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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

Memento mori (10 page)

BOOK: Memento mori
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Festina, mox nox
[5]
, Wolfgang —citó Augusto cuando empezó a sonar el
Introitus
del Réquiem de Mozart. Normalmente, solo escuchaba su parte favorita:
Sequentia
, con «Dies irae», «Tuba mirum», «Rex tremendae maiestatis» y «Confutatis maledictis», pero era un día especial y le apetecía escucharlo entero.

La música, la lectura y sus bonsáis eran las únicas vías de escape que podían encontrar sus sentimientos para evadirse del campo de concentración en el que los tenía encerrados. Augusto se dedicaba al diseño gráfico como
freelance
, y trabajo no le faltaba a pesar de la crisis económica y del imparable aumento del desempleo que azotaba al país. Era la ocupación perfecta para él, y le permitía ganarse la vida desarrollando su capacidad creativa sin tener que compartir espacio de trabajo con otros miembros de su misma especie. Para eso no estaba preparado; para todo lo demás, sí.

Si su vida pudiera contarse en un libro, este tendría cinco capítulos bien diferenciados. El primero podría titularse «Los días ásperos». Gabriel —como se bautizó originariamente a la criatura— vino a este mundo el 22 de marzo de 1978 en el Hospital Clínico de Valladolid tras un parto de más de cinco horas en el que peligraron tanto las vidas de los gemelos como la de la propia madre, Mercedes. A su hermano, que habría llevado el nombre de Miguel, no pudieron salvarle y murió a las pocas horas de nacer. Según le contaron los servicios médicos a la madre, el cordón umbilical de Augusto se enredó en el cuello de su hermano y esto le provocó una insuficiencia respiratoria que no pudo superar. Cuando le enseñaron a Mercedes el cadáver del pequeño, se le endureció para siempre el corazón. Y mientras ella se debatía en el paritorio entre contracciones y dilataciones, el padre, Santiago, lo hacía en un bar de carretera de la N-601 entre «whiskycolas» y «roncolas». Padre e hijo tuvieron una relación más que efímera, ya que un sábado de abril de ese mismo año, el Generoso —como le conocían en el gremio por su empeño en repartir cuando estaba borracho— arrancó el camión para llevar una carga a Francia y no cruzar nunca más los Pirineos de vuelta. De esa forma, el pequeño Gabriel quedó bajo la tutela católicamente exacerbada de su madre, que estaba tejida por el desengaño y pespunteada de fracaso. Con muy pocos recursos económicos y muchas manías, Mercedes y Gabriel fueron saliendo adelante gracias a lo que ella denominaba «intervención divina», que no era otra cosa que la terrenal ayuda de algunas de sus vecinas del barrio de San Pedro Regalado. Los primeros años fueron terriblemente complicados; y los siguientes, más terribles que complicados. Aunque Mercedes nunca se lo confesó a nadie, en su fuero interno culpaba a Gabriel de la muerte de su hermano Miguel y del ulterior abandono del padre. No quiso quererle. Luego descubrió la forma de digerir su cólera: descargándola en las carnes de Gabriel. Con el tiempo logró especializarse haciéndolo con más frecuencia e intensidad, hasta que un juez decidió retirarle la custodia y la patria potestad. Finalmente, ella terminó en un psiquiátrico y Gabriel, con solo seis años, en un hogar infantil.

