Volvió a prestar atención a la conversación en el baño.
—¿Por ejemplo?
—No sé... Simplemente fuera, para no estar siempre aquí.
El grifo ya había dejado de vomitar agua en la bañera. Por los sonidos que acompañaban a las voces, parecía que estaban enjabonándose recíprocamente, abandonados jueguecitos infantiles. Cillian se acercó a la puerta del baño.
—Bueno, para mí «aquí» no es habitual... No vivo aquí, ¿recuerdas?
—Va..., sé bueno. Mary me ha dicho que en Adirondack estuvieron de maravilla. Alquilaron una cabaña en Lake Placid... Imagínate nosotros dos solitos, delante de un lago...
—Ya nos veo... Con un frío que pela y yo intentando cortar leña en un bosque cubierto de nieve mientras tú te peleas con un alce que se empeña en entrar en la cabaña...
Desde lejos, divisó sus cosas en el dormitorio. Mark había cogido todos los objetos de debajo de la cama y los había puesto encima de la cama, al lado de la bolsa de deporte, vacía.
—Qué bobo eres... ¿Entonces?
Respiró hondo y se lanzó. Su personal y metafórico
parkour
. Pasó delante de la puerta del baño sin mirar al interior, simplemente animado por la esperanza de que no le vieran. Y así ocurrió, a juzgar por la tranquilidad con que Mark y Clara continuaron su conversación.
—Entonces... haremos lo de siempre.
—¿Eso qué quiere decir?
Cillian buscó en un bolsillo interior de su bolsa. Encontró las llaves de su estudio. Dio el cambiazo. Dejó su juego sobre la cama, y guardó en su bolsillo las llaves del 8A.
No podría entrar en su estudio, pero evitaría que Clara y Mark descubrieran que las llaves del 8A se habían quedado inexplicablemente en el interior de su apartamento, cerrado con doble candado. La estrategia de Cillian preveía salir de allí cuanto antes llevándose únicamente las pruebas más comprometedoras. Regresaría más tarde para reclamar su material de fumigación, olvidado en el piso. Era una justificación plausible, sobre todo teniendo en cuenta el adelantado regreso de Clara.
—Quiere decir que haremos lo que tú quieras, como siempre.
—¡Eres tan mono...! —exclamó, feliz, Clara.
—Pero tienes que prometerme una cosa.
Buscó la libreta. No la encontró ni por el suelo, ni encima de la cama, ni dentro de la bolsa. Miró alrededor, nervioso. Tampoco sobre las mesillas de noche. Se agachó. Tampoco debajo de la cama o del armario.
—Antes iremos a ver a otro médico. La alergia, el trastorno del sueño, ahora estos mareos... No es normal, Clara... Estoy preocupado.
Consideró la hipótesis de que Mark se la hubiese llevado al baño para pasar un buen rato de lectura. Era posible, pero no le convencía. De momento prefirió descartarla, también porque, de ser cierta, requeriría una misión aún más arriesgada, si no prácticamente imposible: entrar en el baño arrastrándose por el suelo y hacerse con el cuaderno sin ser visto.
Volvió a comprobar que la libreta no estuviera en algún sitio que no hubiera explorado. Abrió con mucho sigilo los cajones de las mesillas de noche. Inspeccionó el interior del armario. Revisó incluso el bolso de Clara, abandonado en una silla. Pero no tuvo éxito.
Procedió entonces a reconstruir mentalmente los hechos. La última vez que había visto la libreta estaba en las manos de Mark. Pero cuando Mark fue al salón a buscar el gel no la llevaba consigo. En el dormitorio estaba en pijama; en el salón, medio desnudo. Ahí se abría una eventualidad nada improbable. Y acertó. El pijama de Mark, tirado en el suelo. Su libreta negra estaba, doblada y guardada en el bolsillo trasero.
—Hecho. ¡Qué guay, Mark! Siempre consigues hacerme feliz.
Cillian pensó que eso no tenía ningún mérito. Lo difícil, con Clara, era entristecerla. Pero ahora tenía otras cosas en que pensar. Guardó la libreta debajo de sus pantalones. El ancho del chándal la cubriría sin generar sospechas.
—He visto las fotos de Mary y de verdad que ese sitio es una pasada. Lo pasaremos muy bien.
—Claro que sí.
La misión estaba parcialmente cumplida. Se quitó el papel mojado de alrededor de los zapatos, pues ya había hecho su función, y se lo guardó en los bolsillos.
Regresó al pasillo. Entre él y la puerta que daba al exterior había menos de diez metros. Los últimos diez metros antes de salir de esa pesadilla. Tenía que pasar una vez más delante de la puerta del baño. Después de eso no habría más obstáculos. Respiró hondo y, de nuevo, se lanzó.
—Con vistas a un lago helado, al atarde...
—¡Eh! —el potente grito de Mark hizo callar a la chica y dio un empujón virtual a Cillian. El portero echó a correr hacia la puerta.
En el baño, el sonido de un cuerpo que salía del agua. Un choque seco contra el marco de la puerta del baño. Pasos cada vez más cercanos.
