librarme de aquella pesadilla si seguía hablando de aquella forma del estilo. Y así, una vez iniciada la cuestión, nos enzarzamos en una agradable charla sobre el tintero mongol que sostenía en la mano, no como padre e hijo, sino como dos viejos experimentados que comparten el interés por el tema de conversación. El peso del bronce, el equilibrio del tintero, la profundidad de su cuello, el tamaño de los viejos cálamos de caña de calígrafo y los secretos de la tinta roja, cuya consistencia podía notar sacudiendo ligeramente el tintero mientras seguía plantado de pie ante mí... Comentamos que si los maestros mongoles no hubieran llevado a Jorasán, a Bujara y a Herat los secretos de la tinta roja, que habían aprendido de los maestros chinos, nunca habríamos podido hacer nuestras pinturas en Estambul. Mientras hablábamos parecía cambiar la consistencia del tiempo, como la de la pintura, y se iba haciendo más fluida. Un rincón de mi mente seguía sorprendido preguntándose por qué todavía no había nadie en casa y me habría gustado que dejara aquel pesado tintero en su sitio.
—Cuando se acabe el libro, ¿comprenderán mi talento los que vean lo que he pintado? —me preguntó con la soltura habitual con la que hablábamos mientras trabajábamos.
—Si Dios quiere, algún día acabaremos sin problemas este libro y cuando Nuestro Señor el Sultán lo tenga en sus manos, le echará una ojeada; por supuesto, primero comprobará de un vistazo si se ha usado o no pan de oro donde se debería, luego, como hacen todos los monarcas, contemplará su propia imagen como quien lee un panegírico y se quedará admirado no por nuestra maravillosa ilustración sino por la imagen de sí mismo, y después, ¡ya podremos estar agradecidos si se toma la molestia de mirar las maravillas que hemos hecho inspirándonos en Oriente y en Occidente con tanto esfuerzo, tanto entusiasmo y dejándonos la luz de los ojos! Tú también sabes que, si no ocurre un milagro, nunca preguntará quién hizo ese encuadre, quién es el iluminador, ni quién ha pintado tal hombre o cual caballo y guardará bajo siete llaves el libro en su tesoro. Pero nosotros, como todos los hombres de auténtico talento, seguiremos pintando por si ese milagro se produce algún día.
Nos callamos un rato, como si lo esperáramos pacientemente.
—¿Y cuándo ocurrirá ese milagro? —me preguntó—. ¿Cuándo se apreciarán
realmente
todas esas decenas de pinturas que hemos hecho hasta quedarnos ciegos? ¿Cuándo se me, se nos dará el aprecio que nos merecemos?
—¡Nunca!
—¿Cómo?
—Nunca nos darán eso que pretendes —dije—. En el futuro serás menos apreciado aún.