Mil días en la Toscana (3 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

BOOK: Mil días en la Toscana
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Floriana me brinda toda esta información sin que se la pida. Habla del
polpettone
como si fuese una maravilla arquitectónica local y lo mira ladeando la cabeza, con serena admiración.

Toda su creación no pesará más de medio kilo o algo así y me voy preparando para un acontecimiento como el de los panes y los peces, cuando otras dos mujeres destapan sus propias versiones del
polpettone
. Cada una corta el suyo en láminas y pasa los platos. De todos modos, somos treinta comensales. Sin embargo, no tardan en aparecer más platos.

La mujer del panadero trae
faraona
, pintada asada con aceitunas verdes y negras. Hay
arista
, lomo de cerdo relleno de hierbas aromáticas y asado sobre ramitas de hinojo silvestre, una cazuela de callos, con la tapa aún sellada, que se había estado cocinando todo el día a fuego lento, con tomates y cebollas. Hay todo tipo de guisos y estofados, cada uno en una porción moderada, en una dosis capaz de saciar dos o tal vez tres apetitos comedidos. Sin embargo, la multitud se lo come con los ojos, gruñe y protesta.


Ma chi può mangiare tutta questa roba? Che spettacolo
. Pero ¿quién se podría comer todo esto? ¡Qué espectáculo!

Cada persona prueba una o dos veces del plato que tiene más cerca y coge una rebanada o un bocado de lo que le pasa por delante. Mastican y mojan el pan en la salsa, beben vino a sorbos y mantienen los brazos en posturas
allegro
para la conversación. Me pregunto si aquello será la versión toscana de
El traje nuevo del emperador
. ¿Estarán realmente convencidos de que aquella recopilación de sus cenas es
la grande bouffe
? ¡Con cuánto cuidado pasan los platos y las fuentes y preguntan, verifican y vuelven a preguntar si alguien quiere más! Muchos de los presentes parecen tener más de cincuenta años y algunos veinte o treinta años más. Los más jóvenes repiten la amabilidad de los ancianos y en cierto modo parecen mayores de lo que son. Las generaciones están menos separadas. Una muchachita que tendrá diecisiete años se levanta a servirle un plato a su abuela, le dice que tenga cuidado con los huesos del guiso de conejo y le pregunta si se ha tomado las pastillas. Un niño de no más de diez años corta el pan a rebanadas y advierte a su hermano menor que no se le acerque, que nunca hay que jugar donde alguien está usando un cuchillo. La sugerencia de calma y armonía da al retablo un toque antiguo. ¿1920? ¿1820? ¿En qué se diferenciará aquella noche de otra noche de junio en la que el más viejo de los presentes fuera joven? Se lo pregunto a Floriana , que tiene unos cuantos años, aunque no diría que es vieja. Guarda silencio unos momentos y plantea la pregunta a la mesa. La gente responde, aunque más para sí misma que para la concurrencia.

Por encima del barullo, Barlozzo dice:

—Esta noche nadie se va a ir a la cama sin cenar.

Cambia de postura su largo cuerpo huesudo y se sienta de lado en la silla, cruza las piernas y enciende un cigarrillo. Sigue una carcajada débil que suena a recuerdos.

Un hombre engreído de rostro arrugado, vestido con una camisa rígida de tan almidonada, cambia el estado de ánimo.

—Me casaré con la mujer que ha preparado el guiso de cordero, quienquiera que sea.

Se reanudan las carcajadas. Floriana me mira y, con la cabeza, indica al hombre arrugado.

—Tiene noventa y tres años y ha enterrado a cuatro esposas. No queda nadie dispuesta a arriesgarse con él. La última tenía apenas sesenta y tres cuando murió. Estaba un poco gorda, pero tenía una salud perfecta. Un día, él, Ilario, fue a buscar setas, volvió y preparó una
frittata
para que comiera su esposa y, una hora después, estaba muerta. Algunos dicen que le falló el corazón, pero todos sabemos

que fueron las setas.

—¿Comió Ilario también la
frittata
? —pregunto.

—Una sola persona viva sabe la respuesta: Ilario; pero él se niega a hablar.

Rompo mi pan en trocitos que mojo en mi vino. Me fijo en tres personas. Miro a Fernando, sentado enfrente y más o menos en mitad de la mesa, que sonríe, como si estuviera rodeado de admiradores, entre hombres y mujeres. Están comparando dialectos y los toscanos tratan de imitar la inaprensible entonación veneciana de Fernando, aunque solo consiguen algo parecido a un ceceo submarino. Aplauden y ríen con cada nueva frase que él dice. La voz de Fernando hace juego con su rostro, qué es hermoso y tiene las mejillas sonrosadas por el vino. Floriana se pone de pie, da vueltas alrededor de la mesa, arregla las cosas, barre las migas con el borde de la mano y va reprendiendo y bromeando. Su mirada se cruza con la mía o la mía con la suya y me susurra apenas, como si no hubiera nadie más que nosotras dos:


Tutto andra bene, Chou-Chou, tutto andra molto bene. Vedrai
. Todo saldrá bien, todo saldrá muy bien, ya lo verás.

