Melocotones helados (10 page)

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Authors: Espido Freire

BOOK: Melocotones helados
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—Siempre supieron llevar a mi madre por donde les convenía… mi hermano y mi cuñada, los dos. Egoístas, malas personas que sólo se ocupan de lo suyo.

—Intenta llegar a un acuerdo con ellos —le había dicho Esteban.

Antonia, consternada, ofreció renunciar al dinero si cambiaban las partes, y aunque el hermano no parecía muy remiso a ceder, la intervención con doble fondo de la cuñada dio al traste con sus esperanzas. La pensión de Duino funcionaba bien, y a Antonia le parecía un negocio más adecuado para una mujer; pero eso mismo parecía opinar la cuñada, tan poco deseosa como ella de sumergirse en la esclavizante rutina de una tahona. A ello se unía la satisfacción de poder humillar las ínfulas de Antonia enviándola al pueblo; la cuñada, una mujer de aspecto ratonil, tragaba mal los desprecios, pero los tragaba esperando el amanecer de la revancha: así Antonia se hubiera arrodillado, ella se habría aferrado a la pensión y al testamentó como lapa a la roca.

—¿Qué más les dará a ellos? Lo hacen por pura mala voluntad. Sólo por arruinarnos la vida. ¿Dónde vamos nosotros con los dos niños pequeños?

—Cállate ya, anda. No se puede contar con lo que no es nuestro, de modo que comencemos a preocuparnos por lo que nos ha tocado en suerte.

Esteban, que no había conocido los esplendores de la familia de Antonia, y a quien asustaba poco el trabajo, se daba por satisfecho. Les quedaba un negocio bien organizado: una casa soleada abierta al aire de la montaña. Y, sobre todo, tenían a la tata, que con el nacimiento de Carlos y Miguel había dejado de ser una criadita joven para responder a su nuevo nombre; obviamente, sobre su destino nada podía indicar el testamento, pero ella escogió sin dudar la tahona de Virto.

El hermano y la cuñada no tenían hijos ni trazas de tenerlos, y ella pensaba que sería de más utilidad a la señorita. Esteban respetaba a aquella chiquita tenaz y voluntariosa, y sólo con su apoyo se hubiera dado por satisfecho. Antonia enjugó las lágrimas, quedó un poco consolada tras el último desplante que le dedicó a la cuñada, y que andando el tiempo habría de pesarle, y con un inicio de esperanza empaquetaron las cosas, abrigaron bien a los niños, porque el viaje en tren rendía lo suyo, y marcharon a Virto.

Con Virto establecería la tata firmes vínculos, hasta que llegaron a considerarla, y a considerarse ella misma, más del pueblo que los nacidos allí. Entregó todo lo que sabía dar: una lealtad furiosa, su trabajo y su cariño. No sabía querer de otra manera. De Antonia y de su madre aprendió una rigidez de espíritu, una altivez que se extendía a su alrededor como un aliento helado. Tampoco ella recordaba los años anteriores a la guerra, en los que era aún niña, y el dinero de la familia alcanzaba para mantener varias casas abiertas y veraneos junto al mar. Desarraigada de la ciudad como estaba, el único orgullo que para ella resultaba válido era el de Virto. Los hijos de Esteban y Antonia podrían haber emigrado, o incluso naufragado en la miseria. Para la tata, la auténtica nobleza radicaba en pertenecer a Virto, y entre los
notables
del pueblo, sus señores, su familia, eran los
más
notables. Llevaban una seña, un sello en la frente, contra el que no había nada que hacer.

Había vivido y trabajado siempre con ellos. No se casó. Cuando ya era una mujer madura, encontró un romance otoñal con un hombre mayor que ella que había sido médico. De Virto, por supuesto; pero los hijos del novio se opusieron con saña al flirteo.

—Sólo busca tu dinero —le advertían—. ¿Es que no ves que sólo te quiere por tu dinero?

El anciano médico no cambiaba el gesto y se arreglaba la corbata.

—Menuda novedad —respondía—. ¿Y por qué me queréis vosotros?

A la tata llegaron esos rumores, y la herida de la infamia caló más profundamente que el cariño. A ella, todo hay que decirlo, tampoco le resultaba indiferente la fortuna del médico, pero no era ésa su intención. Ella había logrado cierta cultura, y se había distraído hablando con el anciano, que tantas cosas conocía. Había pensado que ella podría cuidarle, y que se entenderían bien. Además, pese a su cascara arisca, era propensa a la ternura, y se había dejado vencer por la ilusión del galanteo.

De modo que no fue sin esfuerzo como cortó las relaciones recién estrenadas.

—Creo que será mejor que no nos veamos más.

—Pero… ¿por qué? —había preguntado el médico, atónito, tan bien arreglado para ir a su encuentro, con el primoroso nudo de la corbata sujeto con un alfiler de perla.

La tata no pudo resistirse a una última muestra de rencor.

—Tú sabrás por qué, tú sabrás lo que has contado y lo que andan diciendo por ahí. Pero a mi lado, desde luego, no vuelvas.

