Authors: Muriel Spark
—Dígale a doña Lettie que recuerde que ha de morir.
—¿Quién habla? —preguntó Godfrey. Pero ya el hombre había colgado.
—Deben de habernos seguido —dijo Lettie—. Ayer por la tarde no dije a nadie que vendría aquí.
Telefoneó al subinspector para referirle lo ocurrido.
—¿Está segura de no haber dicho a nadie que pensaba pernoctar en casa de su hermano? —preguntó el subinspector.
—Estoy segurísima.
—Su hermano, ¿ha oído la voz? ¿La ha oído él, de veras?
—Sí, como acabo de contarle, ha sido él quien se puso al teléfono.
—Me satisface que tú hayas recibido la llamada —dijo Lettie a Godfrey—. Esto confirma mis afirmaciones. Ahora me he dado cuenta de que la policía siempre lo ha puesto en duda.
—¿Dudaba de tu palabra?
—Verás, supongo que pensaron que todo era fruto de mi fantasía. Quizás ahora se muestren más activos.
—La policía… ¿qué estáis diciendo de la policía? ¿Nos han robado? —preguntó Charmian.
—Me están molestando —contestó doña Lettie.
Anthony entró para levantar la mesa.
—Taylor, ¿cuántos años tiene usted? —preguntó Charmian.
—Sesenta y nueve, señora Colston —contestó la señora Anthony.
—¿Cuándo cumple los setenta?
—El veintiocho de noviembre.
—¡Será magnífico, Taylor! ¡Entonces se convertirá en una de los nuestros! —añadió Charmian.
Eran doce enfermas en aquella sala del hospital Maud Long (para ancianas). La enfermera decía que eran «la docena del panadero». Había oído repetir esta frase muchas veces, pero ignoraba que la «docena del panadero» consta de trece panes y no de doce
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. Es así como muchos aforismos viejos pierden, poco a poco, su eficacia.
La primera era una tal señora Emmeline Roberts, de setenta y seis años. Había sido cajera del Odeón, cuando el Odeón «era» el Odeón. Luego, la señorita o señora Lydia Reewes-Duncan, de setenta y ocho años. Su pasado era vago, pero cada quince días recibía la visita de una sobrina de media edad, muy presuntuosa, muy autoritaria con los médicos y las enfermeras. Después, la señorita Jean Taylor, de ochenta y dos años, que había sido dama de compañía de la célebre escritora Charmian Piper, cuando ésta casó con Colston, el de la cerveza Colston. A su lado, estaba la señorita Jessie Barnacle, que no poseía certificado de nacimiento, pero según los registros resultaba ser ochentona, y durante cuarenta y ocho años había vendido periódicos en Holden Circus. Había que contar también a Madame Trotsky, la señora Fanny Green, la señorita Dorcen Valvona, y otras cinco, cuyas antiguas profesiones eran conocidas y variadas, y cuyas edades oscilaban de los setenta a los noventa y tres años. Estas doce ancianas también eran conocidas con los nombres de abuela Roberts, abuela Duncan, abuela Taylor, abuela Barnacle, Trotsky, Green, Valvona, etc.
Tal vez, en los primeros tiempos, después de haber tomado posesión de su cama, la paciente se sentía ofendida y un tanto humillada de oír llamarse abuela. La señorita, o señora Reewes-Duncan estuvo toda una semana entera amenazando con presentar querella contra cualquiera que la llamase abuela Duncan. Incluso amenazó con excluir al culpable de su testamento y escribir a su diputado. Apremiadas por sus insistentes peticiones, las enfermeras le facilitaron papel y lápiz, pero sobre la oportunidad de informar a su diputado, ella cambió de opinión cuando las enfermeras le hubieron prometido que nunca más la llamarían abuela.
—Pero —sentenció— no os mencionaré en mi testamento.
