Mi último suspiro (34 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Mi último suspiro
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En los años treinta, con Pepín Bello y otro amigo, Luis Salinas, capitán de Artillería, solíamos ir con frecuencia a la sierra de Guadarrama en invierno. A decir verdad, lejos de practicar los deportes de nieve, nos encerrábamos nada más ¡legar en nuestro refugio, en torno a un buen fuego de leña y con varias botellas al alcance de la mano. De vez en cuando, salíamos para respirar durante unos minutos, con la bufanda bien subida hasta la nariz, como Fernando Rey en
Tristana
.

Naturalmente, los alpinistas no sentían más que desprecio hacia nuestra actitud.

No me gustan los países cálidos
, consecuencia lógica de lo que antecede.

Si vivo en México, es por casualidad. No me gustan el desierto, la arena, la civilización árabe, la india ni, sobre todo, la japonesa. En eso no soy un hombre de mi tiempo. En realidad, sólo soy sensible a la civilización grecorromana, en la que he crecido.

Adoro los relatos de viajes por España
escritos por viajeros ingleses y franceses en los siglos XVIII y XIX. Y, ya que estamos en España,
me gusta la novela picaresca
, especialmente
El lazarillo de Tormes
,
El Buscón
, de Quevedo, y
Gil Blas
. Esta última novela es obra de un francés, Lesage, pero, excelentemente traducida en el siglo XVIII por el padre Isla, se ha convertido en una obra española. A mi juicio, representa exactamente a España. La habré leído una docena larga de veces.

No me gustan mucho los ciegos
, como la mayoría de los sordos. Un día, en México, vi a dos ciegos sentados juntos. El uno estaba masturbando al otro.

Me sentí un tanto sorprendido por la escena.

Todavía me pregunto si, como se dice, los ciegos son más felices que los sordos, No lo creo. Conocí, no obstante, a un ciego extraordinario que se llamaba Las Heras. Habiendo perdido la vista a la edad de dieciocho años, intentó en varias ocasiones suicidarse y sus padres hicieron cerrar con candados las contraventanas de su habitación.

Después de lo cual se acostumbró a su nuevo estado, En los años veinte se le veía con frecuencia en Madrid. Acudía todas las semanas al café «Pombo», en la calle Carreras, donde tenía su tertulia Gómez de la Serna. Escribía un poco. Por la noche, cuando nos dedicábamos a callejear, venía con nosotros.

Una mañana, en París, cuando yo vivía en la plaza de la Sorbona, llaman a la puerta. Abro. Es Las Heras. Muy sorprendido de verle allí, le hago pasar.

Me dice que acaba de llegar y que está en París por asuntos de negocios, completamente solo. Su francés es espantoso. Me pregunta si puedo llevarle hasta una parada de autobús. Le acompaño, y le veo alejarse, completamente solo en una ciudad que no conoce y que no ve. Aquello me pareció increíble. Un ciego prodigio.

Entre todos los ciegos del mundo, hay uno que no me agrada mucho, Jorge Luis Borges. Es un buen escritor, evidentemente, pero el mundo está lleno de buenos escritores. Además, yo no respeto a nadie porque sea buen escritor.

Hacen falta otras cualidades. Y Jorge Luis Borges, con quien estuve dos o tres veces hace sesenta años, me parece bastante presuntuoso y adorador de sí mismo. En todas sus declaraciones percibo un algo de doctoral (sienta cátedra) y de exhibicionista. No me gusta el tono reaccionario de sus palabras, ni tampoco su desprecio a España. Buen conversador como muchos ciegos, el premio Nobel retorna siempre como una obsesión en sus respuestas a los periodistas.

Está completamente claro que sueña con él.

Yo sitúo frente a la suya la actitud de Jean-Paul Sartre, que, cuando la Academia sueca le otorgó el galardón, rechazó el título y el dinero. Cuando, leyendo un periódico, tuve conocimiento de este gesto, envié inmediatamente un telegrama a Sartre, con mi felicitación. Me sentía muy impresionado.

Naturalmente, si estuviese de nuevo con Borges, quizá cambiaría totalmente de opinión respecto a él.

No puedo pensar en los ciegos sin recordar una frase de Benjamin Péret (cito de memoria, como en todo lo demás): «¿Verdad que la mortadela está fabricada por ciegos?» Para mí, esta afirmación, en forma de pregunta, es tan verdadera como una verdad del Evangelio. Por supuesto, algunos pueden encontrar absurda la relación entre los ciegos y la mortadela. Para mí, es el ejemplo mágico de una frase totalmente irracional que queda brusca y misteriosamente bañada por el destello de la verdad.

Detesto el pedantismo y la jerga
. A veces, he llorado de risa al leer ciertos artículos de los Cahiers du Cinéma. En México, nombrado presidente honorario del Centro de Capacitación Cinematográfica, escuela superior de cine, soy invitado un día a visitar las instalaciones. Me presentan a cuatro o cinco profesores.