Ahora Barlozzo está de pie detrás de Floriana , fumando y bebiendo vino, como si ya no estuviese más de guardia aquella noche, como si ya pudiera mantenerse un poco apartado de todo, de todo y de todos, menos de Floriana . Solo en ella ha fijado los ojos durante más que unos minutos seguidos en toda la noche. ¿Una castellana discreta? ¿Un amante cortés? Seguro que ha escuchado lo que me ha dicho Floriana . Seguro que no se le escapa nada. Lo miro, lo observo y eso tampoco le pasa desapercibido.

Bice me pone delante un platito: una
panna cotta
, crema cocida, que tiene un aspecto delicioso, volcada sobre una base de fresas picadas. Estoy a punto de clavarle la cucharilla cuando un hombre que se presenta como «Pioggia», Lluvia, viene a sentarse a mi lado y me pregunta si ya he conocido a
Assunta
.

—No, creo que no —le digo y miro a mi alrededor.

—Aquel es Piero —me señala a un hombre musculoso y más bien joven, en vaqueros y camiseta— y
Assunta
es su mejor vaca. Además, tiene ojos azules. Es la única vaca de ojos azules que he visto en mi vida.

Lo miro boquiabierta y él lo interpreta como incredulidad, de modo que matiza la historia de los encantos de
Assunta
.

—Bueno, en realidad no es que tenga los ojos azules, pero tampoco son marrones. Son grises y marrones y tienen puntitos azules y son hermosos. Por eso, esta mañana, después de ordeñarla, le subí la leche directamente a Bice. Solo lo hago con parte de la leche de
Assunta
; todo lo demás va a la cooperativa, para que la pasteuricen y la estropeen. No se puede hacer una
panna cotta
como Dios manda con leche pasteurizada, por lo menos eso opina Bice, y por eso, como mínimo tres veces por semana, cuando me dice que la necesita, le traigo un bote de seis litros de la leche de la mañana de
Assunta
.
Prova, prova
, pruébala —me apremia.

Su revelación de las atenciones más privadas de
Assunta
me acobarda un poco: de sus ubres a mi cuchara y, en el medio, solo el bote de Pioggia y la olla de Bice. Esto me hace replantear el concepto de «fresco». Pruebo la leche de aquella
Assunta
de ojos azules, sonsacada por un hombre llamado Lluvia, y está deliciosa. Lamo los dos lados de mi cuchara y rebaño el bol. Pioggia queda encantado. Tengo una
crostata
, una tarta, al alcance de la mano, pero Pioggia me observa y me temo que, si la toco, se las ingeniará para antropomorfizar los albaricoques que descansan, envueltos en sus propios jugos melosos, sobre una costra que parece una paleta. Seguro que habrán cortado aquella fruta del único árbol de la Toscana habitado por druidas.

Mientras decimos
buona notte
, observamos a los
carabinieri
, que, con sus linternas en la mano, se inclinan sobre los mapas para indicar a los albaneses la manera de regresar a Venecia. Los albaneses regresan a Venecia, pero nosotros no.

Durante estos tres últimos años que Fernando y yo hemos vivido juntos, siempre hemos acabado nuestros viajes regresando, a través del agua, a nuestra casita junto al mar, pero ahora ya no nos espera una casa en la playa: la hemos cambiado por un establo. Y, aunque la cálida bienvenida que nos han brindado esta noche parece un buen augurio de la vida en estas colinas, ¿qué podrá estar realmente a la altura de aquellos últimos mil días que hemos vivido en Venecia? Todavía no me queda del todo claro por qué nos hemos desprendido de las faldas de la princesa ni por qué hemos dejado atrás sus glorias para saltar a tierra firme a jugar con un comienzo más.

Sé que este lanzamiento es distinto. Esta vez los dos hemos levantado nuestros campamentos: ninguno de los dos tiene casa ni empleo y solo tenemos una noción vaga de cómo vamos a salir adelante en la etapa siguiente. Buena parte de esta nueva vida sugiere una renovación de nuestras promesas: «En lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza». Fernando sigue aturdido por anticipado con las expectativas de lo imprevisto. Es un niño que se ha escapado de casa, un hombre que ha huido del desencanto, del letargo de una vida sin interrogantes y de un dolor antiguo, que sigue siendo tortuoso.

Mientras subimos los empinados escalones de piedra que conducen a nuestra nueva puerta de entrada, guardo silencio; capto su alegría, que apenas se prolonga en la mía, salvo una risita de vez en cuando, al pensar en
Assunta
. Me encanta el placer que siente Fernando ante esta nueva jugada, pero me pregunto por mi yo homérico: ¿Podré volver a despertarlo? ¿Seguirá siendo ágil? ¿Estará dispuesto a dar lo mejor de sí?

Me quedo sola fuera por un rato, jugando con mi nostalgia de Venecia.

«Mira este paisaje toscano —me digo a mí misma—: este es el lugar donde a todo el mundo le gustaría vivir. En Venecia no hay cipreses; tampoco hay olivos, ni vides, ni ovejas, ni prados, ni trigales, ni girasoles, ni un solor campo de amapolas. Tampoco hay una sola mata de lavanda con la altura suficiente como para esconderse detrás.»