La voz preocupada de Clara:
—¿Qué pasa, Mark? ¿Qué has visto?
Cillian abrió la puerta.
—¡Quieto ahí! —Mark se le echó encima, y cerró la puerta de un manotazo.
Cillian volvía a estar atrapado en el interior del apartamento.
Se dio la vuelta. Mark, desnudo y mojado, lo miraba con una expresión amenazante y los puños cerrados en pose de boxeador. Parecía seguro en esa postura; un tío capaz de pegar a quien fuera sin problema. Cillian descartó cualquier opción de enfrentamiento físico.
Mark le acorraló:
—¿Qué coño haces aquí? —gritó.
Cillian le miró asustado.
—¿Qué-qué ha-hace usted aquí? —tartamudeó—. Ésta no es su casa...
Mark le empujó violentamente contra la pared. Le cogió por los hombros, inmovilizándole. Acercó su rostro al suyo.
—¿Quién coño eres? ¿Cómo has entrado?
Cillian enseñó lo que tenía en la mano.
—Con las llaves.
Bajó la mirada, parecía muy asustado, tal vez demasiado para que su reacción pasara por sincera. Se dio cuenta de que estaba sobreactuando y recondujo su conducta. Volvió a tartamudear:
—V-voy a lla-llamar a la policía. Le advierto. Voy a llamar a la policía.
Mark le dio otro empujón contra la pared.
—¿Qué coño dices? ¡Yo voy a llamar a la policía, capullo!
—¿Cillian? —Por fin Clara llegó al salón, envuelta en un albornoz.
El portero puso su mejor cara de sorpresa.
—Señorita King, ¿estaba en casa?
Mark miró sorprendido a su chica.
—¿Le conoces?
—Es... es el portero.
Mark le miró fijamente. Al rato, le soltó. Relajó su cuerpo pero mantuvo su mirada agresiva.
—¿Qué haces aquí, Cillian? —preguntó Clara, que aún no se había recuperado del susto.
Cillian se mostró extremadamente mortificado.
—Disculpe, no sabía que estaba en casa. A esta hora normalmente está en el trabajo...
—Me he tomado un día de vacaciones... Pero eso no te da derecho a...
—Pensaba decírselo esta mañana, pero no la vi en el vestíbulo y pensé que había salido mientras yo había ido a buscar mi café... —Esbozó una sonrisa para limar la tensión que reinaba en el ambiente—. Resulta que anoche me olvidé la bolsa de las herramientas en el dormitorio... y, lo que es peor, creo que también las llaves del piso de la señora Norman. —Mark y Clara le miraban muy serios—. En fin, espero que estén allí, porque si no es que las he perdido y me habré metido en un buen lío.
La pareja intercambió una mirada. Sus rostros seguían tensos. Al poco, Clara liberó el aire que tenía retenido en los pulmones y sus labios se arquearon y dibujaron una sonrisa; la primera sonrisa bien recibida por el portero.
—Cillian, por Dios, no sabes el susto que nos has dado.
Mark, por el contrario, seguía mirándole con cara de pocos amigos.
—Aun así, no puedes entrar sin permiso en un apartamento.
—Tiene usted toda la razón del mundo... y lo siento mucho, de verdad. Es que la señora Norman reclamaba su copia de las llaves... y yo no quería admitir que las había perdido. —Simuló total preocupación—. Podrían despedirme, ¿sabe? —Volvió a sonreír y añadió—: Por otro lado, últimamente he pasado mucho tiempo aquí, fumigando y reordenándolo todo, y... pensé que a la señorita no le molestaría demasiado que entrara una vez más.
—Pues pensaste mal —atacó Mark.
Pero Clara se mostró conciliadora.
—Las llaves están aquí. Las hemos encontrado. No te preocupes.
—No sabe qué alegría me da, señorita. Ya me veía en la calle...
Clara volvió a soltar sonoramente el aire para liberarse de cualquier mala vibración y regresó al dormitorio. Cillian y Mark se quedaron en el salón, el uno delante del otro. Cillian, con su pantalón de chándal y su camiseta de tirantes. Mark, desnudo pero amenazante.
—Vaya susto nos hemos dado —comentó el portero, y se permitió añadir una broma—: Menos mal que no va usted armado. —A Mark no pareció hacerle ninguna gracia. Cillian prosiguió—: ¿Se va a quedar unos días?
Pero Mark no estaba por la labor de seguirle la corriente. Le repasó de arriba abajo con la mirada. Se fijó en el papel higiénico que le salía de los zapatos.
—¿Por qué estás mojado?
Cillian contestó rápido.
—Acabo de reparar una tubería averiada en el quinto y... un desastre.
Desde el dormitorio llegaba el ruido de los objetos metálicos que Clara iba metiendo en la bolsa.
—¿Utilizas esa bolsa como caja de herramientas? ¿Y para qué llevas jeringuillas?
—Son para las carcomas... para inyectar el veneno en los agujeros de la madera... Y sí, me gusta más esa bolsa que una caja de metal... es más práctica... Pero bueno, imagino que eso es cuestión de gustos.
Mark no parecía convencido. Clara llegó cargando con esfuerzo la bolsa de Cillian. Ofreció una toalla a Mark.