Como conocía bien la moral de los pueblos, y ella misma había contribuido a formar la de Virto, se encerró en casa; sólo salía los domingos, a la misa de ocho. Durante varios meses el anciano médico madrugó para encontrarla, y, según las antiguas costumbres, darle de sus dedos el agua bendita, pero la tata caminaba frente a él arrogante como una princesa, y lo dejaba abatido, sentado en los bancos traseros, que no abandonaba hasta que la veía salir de la iglesia. Cuando el hombre murió, ella no asistió a su entierro, Encargó dos misas por su alma, unas semanas después. La ira fermentaba en su interior, como el vino en los lagares, y ascendía un poco más cada día, entre las casas del pueblo.

Y luego todo aquello había terminado y habían regresado a Duino. En la ciudad recordaba poco esas cosas. El señor Esteban se valía muy bien por sí mismo, y a ella le quedaba mucho tiempo libre: conocía de memoria las mercerías y tiendas de labores, y pasaba horas ocupada en la costura, en hilvanar un abriguito nuevo o cogerle los bajos a una falda ya usada.

Era coqueta. Una vez cada quince días se acercaba a la peluquería del barrio y se hacía teñir el pelo de colores diferentes. Se miraba con cuidado al espejo en la puerta, al entrar, y luego al salir, porque sólo se fiaba de la luz natural, y señalaba las canas supervivientes, que tenían que cortarle de raíz con una tijerita. Las clientas y las peluqueras la creían una señora de posibles, y ella nunca las sacó de su error; había aprendido del caso del médico, y hubiera matado a quien insinuara una relación sucia entre el señor Esteban y ella. De modo que observaba a las mujeres del barrio bajo el casco plateado de la peluquería, y al verse con los pelos mojados, como una gallina triste, sonreía y dejaba a las otras cacarear.

Cuando todos llegaron (Esteban, Antonia con Miguel de la mano, la tata con Carlos en brazos), Virto ya no era el pueblo que una vez fue. De los restos de la muralla, sólo quedaba la puerta Este. Las reliquias de la iglesia habían ido a parar a un convento de la ciudad. Virto se dedicaba a la agricultura, y a criar unas cuantas reses. Bajo el sol de agosto ardía la tierra roja, y el barro en las casas se cocía de nuevo, sin sombra ni consuelo de las montañas, allá lejanas. Manaba un río plagado de acequias. A comienzos de primavera, cuando las cigüeñas menudeaban por los torreones destrozados de la muralla, todos los labradores contemplaban el cielo y movían la cabeza.

—El agua tarda… el agua tarda.

Las lluvias no eran nunca suficientes, y cuando caían, se hacían temibles por su violencia. De modo que cuidaban y limpiaban las acequias con todo cariño, porque nunca se sabía cuándo volvería a llover.

Cuando llegó el ferrocarril, los hombres que colocaron las traviesas se doraron a fuego lento hasta alcanzar el color de los adobes, y dejaron a sus espaldas un rastro de metal y de ruido. La estación, pintada de verde, quedaba fuera del pueblo, y estaba adornada con un paso a nivel muy vistoso, con unas barras rojas y blancas que descendían y ascendían obedientemente y que parecían caramelos gigantes; porque entonces Antonia ya dominaba la técnica del caramelo, y el mayor anhelo de los niños era reunir los dos céntimos que costaban las piruletas blancas y rojas. Las
sabinas.

En primavera, las vías del tren se cuajaban de unas flores menudas, amarillas y muy fragantes, y de otras rojas un poco mayores, que al cortarlas manchaban las manos de un líquido lechoso y malsano. Si se sabía buscar, entre las vías se encontraban muchas cosas: pañuelos casi nuevos, monedas que arrojaban los viajeros para pedir un deseo, zapatos desechados y trapos de colores. Cuando Miguel le daba un codazo a Carlos y proponía que marcharan a las vías, los dos sabían que iniciaban una aventura.

—¿Quieres que me lleve la navaja nueva?

—Bueno.

Pedían la merienda en la cocina y, muy sigilosos, se escapaban hasta la estación.

—Que no se entere Elsita.

—No, está durmiendo.

Si su hermana los seguía, miraban de despistarla; era pequeña, y sólo servía de estorbo.

La única vez que Elsa grande vio Virto, en un rodeo que su padre, acometido por un súbito ataque de entusiasmo nostálgico, les hizo dar, una vez que regresaban de Duino, encontró una moneda en la vía. Se la guardó en el bolsillo. El resto del pueblo ni siquiera lo recordaba. Casas de adobe, puertas blancas y verdes, una plaza de ladrillo que parecía un horno bajo el sol.

Varios hombres muy viejos estrecharon la mano de su padre.

—Supimos que tienes un negocio.

—Una tienda de muebles, sí.

—Tu padre te será de mucha ayuda. ¿Cuánto tiempo hacía que no venías por aquí? Mal hecho… aquí has dejado tus raíces.

—¿Qué dices, hombre? —afirmaba otro, muy enérgico—. La juventud no encuentra trabas en ninguna parte. Déjale que descubra mundo. Ya tendrá tiempo de regresar.

Otro hombrecillo, que no le había soltado la mano, sonreía y movía la cabeza.

