La chica se acercó a la cama. Estaba haciendo algo cerca de la mesita de noche. Buscaba algún objeto en el cajón.
Dejó caer la falda en el suelo y fue hacia el armario. Cillian tuvo que levantar el cuello para poder seguirla con la mirada.
Ruido de las perchas metálicas chocando unas con otras. Probablemente estaba buscando algo más cómodo para ponerse. Cillian no pudo ver qué prenda había elegido. Simplemente constató que Clara había cerrado el armario y regresaba al salón.
La luz del dormitorio se apagó.
Volvió a soltar el bisturí. Cerró los ojos y permaneció tranquilo en la misma posición. Si todo iba como siempre, aún le quedaba bastante tiempo de espera. A pesar del cansancio, no podía permitirse dormir. No era seguro. Decidió dedicar ese tiempo a planear una estrategia. Faltaban pocas horas para la siguiente ruleta rusa en la azotea. Tenía que dar un paso adelante con Clara. De otra manera, un policía despertaría a su madre al amanecer.
En el salón, se oían los ruidos de Clara preparándose la cena acompañada por la televisión.
Le costó concentrarse. ¿Qué le haría dentro de pocos minutos?
Lo único que sabía es que no podía quedarse toda la noche debajo de la cama. Para buscar inspiración, repasó las razones que le habían llevado hasta allí.
Durante su vida, se había sentido muchas veces sin esperanzas, listo para dar el gran salto. Pero había aprendido que a menudo, cuando parecía que ya nada se interponía entre él y un río o un tren o una acera, los demás le proporcionaban razones inesperadas para volver a desear vivir.
Siempre, desde pequeño, había disfrutado de la desgracia ajena. La aparatosa caída de un amiguito que se rompía los dientes jugando en el patio, el humillante suspenso de un compañero del colegio, la repentina muerte de la mascota, del abuelo o del hermano de un amigo, siempre habían despertado en su interior una sincera, intensa y sana energía vital.
En esto no se sentía distinto de los demás. A pesar de la hipocresía reinante, tenía comprobado que la infelicidad ajena era para muchos una fuente de felicidad. Era algo natural. Así era cuando sus compañeros de universidad celebraban las derrotas de Los Angeles Lakers, cuando su prima invitó a una copa a sus amigas para brindar por el fracaso del matrimonio de su ex marido, y cuando la señora Norman se alegró de que la fiesta de su amiga Rose hubiera sido un auténtico desastre.
Creía que lo que le diferenciaba de los demás era que él había racionalizado esta característica de la naturaleza humana y la había convertido conscientemente en su filosofía de vida. Había aprendido que la vida valía la pena siempre y cuando pudiera disfrutar del dolor ajeno.
Su búsqueda de motivaciones para vivir se concretaba en encontrar razones para la tristeza ajena. Y la razón de ese día para seguir en el mundo era Clara. En las escasas cinco horas siguientes necesitaba dar un paso más hacia la infelicidad de la chica.
Pero ¿qué hacerle?
Su mente regresó a la noche en que su vida cambió. A algo que le había ocurrido hacía más de diez años, cuando aún no trabajaba de portero.
También entonces era invierno. Cillian estaba en medio de un viejo puente colgante en las proximidades de su pueblo natal, a pocas millas de Talequah, Oklahoma. Un hombre solo en un puente en mitad de la noche; el más común de los escenarios de suicidio.
Fue entonces cuando descubrió que había algo más motivador que jugar a ser dios con su vida.
Se había subido a la barandilla del puente; abajo, las aguas negras del río Illinois, puestas para acogerle. Poco antes había encontrado dos razones para quedarse y más de cinco para saltar. Estaba decidido, pero de pronto descubrió que no se hallaba solo.
Un hombre en chándal se acercaba haciendo jogging por la carretera. Cillian disimuló. Se sentó en la barandilla, como si estuviera admirando ese feo paisaje.
El corredor enfiló el puente y llegó a su altura. Intercambiaron una mirada. Le pareció que el deportista había sospechado sus intenciones, pero no detuvo su carrera. Cruzó al otro lado.
Cillian volvió a concentrarse en la tarea que le había llevado allí. Pero el sonido de un golpe violento le interrumpió de nuevo.
Se dio la vuelta a tiempo para ver un coche que se daba a la fuga por la carretera nacional paralela al río después de haber atropellado al corredor. El hombre del chándal yacía en la calzada.
Corrió hacia él. Estaba malherido. Le salía sangre del oído y no podía mover las piernas. Un inquietante temblor recorría su cuerpo. Al ver a Cillian, sintió un atisbo de esperanza. Le señaló su móvil: estaba a un par de metros, en el suelo, inalcanzable para él. «Pida ayuda, por favor», consiguió susurrar.
Cillian miró a ambos lados del puente, la calle por la que había llegado y la carretera nacional. No había nadie.
«Por favor... una ambulancia...» El móvil seguía en medio de la calzada. «Se lo suplico... una ambulancia.» Fueron las últimas palabras inteligibles que salieron de su boca.