Los días pasaron de ser ásperos a raros. No tardó en ser adoptado por la familia Ledesma-Alonso, un matrimonio condenado a no tener descendencia que quería recorrer el terreno de la adopción por el camino más corto. Don Octavio Ledesma ocupaba por aquel entonces el cargo de delegado del Gobierno de Castilla y León, y recursos no le faltaban, de ningún tipo. La que se convertiría en su madre adoptiva, Ángela Alonso, se encargaba a diario del cuidado del nuevo miembro de la familia, porque el cariño lo reservaba para sus bonsáis. En ese período, aquel niño que estrenaba nuevo hogar supo enterrar su antiguo nombre, pero no su pasado. Una vez se hubo recuperado de los daños físicos, demostró que tenía una gran capacidad para el aprendizaje y don Octavio, adoptando el papel de un mecenas del Renacimiento, no escatimó recursos en su formación académica. Su padre adoptivo se responsabilizó personalmente de plantar y hacer crecer en Augusto el amor por la cultura clásica y la mitología. Así, durante su adolescencia, mientras los chicos y chicas de su edad disfrutaban descubriendo los placeres de la carne, él se dejaba seducir por los encantos de Herodoto, Polibio, Platón, Estrabón, Aristóteles, Plutarco, Hipócrates, Aristófanes, Cicerón, los Plinios, Tácito, Julio César y tantos otros a los que entregó su virginidad literaria. No fue hasta los dieciséis cuando empezó a tomar contacto con un mundo nuevo que parecía haber sido creado para él: Internet. Solo un año después ya se había dejado absorber por aquel universo en el que podía ser quien quisiera. Fue cuando apareció Orestes, y ya nunca se separaría de él. Sus excelentes calificaciones académicas en el colegio San José le permitían el acceso a cualquier plan de estudios universitarios, pero para entonces ya tenían claro que lo suyo eran las artes gráficas y que, para trazar el plan que estaban esbozando, debía marcharse fuera de España. Alejarse lo máximo posible de aquel entorno era el primer paso y estudiar una carrera en el extranjero podría ser la excusa perfecta. Este capítulo de su vida terminaría en el aeropuerto de Barajas, y en el JFK de Nueva York empezaría el tercero: «Los días oscuros».

Con tanto arrojo para marcharse como pánico a llegar, afrontó esta nueva etapa en compartida soledad. No le había resultado en absoluto complicado conseguir una plaza en la prestigiosa St. John’s University gracias a los contactos que su padre adoptivo tenía en ultramar. Fueron cuatro largos años de completo aislamiento en su piso de Martense Street, en pleno Brooklyn, en los que apenas se apeó de la música ni se despegó de los libros. Pasaba las horas muertas alternando las dosis de Depeche Mode con Charles Bukowski para luego descansar frente al ordenador. Rara vez salía de casa si no era absolutamente necesario; normalmente, para acudir a la universidad o hacer la obligada compra de subsistencia. En esta fase de su vida, se hizo con el dominio del diseño gráfico y del inglés, y se dejó dominar por su idiosincrasia y sus sombras. En la ciudad más cosmopolita del mundo, la cocaína y Orestes hicieron que despertara el otro Augusto, el siniestro álter ego que llevaba latente en su interior y de cuya existencia apenas había tenido muestras hasta entonces. Al principio, se manifestaba mediante macabras ilusiones que invadían su subconsciente. Con el tiempo, empezó a generarle frenéticos episodios de ansiedad que tuvo que aprender a manejar aliviándose con algunos animales callejeros o con la placentera contemplación de la voracidad de las llamas. Una vez pseudocontrolados tales impulsos, su pasajero interno fue evolucionando en el convencimiento de que era distinto a los demás; era superior y debía demostrárselo al mundo entero a través de su obra. Ese sería su legado. En la lista de necesidades de Augusto, el contacto con otras personas era tan prescindible como insatisfactorio. Una vez al año, sus padres viajaban para estar con él durante un par de semanas en las que aprovechaba para hacer turismo, esforzándose al máximo por fingir que era una persona normal. Fueron largos meses de introspección evolutiva en los que se descubrió a sí mismo y aprendió a quererse. Años duros de sacrificio y aprendizaje de los que, a pesar de todo, Augusto guardaba cierto sabor dulce gracias a que fue durante aquella etapa cuando tomó conciencia de que la música podía llegar a ser tan importante para él como la literatura, pero, sobre todo, porque fue entonces cuando Orestes contactó con la persona que necesitaban para llevar a buen puerto su obra: Pílades.