—¡En nombre del cielo, de verdad que eso es horrible por parte de usted! —exclamó la enfermera-jefe mientras vagaba ociosa por la sala—. Yo confiaba en que nos dejaría un buen paquete.
—Ahora no —dijo la abuela Duncan—. Ahora ya no, no quiero. ¡No me tomaréis por tonta!
La inflexible abuela Barnacle, que durante cuarenta y ocho años había vendido el diario de la noche en Holborn Circus y solía decir: «Cuentan más los hechos que las palabras», por lo menos una vez por semana enviaba a alguien a Woolworth a comprar un modelo o guión de testamento, y esto la mantenía ocupada durante dos o tres días. Preguntaba a la enfermera de qué manera se escribían palabras como «cien», o bien «armiño».
—¿Me deja cien esterlinas? —preguntaba la enfermera—. ¿Me deja a mí su capa de armiño?
Durante sus visitas en la sala, el doctor decía:
—Bien, abuela Barnacle, ¿me recordará o se olvidará de mí en su testamento?
—Figura usted con mil esterlinas, doctor.
—Palabra de honor, deberé cuidarme mucho de usted, abuela. Apuesto cualquier cosa que la media donde guarda sus ahorros debe ser muy grande, querida muchacha.
Jean Taylor meditaba sobre su estado y la vejez en general. ¿Por qué algunos pierden la memoria y otros el oído? ¿Por qué algunos hablan de su juventud y otros do sus testamentos? Ella estaba pensando en doña Lettie, Ia cual estaba en posesión de todas sus facultades, y, sin embargo, se divertía en un verdadero «juego al testamento», tratando de mantener en la incertidumbre a sus dos sobrinos, enemistados entre sí… y Charmian… ¡Pobre Charmian, desde que tuvo aquel ataque de apoplejía! Tenía las ideas confusas sobre casi todo, pero, en cambio, tenía la mente perfectamente lúcida cuando discutía de los libros que había escrito. Lucidísima sólo en eso: el tema de sus libros.
Un año antes, cuando la señorita Taylor fue acogida en ese hospital, sufrió mucho porque la llamaban abuela y llegó a la conclusión de que prefería morir en un foso antes que ser mantenida de por vida en aquellas condiciones. Pero era una mujer acostumbrada a dominarse. No exteriorizaba jamás sus resentimientos. La humillante familiaridad con la cual las enfermeras la trataban, se fundía en ella con los dolores de la artritis, y soportaba a unas y a otros hasta donde podía, sin lamentarse. Pero luego, el sufrimiento físico la obligó a llorar durante una larga noche de pesadilla, cuando la débil luz de la sala transformaba los lechos en otras tantas masas grises, informes, semejantes a horribles montones de ropa blanca que, de vez en cuando, refunfuñaban y roncaban.
Una enfermera fue a ponerle una inyección.
—Ahora estará mejor, abuela Taylor.
—Gracias, enfermera.
—Dese vuelta, abuela; vamos, sea buena chica.
Los dolores de la artritis se aplacaban. Quedaba la pena por aquella desoladora humillación. Casi hubiese preferido seguir soportando el sufrimiento físico. Después del primer año, Jean decidió convertir sus tormentos en algo voluntario. Si ésta es la voluntad de Dios, también tendrá que ser la mía. Del nuevo estado de ánimo, sacó una deliberada y visible dignidad, y al mismo tiempo perdió su estoica resistencia al dolor. Se quejó más, reclamó más a menudo el orinal, y una vez que la enfermera tardó en acudir, no dudó en mojar la cama, tal como hacían con tanta frecuencia las demás abuelas.