Cillian se sentó en la acera y observó, sin hacer nada, al hombre del chándal: yacía en el suelo rodeado de un enorme charco de sangre.
El deportista nocturno le miraba. Y Cillian le miraba a su vez. En silencio. Hasta que el hombre exhaló su último aliento.
Fue un subidón. Cillian se quedó un rato sentado en la acera sin entender por qué se sentía tan bien.
A medio camino de vuelta a casa, bordeando los campos de maleza, fue cuando se dio cuenta de que se había olvidado por completo del puente y de sus intenciones suicidas. Era la primera vez que le ocurría.
Esa noche no pegó ojo. Y casi al amanecer tuvo la revelación: había algo más motivador que jugar a ser dios con su existencia. El control de la vida de los otros ofrecía más posibilidades.
Haber decidido sobre la vida y la muerte, sobre la felicidad o el dolor de otra persona le había infundido una energía vital que nunca antes había experimentado.
Llegó a la conclusión de que la vida merecía la pena si podía controlar el dolor ajeno. Dominar la vida de otros era motivo suficiente para continuar viviendo.
A partir de esa noche sus posibilidades de supervivencia se multiplicaron: no era sólo una vida la que estaba en juego, sino la existencia de las miles de personas que le rodeaban. Se abría una nueva dimensión.
Y a partir de esa noche, bajo la constante amenaza de su suicidio, se dedicó a explorar nuevas formas de ser dios con la vida de quienes tenía cerca.
La muerte del corredor le había proporcionado además otra idea. En su cabeza resonaba sin cesar su última súplica: «Por favor... una ambulancia», «Por favor... una ambulancia», «Por favor... una ambulancia».
Se inscribió en el curso para voluntarios esa misma semana y al poco tiempo ya estaba de servicio en una ambulancia de uno de los principales hospitales del estado.
Su estrategia era simple: hacer lo contrario de lo que se suponía que debía hacer. En resumen: no hacer nada. Alcanzó su máximo resultado cuando un chaval de doce años tuvo un grave accidente con su
skate
.
Cillian y su compañero llegaron a los pocos minutos. Una fractura abierta en la pierna y un hematoma en la cabeza. La tibia del niño salía unos centímetros del pantalón. Nunca había visto a nadie sufrir tanto. La madre del pobre chaval se sentía impotente ante el dolor de su hijo.
Pusieron al niño en la camilla y lo metieron en la ambulancia. Su compañero ocupó el asiento del conductor, él se quedó atrás, con la madre y el herido. El sufrimiento en estado puro: el dolor físico del pequeño y la tortura psicológica de la madre.
La madre rogaba a Cillian como si de verdad fuera dios: «Dios mío, Dios mío, salve a mi niño, se lo suplico... se lo suplico». Y como dios, actuó.
Debería haberle inyectado una dosis de morfina para paliar un poco el dolor, pero lo que le inyectó fue simple suero que no hizo ningún efecto. El chaval seguía chillando como un cerdo y perdiendo mucha sangre; Cillian no había taponado la herida como debía. La madre empezó a llorar, histérica. El niño se desmayó por el dolor poco antes de llegar al hospital, pero el tiempo que aguantó sufriendo fue suficiente para Cillian. Un par de días después su compañero le contó que, desafortunadamente, el niño se había salvado. Pero los diez minutos que Cillian había compartido con el pequeño y su madre habían valido la pena.
Nunca consiguió repetir algo parecido. Y al cabo de un tiempo se cansó de su voluntariado en la ambulancia. De hecho, esperar que un conductor borracho, una imprudencia o una enfermedad le ofrecieran el control sobre la vida ajena resultaba un poder divino algo limitado. Con el tiempo, ese hobby ya no le motivaba. Pero entonces encontró un trabajo mejor.
Y ahí estaba. Portero de un edificio de lujo en Nueva York, la persona de confianza de un puñado de vecinos que vivían a su total disponibilidad.
Pero ¿qué iba a hacerle a Clara?
Cuando volvió a mirar su reloj de pulsera, marcaba las 23.40. El apartamento estaba muy tranquilo, en penumbra. Clara había apagado la luz del salón. Cillian intentó captar una mínima señal de vida en la otra habitación, pero sólo oía los diálogos de una película del Oeste repleta de disparos y puñetazos. Eso era extraño; Clara solía mirar otro tipo de programas. «No me jodas —pensó—. ¿No te habrás dormido delante de la tele?»
Se asomó por debajo de la cama. No veía más allá del pasillo, así que primero sacó la cabeza y después el tronco. De ese modo su ángulo de visión hacia el salón se ampliaba, pero no bastaba para atisbar a la chica. Salió del todo. Se levantó con cuidado, atento. Era consciente de que estaba a punto de emprender una acción muy arriesgada; Clara podía estar en cualquier rincón de la casa. Si le sorprendía, si se encontraban cara a cara, el juego se acabaría y las consecuencias estarían cantadas. Cillian aferró el bisturí con su mano derecha.