«Los días azules» amanecieron con la licenciatura en el bolsillo y un billete de regreso a España. Tras dos meses de encierro voluntario en el flamante chalé del barrio de Covaresa de los que le sobraron cincuenta y nueve días, se matriculó en un posgrado de diseño gráfico adaptado a las nuevas tecnologías para estudiantes extranjeros en la Freie Universität de Berlín. Esta etapa fue, sin lugar a dudas, la más enriquecedora de su vida; un auténtico renacimiento. Y buena parte de culpa de todo ello la tuvo Pílades, su jardinero; la persona que, a través de Orestes, le entregó la fórmula, plantó la semilla y la hizo crecer. Augusto se obcecó en aprender alemán por su cuenta, a pesar de que todas las asignaturas se cursaban en inglés. Para ello, hizo el esfuerzo de salir a la calle con mucha más frecuencia de lo que en él era habitual con el único propósito de comunicarse. Siendo un devorador compulsivo de libros, incluso se atrevió a hincarle el diente a la literatura alemana. Probó con la novela contemporánea para terminar empachándose, en la medida en la que mejoraba su capacidad de comprensión, con la obra de autores como Goethe y Nietzsche, pero principalmente con la de Franz Kafka. Con este sobrepasó lo obsesivo y, empujado por Pílades como parte de la «terapia», se atrevió a desmenuzar un autor con el que todavía no había podido enfrentarse. Se sentía tan plenamente identificado con su lucha por resolver sus permanentes conflictos internos que leer a Kafka era como si alguien hubiera descifrado su mente y la hubiera expuesto al conocimiento del mundo entero. El rechazo a lo socialmente establecido, la angustia provocada por las relaciones afectivas y la necesidad de aislamiento eran sensaciones de las que Augusto podía hablar en primera persona. Toda su obra completa fue pasto de su voracidad literaria. Consideraba
La metamorfosis
como su Biblia, y a Kafka como su evangelista. El único tatuaje que lucía en su cuerpo era precisamente la primera frase de aquel libro, escrita en alemán y con tipografía gótica:

Als Gregor Samsa eines Morgens aus unruhigen Traumen erwachte
fand er sich in seinem Bett zu einem ungeheueren Ungeziefer berwandelt
[6]

Veinte palabras que le adornaban la piel de la espalda en dos líneas, de hombro a hombro.

De todos modos, no fue con los libros sino a través de la música como consiguió hacerse definitivamente con el idioma. Udo Lindenberg le abrió las puertas. Luego, le siguieron otros grupos de rock, metal o gothic, como Subway to Sally, Die Apokalyptischen Reiter, Darkseed y, por supuesto, Rammstein, el primer grupo que presenció en directo en el Volkspark Wuhlheide de Berlín y que supuso un hito imborrable en la vida de Augusto. Así, gracias a su constancia, buceando en los libros y al ritmo de la música, logró mantener una conversación en alemán en menos de un año, y llegó a ser capaz de comunicarse por escrito con soltura durante su segundo año de estancia.

Pero en Alemania no solo aprendió el idioma y perfeccionó el manejo de todas las herramientas de diseño existentes en aquel momento. Principalmente, tal y como tenían previsto, Orestes aprovechó esos tres años para profundizar en las entrañas de Internet. Ese era, precisamente, el verdadero motivo de su estancia en aquel país. Sus conocimientos previos en informática, adquiridos de forma autodidacta durante años, le permitieron entrar en contacto con agrupaciones que abogaban por el flujo de información libre en la red. Poco tardó en conectar, en el seno de esos grupos, con algunos miembros que iban más allá del simple deseo de compartir información. Estas asociaciones estaban formadas por individuos que eran los herederos de aquellas generaciones que, a finales de la década de 1970, intentaron dinamitar las normas establecidas y se saltaron las barreras de Internet. Todo aquello cristalizó en 1981, año en el que surgió en Berlín un movimiento denominado Chaos Computer Club, especializado en el
hacking
[7]
y que llegó a reunir a más de cuatro mil miembros. De aquel germen de cultivo surgieron
crackers
[8]
de talla internacional que, envueltos en la atmósfera de la Guerra Fría, terminaron trabajando para los servicios de espionaje del KGB. Fueron los casos de Markus Hess, Heinrich Hübner y el gran Karl Koch, conocido como Hagbard Celine —seudónimo que tomó del personaje principal de la trilogía
Los Illuminati
—, considerado el padre de los «troyanos»
[9]
. Koch fue capaz de violar la seguridad de la CIA para vender información militar de alto valor al KGB y, aunque aquello le costaría la vida, inspiró a muchos otros jóvenes a seguir el camino que él emprendió.