La señorita Taylor pasaba mucho tiempo reflexionando sobre su situación. Las acostumbradas palabras del doctor: «Bien, bien, ¿cómo se encuentra esta mañana, abuela Taylor? ¿Ha hecho su testamento…?», acababan en un balbuceo cuando él miraba los ojos inteligentes de la anciana. Ella no podía por menos de detestar aquellas visitas y también a las enfermeras que iban a peinarla y le decían que demostraba tener diez y seis años; pero se resignaba mentalmente, por decirlo así, a soportar también esto como una parte de la voluntad de Dios. Pensaba que todo hubiera podido ser peor y sentía piedad por la generación más joven que ahora estaba entrando en la vida y que, en la vejez —de buena familia o no, instruida o no—, también por disposición de la ley sería confinada en las salas de los enfermos crónicos. Se atrevía a decir, que casi cada ciudadano del reino daba ya por descontado este final. Ciertamente, un día todos se convertirían en un abuelo o una abuela del Estado, a menos que, misericordiosamente, no alcanzasen el eterno descanso en la flor de sus años.
Doreen Valvona era una buena lectora. Tenía los mejores ojos de toda la sala. Cada mañana a las once leía en voz alta, en el periódico, el horóscopo de cada una de las compañeras, manteniendo la hoja casi pegada a la oscura nariz y a los negros ojos —ocultos tras las gafas, que había heredado de padre italiano. Sabia de memoria el signo zodiacal de todas. «Abuela Green. Virgo», decía. «Día propicio para las iniciativas audaces. Las relaciones de negocios son provechosas. Período excelente para las diversiones.»
—Léalo de nuevo. Aún no me había puesto el aparato acústico.
—No, espere. Ahora toca a la abuela Duncan. Abuela Duncan. Escorpión. «Hoy abandónese por completo a lo que desee. Alegría y diversiones os tendrán en movimiento.»
La abuela Valvona recordaba durante todo el día el horóscopo de cada una y controlaba los hechos que parecían confirmar la predicción. Así, después de la visita de doña Lettie Colston a la señorita Taylor, la vieja sirvienta de la familia, la abuela Valvona dejó escapar una exclamación.
—¿Recuerda lo que he leído de su horóscopo? —dijo—. Escuche, que se lo vuelvo a leer. Abuela Taylor. Gemminis. «Hoy os sentiréis en espléndida forma.
Están a la vista poderosas personas cuya posición social es extraordinariamente brillante.»
—«Portentosas» —corrigió la abuela Taylor—. No poderosas».
La abuela Valvona miró otra vez el periódico y leyó silabeando:
—«Po-de-ro-sas» —insistió.
La señorita Taylor no quiso insistir.
—Comprendo —dijo.
—¿Y bien? —exclamó la abuela Valvona—. ¿No ha sido una predicción perfecta? «Hoy os sentiréis en espléndida forma. Están a la vista personas extraordinariamente…» ¿No es verdad que el horóscopo anunciaba a su visitante, abuela Taylor?
—Sí, es verdad, abuela Valvona.
—En definitiva, una señora —sentenció la más bajita de las enfermeras, la cual no lograba comprender por qué la abuela Taylor había llamado con tanta seriedad a su visitante «doña Lettie». Sólo en broma, o bien en el cine, había oído hablar de «dama».
—Espere, enfermera, a que lea su horóscopo. ¿En qué mes nació?
—He de irme, abuela Valvoni. Está por ahí la encargada.
—No me llame Valvoni. Mi nombre es Valvona. Termina en «a».
—En «a» —repitió la enfermera, mientras desaparecía brincando.
—La abuela Taylor estaba hoy en espléndida forma —dijo doña Lettie a su hermano.
—¿Has ido a ver a la señorita Taylor? Eres muy buena —comentó Godfrey—. Pareces cansada. Confío en que no te habrás fatigado.
—Francamente, creo que de buena gana cambiaría mi lugar por el de la señorita Taylor. Hoy en día son verdaderamente personas muy afortunadas. Disfrutan de calefacción central, todo cuanto desean, mucha compañía.
—¿Está entre gente de buena posición?
—¿Quién… la Taylor? Verás, todas tienen aspecto floreciente y limpio. La Taylor siempre dice que está satisfechísima de todo, y precisamente creo que lo está.