Entre ellos, un joven correctamente vestido y que enrojece de timidez.

Le pregunto qué enseña. Me responde: «La semiología de la imagen clónica.» Lo hubiera asesinado, El pedantismo de las jergas, fenómeno típicamente parisiense, causa tristes estragos en los países subdesarrollados. Es un signo perfectamente claro de colonización cultural.

Detesto a muerte a Steinbeck
, en particular a causa de un artículo que escribió en París. Contaba —seriamente— que había visto a un niño francés pasar ante el Palacio del Elíseo con una barra de pan en la mano y presentar armas con ella a los centinelas. Steinbeck encontraba este gesto «conmovedor».

La lectura del artículo me encolerizó. ¿Cómo se puede tener tan poca vergüenza? Steinbeck no sería nada sin los cañones americanos. Y meto en el mismo saco a Dos Passos y Hemingway. ¿Quién les leería si hubiesen nacido en Paraguay o en Turquía? Es el poderío de un país lo que decide sobre los grandes escritores. Galdós novelista es con frecuencia comparable a Dostoievski. Pero, ¿quién le conoce fuera de España?

Me gustan el arte románico y el gótico
, en particular las catedrales de Segovia, la de Toledo, iglesias que son todo un mundo viviente.

Las catedrales francesas no poseen más que la fría belleza de la forma arquitectónica.

Lo que me parece incomparable en España es el retablo, espectáculo de meandros casi infinitos en donde la fantasía se pierde en las sinuosidades minuciosas del barroco.

Me gustan los claustros
, con una ternura especial para el claustro de El Paular. De todos los lugares entrañables que he conocido, éste es uno de los que más íntimamente me llegan.

Cuando trabajábamos en El Paular con Carrière, casi todos los días, a las cinco, íbamos a meditar allí. Es un claustro gótico bastante grande. No se halla rodeado de columnas, sino de edificaciones idénticas que ofrecen altas ventanas ojivales cerradas con viejos postigos de madera. Los tejados visibles están cubiertos por tejas romanas. Las tablas de los postigos están rotas, y crece la hierba en los muros. Hay allí un silencio de épocas pasadas.

En el centro del claustro, sobre una pequeña construcción gótica que cubre a los bancos de piedra, hay un reloj de luna. Los monjes lo presentan como una rareza, indicio de la claridad de las noches.

Viejos setos de boj corren entre desmochados cipreses que tienen siglos de edad.

Tres tumbas colocadas una al lado de otra nos atraían en todas las visitas.

La primera, la más majestuosa, alberga los venerables restos de uno de los superiores del convento, y ello desde el siglo XVI. Sin duda, había dejado algún feliz recuerdo.

En la segunda están enterradas dos mujeres, madre e hija, muertas en un accidente de automóvil acaecido a unos centenares de metros del convento.

Como nadie reclamó sus cadáveres, se les hizo sitio en el claustro.

Sobre la tercera tumba —una piedra muy sencilla, cubierta ya por la hierba seca— se halla inscrito el nombre de un norteamericano. El hombre que reposa bajo esta piedra, nos contaron los monjes, era uno de los consejeros de Truman en el momento de la explosión atómica de Hiroshima. Como muchos de los que participaron en esta destrucción, el piloto del avión, por ejemplo, el americano fue presa de perturbaciones nerviosas. Abandonó su familia, su trabajo, huyó y pasó algún tiempo vagando por Marruecos. Desde allí, pasó a España. Una noche llamó a la puerta del convento. Viéndolo agotado, los monjes le recogieron. Murió una semana después.

Un día, los monjes nos invitaron a Carrière y a mí —residíamos en el hotel contiguo— a almorzar en su gran refectorio gótico. Fue una comida bastante buena con cordero y patatas, en el curso de la cual estaba prohibido hablar.

Uno de los benedictinos leía a algún padre de la Iglesia. En compensación, después de comer, pasamos a otra estancia, con televisión, café y chocolatinas, y allí hablamos abundantemente. Estos monjes, gentes muy sencillas, fabricaban queso y ginebra (este último producto les fue prohibido, pues no pagaban impuestos) y, los domingos, vendían a los turistas tarjetas postales y bastones tallados. El superior conocía la reputación diabólica de mis películas, pero se limitó a sonreír. Nunca iba al cine, me dijo, casi excusándose.

Siento horror a los fotógrafos de Prensa
. Dos de ellos me asaltaron literalmente un día que paseaba por la carretera, no lejos de El Paular. Evolucionando a mi alrededor, no cesaban de ametrallarme, pese a mi deseo de estar solo. Yo era ya demasiado viejo para darles un escarmiento. Lamenté no ir armado.