Se acercó despacio a la puerta del dormitorio. Desde su posición veía una esquina del salón en penumbra. La única fuente de luz era el televisor. Ni rastro de Clara.
Salió al pasillo con paso lento y ligero. Dejó atrás la puerta del baño y de la habitación de invitados. Llegó al salón. Clara tenía que estar tumbada en el sofá, oculta por el respaldo. No había otra posibilidad.
Dio un paso. Adivinó la cabeza de la chica apoyada en un cojín. Otro paso. Clara estaba tumbada a lo largo, con un camisón blanco y el plato de la cena abandonado en el suelo. Un paso más y el timbre del teléfono le hizo dar un brinco.
Reculó apresuradamente por el pasillo mientras Clara se levantaba confusa del sofá.
Volvió rápido al dormitorio y se coló debajo de la cama. Recuperó su posición habitual. A pesar del susto, todo estaba bajo control. La espera tocaba a su fin. «Hola, amor mío», dijo para sí mismo en un susurro.
En el salón, Clara apagó la tele y contestó a la llamada con sueño pero alegre.
—Hola, amor mío... Qué tarde, ¿no?
Siguió una larga pausa. Era la llamada habitual del novio; siempre empezaba de la misma manera.
—No... Ya he cenado —dijo Clara—. Estaba mirando la tele, esperando que te acordaras de mí. —Otra pausa—. Aquí todo muy bien. ¿Y tú?
La luz del dormitorio se encendió. Los pies de Clara se acercaron a la cama. Mecánicamente Cillian volvió a apretar el bisturí.
Clara estalló en una carcajada en respuesta a alguna gracia de su novio.
—Eso no te lo crees ni tú, idiota.
Se sentó en la cama. El colchón, bajo su peso, se acercó al rostro de Cillian.
—Nada, ya me estoy metiendo en la cama —dijo entonces Clara en un tono más tierno—. Estoy agotada.
A Cillian le molestaban bastante las conversaciones que Clara tenía con su novio, más que nada porque siempre hablaban de tonterías y casi nunca podía sacar ninguna información de provecho. Al parecer la de esa noche no era una excepción.
—Imbécil, claro que estoy sola —rió Clara—. Vale no, lo confieso, me has pillado... Estoy con todo el equipo de los Giants, reservas incluidos... En tu ausencia he pensado que me merecía un homenaje...
Este tipo de comentarios tampoco le hacían demasiada gracia. Sus padres les habían dado, a él y a sus hermanos, una educación estricta. Los tacos y las bromas sobre sexo no pertenecían a su vocabulario habitual. Y, con más razón, le parecían impropios de la conversación de una chica.
La charla, allá arriba, estaba llegando a su fin.
—No, no he ido... Ya lo sé, Mark, pero no me parece tan grave... Será el cansancio por el trabajo. —Eso sí le interesaba a Cillian—. Vale, vale, mañana llamo para que me den hora... pero no me tomará en serio, ya lo verás. ¿Qué le digo? ¿Que me cuesta mucho despertarme? ¿Y qué?
Pausa. Al poco, Clara cerraba la conversación.
—Buenas noches, mi amor. Te quiero... —Cillian, debajo de la cama, susurró para sí: «Te quiero muchísimo, pequeño». Y, como había previsto, a los pocos segundos, después de dar un beso al teléfono, Clara se despidió—: Te quiero muchísimo, pequeño.
Se hizo el silencio. Ya estaban solos. Él y ella. El resto de mundo se hallaba fuera, al otro lado de la puerta, lejos. Cillian permaneció a la espera. La luz seguía encendida. Clara no parecía moverse.
«¿Y ahora qué haces?» Cillian estaba impaciente.
Al poco, la luz se apagó. El ruido del roce de las sábanas. Clara se metía debajo de las mantas y recolocaba la almohada.
Solía tardar unos diez minutos en dormirse. Se notaba por el cambio en la respiración, que pasaba de ser nasal a oral y más profunda. Cillian le dio otros cinco minutos de margen.
Pasado ese tiempo prudencial, se preparó en silencio: introdujo de nuevo la mano en el agujero del colchón y extrajo una mascarilla, algodón y un pequeño frasco que contenía un líquido turbio. Miró el reloj: las 00.15.
Procurando no hacer ruido, salió de debajo de la cama.
Clara dormía.
Se levantó con sigilo y se puso la mascarilla. A continuación, abrió el frasco y empapó el algodón. Se aproximó a ella muy despacio. Acercó el algodón a su nariz unos segundos... Clara inspiró y acto seguido volvió ligeramente la cabeza hacia la almohada. La prueba de que el cloroformo había hecho efecto.
Volvió a tapar el frasco y guardó el algodón en su bolsillo. Sólo entonces se quitó la mascarilla. Se sentó en la cama, al lado de Clara. La destapó. Permanecía inmóvil, totalmente indefensa, a completa disposición del portero.