—¿Conserva todas sus facultades?
Godfrey tenía la idea fija de los viejos y de sus facultades mentales.
—Ciertamente. Me ha preguntado por ti y por Charmian. Naturalmente, cuando se menciona a Charmian llora un poco. Es lógico. Estaba muy encariñada con Charmian.
Godfrey miró a su hermana con atención.
—Tienes el aspecto de no encontrarte bien, Lettie.
—¡Tonterías! Hoy me encuentro muy bien. Jamás me he sentido igual en mi vida.
—Creo que no deberías regresar a Hampstead —dijo él.
—Después del té. He decidido volver a casa después del té, y después del té me iré.
—Ha habido una llamada telefónica para ti —dijo Godfrey.
—¿Quién era?
—Otra vez ese tipo.
—¿De verdad? ¿Has avisado a la policía?
—Sí. Efectivamente, vendrán aquí esta tarde para tener cuatro palabras con nosotros. Están más bien perplejos sobre ciertos aspectos del caso.
—¿Qué ha dicho ese hombre? ¿Qué ha dicho?
—No te excites, Lettie. Sabes demasiado bien lo que ha dicho.
—Después del té, yo regreso a Hampstead —repitió Lettie.
—Pero la policía…
Charmian entró con vacilante paso.
—¡Ah, señorita Taylor!, ¿ha disfrutado con su paseo? Parece que está perfectamente hoy.
—La señora Anthony se retrasa con el té —dijo doña Lettie, apartando el sillón de manera que quedara de espaldas a Charmian.
—No deberías pasar la noche sola en Hampstead —machacó Godfrey—. Telefonea a Lisa Brooke y pídele que se quede contigo durante algunos días. La policía no tardará en detener a ese hombre.
—¡Al diablo Lisa Brooke! —profirió Lettie.
Una exclamación inquietante, si hubiese sido sincera, porque Lisa Brooke había muerto pocos minutos antes, como Godfrey leyó a la mañana siguiente en el obituario del «Times»,
Lisa Brooke murió a los setenta y tres años, después de su segundo ataque de apoplejía. Necesitó nueve meses para morir, y en realidad sólo un año antes de su muerte, sintiéndose empeorar, decidió cambiar de vida. Consciente de ser aún muy agradable, ofreció su decisión —la de permanecer soltera— al Señor, para quien ningún donativo, de cualquier clase que sea, es inaceptable.
Mientras tomaba asiento en un banco de la capilla del crematorio, Godfrey no pensó en que todos los presentes, excepto él, habían sido amantes de Lisa. Ni menos le pasó por la mente haberlo sido incluso él también. Efectivamente, no lo fue en tal o cual localidad inglesa, sino tan sólo en España y en Bélgica. Además, en este momento, estaba completamente ensimismado haciendo una estadística. Los presentes eran diez y seis. De un primer análisis resultaba que cinco eran parientes de Lisa. Entre los once restantes, Godfrey reconoció al abogado de Lisa, a su institutriz, al director de su banco. Lettie hacía poco que había llegado. Luego estaba él, Godfrey. Quedaban seis personas, y de éstas reconoció a una sola. Presumiblemente, todos habían sido parásitos de la difunta, y él estaba contento de que la fuente de dinero se hubiese secado. ¡Todos aquellos años de latrocinios a la luz del sol! «Un niño de seis años lo hubiera hecho mejor que tú», había repetido mil veces a Lisa, cuando ella desplegaba una de las pinturas, verdaderos ultrajes al arte, debidas a alguno de sus protegidos.
—Si hasta ahora no ha hallado su camino en la vida —le había dicho y más de una vez, refiriéndose al viejo Percy Mannering, el poeta—, ya no lo encontrará jamás. Eres una tonta, Lisa, permitiendo que se te beba la ginebra y te ladre sus versos al oído.