Camino hasta el hotel con una sensación peculiar y me paso la tarde tumbada en mi cuartito, respetando solo a medias la tradición de leer a Thomas Mann en la cama. A pesar de todos los años que hace que vengo a Venecia, todas las tardes sigo repitiendo el mismo ritual. Cerca, sobre la mesilla de noche, pongo algún pastelillo suculento o unas cuantas galletas o, si la comida de mediodía ha sido demasiado ligera, tal vez un
panino
crujiente, que Lino, el de la
bottega
que hay enfrente de mi Pensione Accademia, al otro lado del puente, ha abierto por la mitad y ha rellenado con jamón y después ha envuelto en papel parafinado. Me cubro con el acolchado de plumón, lo sujeto debajo de los brazos y abro el libro. Sin embargo, hoy leo y no leo la misma página durante una hora y paso totalmente por alto la segunda parte del ritual: no salgo a ver lo que Mann ha visto ni a tocar las piedras que él ha tocado. Lo único que puedo hacer hoy es pensar en «él».
Aunque la lluvia persistente se convierte por la tarde en una tempestad, estoy decidida a encontrarme con el desconocido. Las aguas de la laguna salpican y se desbordan sobre la
riva
en enormes charcos llenos de espuma y la Piazza es un lago de agua negra. Los vientos parecen el aliento de las Furias. Llego hasta la seguridad cálida del bar del Hotel Monaco, pero no puedo continuar. Estoy tan cerca, a pocos centenares de metros del Vino Vino, pero no puedo acercarme más. Voy al mostrador y pido una guía telefónica, pero el bar de vinos no figura en ella. Pruebo a llamar a
assistenza
, pero el número de la operadora, 143, no encuentra nada. No puedo acudir a la cita ni tengo forma de ponerme en contacto con «Peter Sellers». Estaba escrito que no nos encontrásemos. Regreso al bar del hotel, donde un camarero llamado Paolo rellena mis botas empapadas con papel de periódico y las coloca cerca de un radiador, con la misma ceremonia con la que cualquier otro guardaría las joyas de la corona. Conozco a Paolo desde mi primer viaje a Venecia, cuatro años atrás. En medias e inquieta, me siento a beber té sobre las capas húmedas de mi falda, que despide el perfume a lana de los corderos mojados, y observo los relámpagos violentos y chisporroteantes que rasgan las nubes. Recuerdo la primera vez que vine a Venecia. ¡Por Dios! ¡Cómo me costó aquel viaje! Había pasado unos cuantos días en Roma y habría querido quedarme más, pero allí estaba, en cuclillas en un tren de segunda clase, camino al norte.
—¿Vas a Venecia?
Una voz queda que habla un italiano vacilante interrumpe mi ensoñación romana.
Abro los ojos y, al mirar por la ventanilla, veo que hemos llegado a Tiburtina. Dos alemanas jóvenes de rostro sonrosado suben sus enormes mochilas al portaequipajes superior y dejan caer sus robusteces en el asiento que tengo enfrente.
—Sí —respondo por fin, en inglés, a un espacio situado aproximadamente entre las dos—, y es la primera vez.
Son serias y tímidas y, como corresponde, leen la guía de Venecia de Lorenzetti y beben agua mineral en este tren caluroso y sofocante que recorre dando tumbos la campiña romana y sube hacia las colinas de la Umbría. Vuelvo a cerrar los ojos e intento encontrar mi lugar en la fábula de la vida en la Via Giulia, donde había alquilado habitaciones en el terrado de un
palazzo
ocre rosado situado delante de la Academia Húngara de Arte. Había decidido que todos los viernes iría a comer un plato de callos a Da Felice, en Testaccio. Todas las mañanas iría de compras al Campo dei Fiori. Abriría una
taverna
con capacidad para veinte comensales en el Ghetto, con una mesa grande a la que los comerciantes y los artesanos vendrían a comer las exquisiteces que yo prepararía para ellos. Tendría como amante a un príncipe corso tan pobre como yo, cuya piel olería a flores de naranjo, y juntos caminaríamos por las orillas del Tíber y, poco a poco, empezaríamos a chochear. Cuando me pongo a montar las piezas exquisitas que componen el rostro del príncipe, la voz queda de la intrusa me pregunta:
—¿Por qué vas a Venecia? ¿Tienes amigos allí?
—No, no tengo amigos. Supongo que voy porque nunca he estado allí y creo que debo ir —respondo, aunque hablo más para mí misma que para ella, y, como he perdido sin remedio la cara del príncipe, paso al ataque—: ¿Y vosotras por qué vais a Venecia?
—Para tener una aventura —responde con sencillez la preguntona.