Trato de no pensar en el mar, en la luz sonrosada ni en la belleza de Venecia, que no ha dejado de asombrarme ni un solo día. Aquel punto de partida está bien, aquel lugar entre doscientas almas: ellos, el lugar y ahora nosotros, perdidos en el tiempo. Ellos, el lugar y ahora nosotros nos aferramos a un trozo de tierra antigua donde confluyen la Toscana, la Umbría y el Lacio. Escucho a Fernando dando vueltas, tropezando con las cajas que quedan de la mudanza. Está cantando y su voz suena muy dulce.

Entro y me dirijo al cuarto de baño de azulejos cárdenos, a llenar la bañera. Cuando estamos sentados entre las burbujas de color vainilla, le pregunto:

—¿Se pueden pintar los azulejos de cerámica?


Cristo
—dice Fernando—. Acabamos de llegar y ya quieres pintar unos azulejos nuevos. ¿Qué es esta pasión que tienes dentro que siempre te impulsa a cambiar las

cosas?

—No me gusta el cárdeno —le digo.


Che cos'è «cárdeno»
? ¿Qué quiere decir «cárdeno»?

—Es el color de estos azulejos: una mezcla de marrón, verde y violeta. No me gustan el marrón, el verde y el violeta mezclados. En realidad, podríamos quitar los azulejos y sustituirlos por un alicatado de un color tostado intenso o podríamos repetir el blanco y negro que teníamos en Venecia. Eso haremos. Dime la verdad: al final te encantaba aquel cuarto de baño, ¿no es cierto? Venga. Nos hará sentir más como en casa. Di que sí. Podemos colgar los espejos y los apliques barrocos y el pequeño farol que había a la entrada y, con cestas de toallas, jabones y velas bonitos, quedaría exquisito.

Sin embargo, ya se me nota la derrota en la voz.

—¿Por qué habría de ser exquisito un cuarto de baño? Exquisitos son los pasteles con nata. Exquisitas son las mujeres hermosas —dice y me tira fuerte con las dos manos del cabello húmedo que me cubre las sienes.

La cama no está bien; parece torcida, como si la estructura del dosel estuviera más alta de un lado. Sin embargo, tanto las sábanas como mi marido están frescos y suaves. ¡Qué delicia es poder descansar después de un día como aquel: depositar la sangre y los huesos en un lugar —no importa dónde— en el que alguien espera para abrazar lo que tienes de joven y lo que tienes de viejo, lo que te acaba de ocurrir y lo que te ha ocurrido hace mucho tiempo, todo lo que eres!

Tumbada a su lado mientras Fernando duerme, pienso en el pequeño éxodo que emprendimos de madrugada y que ya parece parte de otra vida. ¿Será posible que eso ocurriera aquella misma mañana? Echo de menos el mar. Me gustaría recibir una sola caricia azul aterciopelada de denso aire salado y dar un paseo, ir casi al trote sobre la arena húmeda por donde acaba la tierra, con la espuma helada del mar entretejida en los tobillos. Es inútil: no me puedo dormir. Me levanto, me pongo la bata de Fernando y salgo a sentarme en la terraza.

«Hasta el cielo es distinto aquí —pienso—. El cielo de la laguna es una cúpula que cuelga suavemente y apenas parece inalcanzable; en cambio este queda muy lejos, como si el techo de la noche estuviera a millones de kilómetros. En Venecia, mi canción de cuna era la sirena de un barco; ahora es el balido de un cordero recién nacido.»

Las campanas de la iglesia del pueblo anuncian que pasa un cuarto de la medianoche. Mi primera amiga toscana es una campana que sonará cuatro veces cada hora, a todas las horas. ¡Cuánta lealtad! ¿Qué más constituye mi escasa reserva de bienes? Aparte de las campanas, las ovejas y el cielo inmenso, tengo mi propia historia. Tengo el amor de mis hijos, como ellos tienen el mío. El hombre al que amo con todo mi corazón duerme aquí dentro, en la cama amarilla de madera. Tengo mis dos manos, que son más viejas que yo. Y tengo aquel leve escalofrío. El susurro de una ondina cerca de mi oreja —medio amenaza, medio invitación— penetra en mí con un ansia que no puedo definir. Un cardo se repliega en algún lugar de mi cabeza y raspa con suavidad y con urgencia: me mantiene curiosa, me mantiene nueva. Estas son las cosas en las que puedo confiar: son mis consuelos y mis encantos.

Fritura de flores,
hortalizas y plantas aromáticas

1
1
/
2
tazas de harina multiuso

2 tazas de cerveza

1
1
/
2
taza de agua fría

2 cucharaditas de sal marina fina

3 cubitos de hielo

aceite de cacahuete o aceite de oliva virgen extra para freír

flores de calabacín, flores de capuchina y flores de borraja, lavadas, secas y con los tallos cortados

hojas de apio cortadas en ramas, lavadas y secas hojas de salvia enteras, lavadas y secas

cebolletas, con tallos de unos 10 centímetros, lavadas y secas

agua tibia con sal marina disuelta, en un pulverizador

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