—¿Y cómo se llama tu pastelería, hijo?

No les cabía en la cabeza que el hijo del señor Esteban pudiera regentar algo que no fuera una pastelería.

En las vias, las mismas flores se agitaban por distintos vientos, y marcaban el camino de ida, como veletas fijas y engañosas. Ahí terminó la visita. Elsa grande subió al coche, con la moneda en el bolsillo, su padre condujo hasta Desrein en silencio, muy ufano, y los ancianos permanecieron inmóviles, bajo el sol, esperando por algo que no llegaba.

Pese a su llantina con el testamento, Antonia era una mujer animosa. La guerra le había arrancado de cuajo los remilgos de señorita, y había introducido una cuña de hielo en sus tardes de amiguitas y bachillerato, en las postulaciones por los niños pobres y las pruebas de los vestidos con modista. Había resultado mejor parada que muchas: se había casado, nadie le había robado lo que era suyo (aunque quedaba pendiente el asunto de la cuñada entrometida), y cuando sus niños crecieran, tendrían un techo y un oficio. La pastelería era la gallina de los huevos de oro.

—Si yo paro, todo para —pensaba—. Todos ellos, pobrecitos míos, dependen de mí.

Ahora que se había acostumbrado a madrugar, y se había resignado a la idea de ser panadera, sólo le faltaban unas hijas para acercarse a la felicidad. O al menos, a la idea de felicidad que se había formado hacía ya tanto tiempo. Tiempo de soñar despierta. Tiempos de leer poemas en las revistas femeninas, que indicaban cómo colocarse los aderezos de novia; y hablaban de las visitas a hospicios de la reina, y de los vestidos, siempre bordados, siempre cuajados de cintas, de las princesitas. Antonia se acercaba la revista a los ojos, y copiaba en un cuaderno los modelos, al menos, en las ocasiones en las que el retocador no se había ensañado con la foto y se apreciaban en detalle las ropitas reales. Tiempo de bautizar a sus hijas no nacidas, que serían tres, como las princesas, con nombres de novela: Elsa, Astrid, Victoria.

No pensaba tener hijos. Los varones no eran cariñosos, no se quedaban junto a la madre. Y además, ¿cómo los vestiría? Conocía poco de los hombres, y lo que había visto de ellos no le interesaba. Algún día aparecería un caballero y, sin ni siquiera mirarla, la elegiría. A veces pensaba que sería un poeta lánguido con melena ensortijada y barbita cuidada, como los que causaban estragos entre sus amigas. O un militar. Los de Marina eran los preferidos, porqué el uniforme dorado y blanco lucía al sol en los paseos dé verano. O, en sus días más fantasiosos, un conde extranjero. ¿Por qué no? Una amiga de su madre lo había logrado. Cierto era que entonces corrían otros tiempos, y que si ahora aparecía un conde por Duino, así fuera calvo y regordete, iba a haber bofetadas, y ya podían todos los poetas y los tenientes del mundo darse con un canto en los dientes. Pero ¿quién sabía? Ése era el tiempo.

Tiempo de pedir antojos a la luna, de amontonar proyectos que no se cumplirían. Tiempo de esperar, con la ilusión intacta, a que las cosas fueran llegando.

Quien apareció no fue un duque, ni un poeta, pero al menos había sido soldado. Antonia guardaba con todo cuidado las cartas que se habían cambiado durante la guerra. Luego, durante varios meses, no supo nada de él. Ella continuó escribiendo, pero temía, en el fondo, que lo hubieran matado en los últimos días de la guerra, cuando los hombres se rendían, sin saber del todo si les sería respetada la vida o no. No se atrevía a indagar más, y tampoco encontraba excusas para acercarse al cuartel y pedir datos. De vez en cuando, se acercaba a su hermano.

—No tendrás que acercarte al cuartel para algo, ¿verdad?

—No. ¿Por qué?

—Por nada…

De modo que cuando Esteban, tan trajeado en comparación con los otros hombres, regresó a ella lo tomó como una bendición. Ya no sería, como se había temido, una novia de guerra, ya no cultivaría la melancolía por un novio muerto ni se escondería del resto del mundo para llorar. Había sido afortunada. Muy afortunada. Además, la idea de comenzar una vida con un nuevo amado, un hombre de aquellos de después de la guerra que habían surgido de la nada, no le resultaba agradable.

—Ya me dirás dónde has estado. Aunque no sea más que por las noches en blanco que me has hecho pasar….

—¿Por qué quieres saberlo, mujer?

—Si fuera algo bueno, ya me lo habrías contado.

Esteban se encogía de hombros.

—Puedes pasar perfectamente sin saberlo.

Luego nació Miguel, vinieron Carlos y la niña Elsa, y Antonia encontró pronto muchas más cosas de qué preocuparse. La historia de Esteban continuó sin ser contada.

Porque se llamó
Elsa.
Elsa, Elsa, Elsita.
Victoria
se había extendido demasiado en los años posteriores a la guerra.
Victorias, Glorias, Alegrías
e incluso alguna
Patria.
Esteban se negó rotundamente a llamarla
Astrid,
y sólo accedió a
Elsa
a regañadientes.

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