En realidad, yo voy a Venecia porque me han enviado a tomar notas para escribir una serie de artículos: dos mil quinientas palabras sobre los
bacari
, los establecimientos tradicionales de Venecia en los que se bebe vino; otras dos mil quinientas sobre el progresivo hundimiento de Venecia en la laguna, y una reseña de lugares caros para comer. Yo habría preferido quedarme en Roma. Quiero regresar a mi estrecha cama verde de madera en aquella habitación pequeña y extraña, metida en los aleros del cuarto piso del Hotel Adriano. Quiero dormir allí y que me despierte la luz pulverulenta del sol que se filtra a través de las grietas de las persianas. Me gusta la manera en que me late el corazón en Roma; además, allí camino más de prisa y veo mejor. Me gusta sentirme cómoda vagando por su antiguo éxtasis de secretos y mentiras. Me gusta que me haya enseñado que no soy más que una centella, una partícula luminosa fugaz y casi imperceptible. Y me gusta porque, a la hora de comer, cuando mi aliento huele a alcachofas fritas, pienso en la cena y, a la hora de cenar, recuerdo los melocotones que esperan en un tazón de agua fresca cerca de mi cama. Estoy a punto de recuperar las piezas del rostro del príncipe cuando el tren atraviesa dando bandazos el Ponte della Libertà. Abro los ojos para mirar la laguna.
Jamás habría imaginado por aquel entonces que esta anciana princesa deslumbrante me incorporaría dulcemente a su tribu, que desconcertaría y bailaría como solo ella sabe, haciendo estallar la mañana con su luz dorada y embebiendo la noche en las nieblas azuladas del trance. Dirijo a Paolo una sonrisa tribal, una elocuencia sorda. Él no se aleja demasiado y me mantiene llena la tetera.
Pasan de las once y media cuando cesa la tormenta. Me pongo las botas, que se han endurecido con la forma del relleno de papel de periódico. Con el sombrero húmedo sobre el pelo todavía húmedo y el abrigo todavía húmedo, me dispongo a volver a pie al hotel. Algo me pincha y se estremece en mi conciencia. Intento recordar si le he dicho al desconocido dónde nos alojamos. ¿Qué me está pasando a mí, la imperturbable? «Aunque Venecia me atrae, también desconfío de ella.»
Parece que, efectivamente, le había dicho el nombre de nuestro hotel, porque, debajo de la puerta, encuentro un fajo de papelitos rosados con mensajes. Había llamado cada media hora, desde las siete hasta medianoche, y el último mensaje indicaba que estaría esperando en el vestíbulo al día siguiente a mediodía, exactamente la hora a la que teníamos que partir hacia el aeropuerto.
La mañana trae el primer sol que vemos en Venecia desde que hemos llegado. Abro la ventana a un día claro y suave, como si se excusara por todo el llanto de la noche anterior. Me pongo unas mallas negras de terciopelo y un jersey de cuello vuelto y bajo a reunirme con «Peter Sellers» para mirarlo a los ojos y tratar de averiguar por qué me perturba tanto un hombre al que apenas conozco. No sé muy bien cómo lo averiguaré, porque parece que él no habla inglés y yo, en italiano, de lo único que sé conversar es de cocina. Como es temprano, salgo a tomar el aire y descubro que llego a tiempo para verlo atravesar el Ponte delle Maravegie con su gabardina, un cigarrillo, el periódico y un paraguas. Lo veo antes de que él me vea a mí y me gusta lo que veo, lo que siento.
—
Stai scappando?
¿Te escapas? —pregunta.
—No, venía a buscarte —respondo, sobre todo con las manos.
Había dicho a mis amigos que me esperaran, que no tardaría más de media hora o una, como mucho. Todavía tendríamos tiempo suficiente para coger un taxi acuático hasta el aeropuerto Marco Polo y facturar el equipaje para nuestro vuelo a Nápoles a las tres de la tarde. Lo miro. En realidad, es la primera vez que miro al desconocido. Lo único que veo es el azul de sus ojos y pienso que son del mismo color que tienen hoy el cielo y el agua y que esas bayas diminutas de color azul purpúreo llamadas
mirtilli
. Resulta al mismo tiempo tímido y familiar y caminamos sin rumbo fijo. Nos detenemos un momento en el Ponte dell'Accademia. Va dejando caer el periódico y, cada vez que se agacha a recogerlo, clava la punta del paraguas en las multitudes que pasan detrás de nosotros. Entonces sujeta el periódico bajo un brazo y el paraguas bajo el otro —la punta maligna sigue siendo una amenaza para los paseantes— y se da golpecitos en los bolsillos del pecho y en los de los pantalones, buscando una cerilla. La encuentra y repite el mismo proceso, buscando un pitillo para sustituir al que se le acaba de caer de los labios al canal. Realmente es Peter Sellers.
Me pregunta si alguna vez he pensado en el destino y si creo que existe el
vero amore
. No me mira a mí sino al agua y habla con un tartamudeo gutural durante lo que parece un buen rato y más para sí mismo que para mí. Entiendo pocas palabras, salvo la última frase:
una volta nella vita
, una vez en la vida. Me mira como si quisiera besarme y pienso que a mí también me gustaría besarlo, pero sé que el paraguas y el periódico irán a parar al agua y, además, somos demasiado mayores para protagonizar escenas románticas. ¿O no somos demasiado mayores? Probablemente, querría besarlo aunque no tuviera ojos color arándano. Probablemente, querría besarlo aunque se pareciera a Ted Koppel. Es solo este lugar, lo que se ve desde este puente, este aire, esta luz. Me pregunto si querría besarlo si lo hubiese conocido en Nápoles. Tomamos un
gelato
en Paolin, en Campo Santo Stefano, sentados al sol en una mesa de la primera fila.