—Toma, cariño, ponte algo... Esta situación es un poco ridícula... Tú desnudo y él con esa pinta. —Se dio cuenta de que había metido la pata. Intentó arreglarlo—: Con esa pinta de deportista. —Cillian, para tratar de enmendarse un poco, arrugó el papel de váter en su bolsillo y se atusó el pelo. Clara alargó la mano hacia él—. Tus preciadas llaves.
—Muchas gracias, señorita, de verdad. Vuelvo a nacer, créame. —La miró—. Parece que tiene usted mejor aspecto.
—Sí, estos días que he pasado fuera me han sentado bien...
—Bueno —intentó despedirse Cillian—, siento de verdad el susto. Si les sirve de consuelo, cuando me di cuenta de que había alguien en casa también yo me aterroricé... pero no soy tan valiente como usted —dijo mirando a Mark— y pensé en escapar primero y dar la alarma después.
—Cillian, tienes que decirme lo que te debo por la fumigación y... —miró alrededor— por todo. El piso está impecable. Has hecho mucho más de lo que debías...
Esperaba una respuesta. Cillian meditó mirando alternativamente a Mark y a Clara.
—Le propongo un trato. Nada por la fumigación. Y el malentendido de las llaves de la señora Norman queda entre nosotros.
Clara y Mark volvieron a mirarse.
—No te preocupes por eso —le aseguró Clara—. Pero quiero pagarte el trabajo que has hecho. Dios sabe cuánto tiempo le has dedicado...
—Estamos en paz. —Cillian cogió su bolsa y estrechó la mano a Clara—. Muchas gracias, señorita King, y bienvenida de nuevo a casa. —Después cogió la mano de Mark—. Y a usted. Siento que nos hayamos conocido de esta forma, pero nos llevaremos bien. Ya lo verá. —Abrió la puerta y salió al pasillo—. Que tengan un buen día.
Caminó rápido hacia los ascensores. La puerta del 8A seguía abierta. No necesitaba girarse para percibir la mirada llena de sospechas de Mark. Imaginaba el rostro del hombre acercándose al de Clara y susurrar: «Ese tío no me gusta nada».
No iba desencaminado. No supo si Mark susurró algo o no a su chica. Pero, antes de que Cillian llegara a los ascensores, su voz retumbó por el pasillo:
—Eh, portero... ¿Cómo conseguiste quitar el pestillo?
Se quedó parado en el pasillo. Se dio la vuelta despacio. En el umbral sólo estaba Mark; Clara había desaparecido en el interior del piso. Cillian ladeó la cabeza, como si intentara recordar, y soltó con la mayor naturalidad:
—No había ningún pestillo, señor. He abierto la puerta con mis llaves y he entrado.
A esa distancia no pudo percibir la expresión con la que Mark recibía y procesaba esa respuesta. Las puertas del ascensor se abrieron delante de él. Cillian se metió dentro.
En cuanto las puertas se cerraron, se agachó, martirizado por el dolor punzante en la frente. «La cabeza me va a explotar. Necesito subir a la azotea y acabar ya con todo esto...»
El ascensor se puso en movimiento sin que él hubiera apretado ningún botón. Pero en lugar de subir... bajó.
Las puertas del ascensor se abrieron después de un recorrido más breve de lo esperado. Aún agachado en el suelo, con la cabeza entre las manos, percibió la silueta de un vecino que entraba decidido en el habitáculo pero, al darse cuenta de su presencia, se detenía de inmediato.
—¡Eres un desgraciado!
Cillian levantó la cabeza y se encontró cara a cara con el padre de Alessandro. El hombre, con un gorro de lana que le llegaba casi hasta el cuello y abrigado como para afrontar un frío polar, le miraba disgustado, severo. Arrastraba un carrito de la compra vacío.
—¿Cómo pudiste dejarlo solo de esa manera? ¿Cómo?
—¿Le ha pasado algo a Ale? —preguntó el portero con un hilo de voz al tiempo que se ponía en pie.
—No, pero de puro milagro. —La voz del
signor
Giovanni era cada vez más aguda, como si fuera a echarse a llorar de un momento a otro—. ¿Y si se hubiera atragantado o... hubiera pasado Dios sabe qué? ¿Eh? ¿En qué estabas pensando? ¿Por qué no nos avisaste?
—Lo siento. —Cillian miró al hombre a la cara.
Estaba claro que esas palabras serían lo único que le daría. Por lo que a él respectaba, el tema quedaba zanjado.
El
signor
Giovanni se llevó la mano a la cara y se cubrió los ojos. Tal vez para esconder las lágrimas, tal vez como pretexto para evitar la mirada de Cillian.
—Dios mío, no sabes lo mal que lo hemos pasado... Mi mujer..., la pobre, no se merece esto. ¿Se puede saber por qué te fuiste?
—¿Baja o sube?
El señor Lorenzo volvió a mirarle a los ojos. El rostro de Cillian permanecía impasible. El mensaje era claro: el asunto estaba cerrado. Nada de lo que pudiera decirle le provocaría más sentimiento de culpa o remordimiento.