Cuando Orestes planificó todo, sabía que no le resultaría sencillo alcanzar su meta siendo un
newby
[10]
. Por eso, tuvo mucha precaución en cada paso que daba para evitar ser considerado un
lammer
[11]
y, para ello, trazó una estrategia parasitaria que consistía en absorber los conocimientos de otros miembros con un nivel superior al suyo. Como una rémora, navegaba simbiotizado junto a esos expertos durante el tiempo que necesitaba hasta alcanzar un nivel de confianza suficiente como para extraer lo que le interesaba de su huésped. Todo ello sin generar conflictos. Su habilidad para embaucar le ayudó a acercarse a programadores, analistas de sistemas,
copyhackers
[12]
, desencriptadores, especialistas en ingeniería inversa,
phreakers
[13]
y toda la fauna de
hackers
que habitaba en la jungla de Internet. Su enorme capacidad de aprendizaje hizo el resto. De forma progresiva y gracias a su tenacidad, consiguió que subiera su estatus y prestigio en la comunidad bajo el
nick
de Orestes. En aquellos años, dedicaba más de diez horas diarias delante de su iMac a aumentar su red de contactos; los estimulantes le resultaron de gran ayuda. Tras muchos meses adquiriendo el conocimiento necesario, decidió dar el siguiente paso: crear su propio grupo. Por motivos de seguridad, buscó instituir algo muy reducido y elitista. De ese modo, junto a otros tres especialistas en un área concreta, formaron Das Zweite Untergeschoss
[14]
. Entre ellos solo se conocían por sus
nicks
y sus especialidades. Hansel era el programador más capacitado de todos, y en su currículum de
malware
[15]
infeccioso figuraban proezas tales como haber creado varios virus residentes e iWorms, como el Randex V2.0. Orestes sospechaba que Hansel era uno de esos a los que se les conocía como
grey hat
, un especialista cualificado y bien remunerado que, en ocasiones, se pasaba al lado oscuro simplemente por satisfacer su ego personal. Skuld era el
cracker
del grupo, especialista en saltarse cualquier sistema de seguridad gracias a su inmensa facilidad para la desencriptación. Tuvo el detalle de desarrollar un
spyware
[16]
con el nombre SpyDZU —con las iniciales del grupo— que regaló al resto de los miembros en el quinto aniversario de la creación de Das Zweite Untergeschoss, y que con el tiempo resultó ser de gran utilidad. Por último, Erdzwerge era el más peligroso —o, mejor dicho, peligrosa— del grupo; todos coincidían en que se trataba de una mujer, aunque ninguno podía asegurarlo a ciencia cierta. Su especialidad era el
malware
oculto, «troyanos»,
rootkits
[17]
y
backdoors
[18]
. Orestes no alcanzaba, ni de lejos, el nivel de especialización de sus compañeros, pero su extensa red de contactos y la buena relación que mantenía con otras asociaciones de
hackers
le hizo indispensable para el buen funcionamiento del grupo. Actuaba como engranaje y catalizador, planificando acciones que mantenían alimentada la necesidad del grupo de sentirse vivos en la red. Normalmente, no emprendían actividades delictivas. Solo en una ocasión, afincado de nuevo en España en el año 2006, se vieron en la necesidad de dar una lección a Deutsche Telekom como escarmiento por el injusto despido del padre de Erdzwerge. A los dos meses, el hombre murió de un ataque al corazón y decidieron tomar cartas en el asunto. Orestes planificó todo en tres semanas de entrega absoluta y, tras ejecutarse con éxito, los datos personales de diecisiete millones de clientes terminaron en manos de Das Zweite Untergeschoss. El ataque provocó pérdidas de casi quince millones de euros a la multinacional alemana, contando las bajas de muchos de sus usuarios que provocaron el desplome de sus acciones en la Bolsa. El grupo no pidió nada a cambio por no difundir los datos robados; de hecho, el fichero se destruyó de común acuerdo unas semanas más tarde. Simplemente, se buscaba castigar a la empresa, y se consiguió.

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