—¿Qué te parece Venecia? —me pregunta—. No es la primera vez que vienes —dice, como si hojeara un expediente interno en el cual figuraran todos mis desplazamientos por Europa.
—No, no, no es la primera vez que vengo. Empecé a venir en la primavera de 1989, hace unos cuatro años —le digo alegremente.
—¿1989? ¿Hace cuatro años que vienes a Venecia? —pregunta y levanta cuatro dedos, como si mi manera de pronunciar
quattro
le resultara confusa.
—Sí —le digo—, ¿qué tiene de extraño?
—Solo que no te había visto hasta diciembre. Diciembre pasado. El 11 de diciembre de 1992 —dice, como si observara el expediente con más detenimiento.
—¿Cómo?
Me quedo atónita y me pongo a rebuscar en mis recuerdos del invierno anterior, calculando las fechas de la última vez que vine. Pues sí, había llegado a Venecia el 2 de diciembre y volé a Milán el día 11 por la noche. De todos modos, seguro que me confunde con otra mujer y estoy a punto de decírselo, pero él ya ha entrado a fondo en su historia.
—Ibas caminando por la Piazza San Marco y eran poco más de las cinco de la tarde. Tenías puesto un abrigo blanco largo, larguísimo, que te llegaba a los tobillos, y el cabello recogido, como ahora. Te detuviste a observar el escaparate de Missiaglia y estabas con un hombre que no era veneciano o por lo menos yo no lo había visto nunca. ¿Quién era? —pregunta con frialdad.
Antes de que yo pueda articular siquiera media sílaba, pregunta:
—¿Era tu amante?
Me doy cuenta de que no quiere que le responda, así que no lo hago. Se pone a hablar más aprisa y me pierdo palabras y frases enteras. Le pido que me mire y que, por favor, hable más despacio y me hace caso.
—Solo te vi de perfil y me acerqué. Me detuve a pocos metros de ti y me quedé allí, mirándote, hasta que el hombre y tú salisteis de la Piazza en dirección al muelle.
Ilustra las palabras gesticulando con los brazos y los dedos. Sus ojos se clavan en los míos con apremio.
—Empecé a seguirte, pero dejé de hacerlo porque no tenía ni idea de lo que habría hecho si me hubiese encontrado contigo frente a frente. Es decir, ¿qué te habría dicho? ¿Cómo habría encontrado una forma de hablar contigo? Por eso te dejé marchar. En realidad eso es lo que suelo hacer: dejar pasar las cosas. Te busqué al día siguiente y al otro y al otro, pero sabía que te habías ido. Si te hubiese visto pasar sola por alguna parte, habría podido detenerte, fingiendo que te confundía con otra persona. No, te habría dicho que me gustaba mucho tu abrigo. De todos modos, no volví a encontrarte, de modo que te conservé en la cabeza. Todos estos meses, he tratado de imaginar quién eras, de dónde venías. Quería escuchar el sonido de tu voz. Estaba muy celoso del hombre que te acompañaba —dice lentamente—. Y entonces, el otro día, cuando estaba sentado en el Vino Vino, torciste el cuerpo de modo que tu perfil quedó apenas visible debajo de todo ese pelo y me di cuenta de que eras tú: la mujer del abrigo blanco. Así que, ya ves, te he estado esperando; en cierto modo, te he estado queriendo, amándote, desde aquella tarde en la plaza.
Sigo sin decir ni una sola palabra.
—Esto es lo que intentaba decirte ahora mismo, en el puente, cuando te hablaba del destino y del amor verdadero. Me enamoré de ti, pero no a primera vista, porque solo te vi parte de la cara. Lo mío fue amor a media vista, pero fue suficiente y, si te parece que estoy loco, no me importa.
—¿Puedo hablar? —le pregunto en voz muy baja y sin tener la menor idea de lo que le quiero decir. Ahora sus ojos son dos saetas de un azul intenso que se me clavan con fuerza. Miro hacia abajo y, cuando vuelvo a alzar la mirada, sus ojos se han suavizado. Me oigo decir a mí misma—: Ha sido muy amable de tu parte que me contaras tu historia, pero que me vieras y me recordaras y que me volvieras a ver un año después no tiene nada de misterioso. Venecia es una ciudad muy pequeña y no es poco probable ver a las mismas personas una y otra vez. No creo que nuestro encuentro sea un golpe atronador del destino. Además, ¿cómo te vas a enamorar de un perfil? Yo no soy solo un perfil: tengo muslos y codos y cabeza. Soy una mujer. Creo que todo esto no es más que mera coincidencia, una coincidencia muy conmovedora —digo a los ojos de color arándano, dando hábiles palmaditas a su testimonio arcadio para alisarlo, como haría con una gran masa de pan.
—
Non è una coincidenza
. No se trata de una coincidencia. Estoy enamorado de ti y lamento que esto te haga sentir incómoda.