Me gusta la puntualidad
. A decir verdad, es una manía. No recuerdo haber llegado tarde ni una sola vez en mi vida. Si llego con anticipación, me quedo paseando ante la puerta a la que debo llamar hasta que sea la hora exacta.

Me gustan y no me gustan las arañas
. Se trata de una manía que comparto con mis hermanos y mis hermanas. Atracción y repulsión a la vez. En el transcurso de las reuniones familiares, podemos estarnos horas enteras hablando de arañas. Meticulosas y terroríficas descripciones.

Adoro los bares, el alcohol y el tabaco, pero se trata de un terreno tan primordial que le he consagrado todo un capítulo.

Siento horror a las multitudes
. Llamo multitud a toda reunión de más de seis personas. En cuanto a las inmensas concentraciones de seres humanos — recuerdo una famosa fotografía de Weegee mostrando la playa de Coney Island en un domingo—, son para mí un verdadero misterio que me inspira terror.

Me gustan las pequeñas herramientas
, alicates, tijeras, lupas, destornilladores.

Me acompañan a todas partes tan fielmente como mi cepillo de dientes.

Las coloco cuidadosamente ordenadas en un cajón y me sirvo de ellas.

Me gustan los obreros
, admiro y envidio su habilidad.

Me gustan
Senderos de gloria
, de Kubrick,
Roma
, de Fellini,
El acorazado Potemkin
, de Eisenstein,
La grande bouffe
, de Marco Ferreri, monumento hedonista, gran tragedia de la carne,
Goupi, mainsrouges
, de Jacques Becker, y
Juegos prohibidos
, de René Clément. Me gustaron mucho (ya lo he dicho) las primeras películas de Fritz Lang, Buster Keaton, los hermanos Marx,
El Manuscrito encontrado en Zaragoza
, novela de Potocky y película de Has, película que he visto tres veces, lo cual es excepcional y que encargué a Alatriste comprar para México a cambio de
Simón del desierto
.

Me gustan mucho las películas de Renoir hasta la guerra, y
Persona
, de Bergman. De Fellini me gustan también
La strada
,
Las noches de Cabiria
,
La dolce vita
. No he visto
I Vitelloni
, y lo siento. En cambio, en
Casanova
me salí mucho antes del final.

De Vittorio de Sica me gustaron mucho
Sciuscia
(
El limpiabotas
),
Umberto D
y
Ladrón de bicicletas
, en la que consiguió convertir un instrumento de trabajo en protagonista. Es un hombre al que conocí y de quien me sentía muy próximo.

Me han gustado mucho las películas de Eric von Stroheim y de Sternberg.

Las noches de Chicago
me pareció soberbia en su época.

He detestado
De aquí a la eternidad
, melodrama militarista y nacionalista que conoció, ay, un gran éxito.

Me gustan mucho Wajda y sus películas
. No le he conocido personalmente, pero hace tiempo, en el festival de Cannes, declaró públicamente que mis primeras películas le hicieron desear hacer cine. Eso me recuerda mi propia admiración por las primeras películas de Fritz Lang, que decidieron mi vida.

Hay algo que me conmueve en esta continuidad secreta que va de una película a otra, de un país a otro. Un día, Wajda me mandó una tarjeta postal firmada irónicamente: «Su discípulo.» En su caso, ello me conmueve tanto más cuanto que las películas que he visto de él me han parecido admirables.

Me gustaron
Manon
, de Clouzot, y
Atalante
, de Jean Vigo. Visité a Vigo durante el rodaje. Recuerdo de un hombre físicamente muy débil, muy joven y muy afable.

Entre mis películas favoritas, situaré la inglesa
Dead of night
, conjunto delicioso de varias historias de terror,
Sombras blancas en los mares del Sur
, que me pareció muy superior al
Tabú
, de Murnau. Me entusiasmó
Portrait of Jenny
, con Jennifer Jones, obra desconocida, misteriosa y poética. Declaré en alguna parte mi cariño a esta película, y Selznick me escribió para darme las gracias.

Detesté
Roma, ciudad abierta
, de Rossellini. El contraste fácil entre el cura torturado en la habitación contigua y el oficial alemán que bebe champaña con una mujer sobre las rodillas me pareció un procedimiento repugnante.

De Carlos Saura, aragonés como yo, a quien conozco hace tiempo (incluso consiguió hacerme interpretar un papel de verdugo en su película
Llanto por un bandido
), me gustaron mucho
La caza
y
La prima Angélica
. Es un cineasta al que soy generalmente muy sensible, con algunas excepciones, como
Cría cuervos
. No he visto sus dos o tres últimas películas. Ya no veo nada.

Me gustó
El tesoro de Sierra Madre
, de John Huston, que se rodó muy cerca de San José Purúa. Huston es un gran director y un personaje muy exuberante.

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