Bebo un coñac a las diez de la mañana y lloro y río. Se repite una vez más la vieja historia de terror y alegría. En todo caso, ¿qué más da que estemos haciéndolo todo al revés y de lado? Dentro de diez minutos habré recuperado el aliento. De todos modos, le pregunto:
—¿Por qué hoy y por qué sin haberlo comentado conmigo?
—
Sono fatto così
. Yo soy así —dice.
«Una autoabsolución limpia, inequívoca y egoísta —pienso—. Fernando es veneciano, es hijo de la princesa y en la cara de los dos la locura y el valor tienen el mismo aspecto y se purgan en la luz de muselina de esta mañana.»
Diez billetes rojos
Regresamos al apartamento que dentro de ochenta y un días pertenecerá al tal Maietto y nos llevamos nuestra carpeta de trabajos y una tetera a la cama que probablemente siempre será nuestra. Cuadramos nuestros recursos por centésima vez, pero no cambia nada. La indemnización que le pagará el banco, lo que nos den por la venta de la casa, lo que nos queda de nuestros ahorros, unos cuantos bienes más y, antes de que se enfríe el té, nuestra reunión financiera ha concluido y nos quedamos allí tumbados, sintiéndonos, en cierto modo, entusiasmados, pero, más que nada, pequeños… pero no pequeños en el sentido de empequeñecidos ni de frágiles, sino en el de nuevos. Nos ponemos a estudiar las distintas posibilidades que nos podría brindar nuestra independencia económica. No nos hacemos ilusiones ni de comodidad ni de esplendor para el futuro. En realidad, vamos a poner un puesto de venta de limonada, pero los dos sabemos que lo voy a cubrir de algún damasco antiguo y que vamos a servir la limonada en finas copas de cristal.
Se nos está acabando el tiempo. Implacables, restringimos nuestra área geográfica a una zona pequeña del sur de la Toscana. El domingo por la mañana llueve a cántaros plomizos y los limpiaparabrisas entonan un canto fúnebre. Nos dirigimos a Chianciano, Sarteano, Cetona y después subimos a una montaña en la que jamás hemos estado. Ascendemos dando vueltas y más vueltas hasta la cima, que está llena de bosques de pinos y robles. Es hermoso.
—¿Adónde estamos yendo? —pregunta Fernando y le digo que el mapa promete la diminuta aldea de San Casciano dei Bagni.
—Baños romanos, aguas termales para curar problemas de los ojos, torres medievales, doscientos habitantes —le leo los datos con voz falsa y optimista.
El descenso es menos sinuoso, hasta que lo vuelve a ser aún más; después, un último viraje brusco hacia la izquierda y entonces —así ha sido para uno o el otro o los dos en otros momentos de nuestra vida juntos— ya nada es como antes. El camino acaba y paramos el coche.
Justo delante, en lo alto de una colina, vemos las torres de la aldea, que surgen de entre las tinieblas. Parece un lugar que hubiéramos evocado. Minúsculas casas de piedras amontonadas, techos rojos toscanos a los que la lluvia ha sacado brillo; las nubes la envuelven y la ocultan, hasta que sopla el viento y la despeja y vemos que es real. Dejamos el coche abajo y escalamos la ladera hasta la aldea. Un hombre con un solo diente ancho y afilado y una boina de la marina está sentado en el silencio del único bar de la
piazza
, tan quieto que parece un mueble. Nos acercamos a él de puntillas y empezamos a interrogarlo con delicadeza.
Nos dice que dos familias son las dueñas de casi todo lo que hay dentro y alrededor del pueblo. Son los antepasados de dos facciones antagónicas, enemigos de sangre medievales, y podemos tener la seguridad de que ninguna de las dos venderá siquiera un olivo. Dice que sobreviven reformando apenas las propiedades, de una en una, y después alquilándolas a largo plazo a artistas, escritores, actores y a cualquier otra persona que esté dispuesta a pagar un precio elevado por la soledad de la Toscana.
Parece saberlo todo. Es el sacristán de San Leonardo y ahora tiene que encabezar un cortejo fúnebre que irá desde la iglesia hasta el cementerio.
—Un infarto —nos dice—. Ayer mismo, Valerio estaba de pie justo donde están ustedes; después de tomarnos nuestra
grappina
juntos por la mañana, se fue a su casa y se murió,
poveraccio
, pobre hombre. Solo tenía ochenta y seis años.
Dice que podemos acompañar a los dolientes, si queremos, ya que podría ser una buena manera de conocer gente, pero no aceptamos.
Cuando nos marchamos, nos exhorta a que vayamos a hablar con la matriarca de una de las familias dominantes. Se están haciendo obras en una de sus propiedades,
un podere
, una granja, situada en la carretera a Celle sul Rigo, unos cuantos metros a las afueras de la aldea.
—Tiene ochenta y nueve años y es despiadada —nos advierte.
Cuando llamamos a su puerta, nos grita desde el tercer piso que no quiere saber nada de los Testigos de Jehová. Le decimos que solo somos venecianos en busca de una casa. Es puro cabello azul y pómulos y vacila, pero logramos que nos confirme que, efectivamente, se está reconstruyendo una de sus granjas. Podemos verla, sí, pero no hoy, y no, no está en venta. Todavía tiene que decidir cuánto cobrará de alquiler y no tenemos idea de la cantidad de gente de Roma que hace años que espera para alquilar una casa en esta zona. Le decimos que lo único que sabemos es que la aldea es preciosa y que nos gustaría vivir allí.
—Vuelvan la semana próxima —nos dice.
Subimos por el camino hasta la casa y la rodeamos una y otra vez, buscando motivos para no luchar por ella, pero no encontramos ninguno.
Está hecha de piedra cortada de forma rudimentaria y es más alta que ancha: un lugar sobrio con un jardín cenceño que se prolonga hacia abajo hasta un prado y un aprisco y, más abajo aún, hasta el sendero retorcido que vuelve a subir a la aldea. Permanecemos al borde del jardín, bajo la bóveda del cielo toscano, que sigue llorando: nada de manifestaciones divinas ni gran júbilo —no vemos estrellas a mediodía bajo la lluvia—, pero quedamos dulcemente extasiados, como si nos hubiera besado una bruja con la mitad de sus poderes. Miramos la aldea y la cadena de valles amarillos y verdes que se pliegan, la arropan y continúan más allá, hasta la Via Cassia, el antiguo camino a Roma. Es una propiedad humilde y puede que sea un buen lugar para nosotros.
Han dejado abierta —apenas una rendija— una ventana del segundo piso, de modo que, desde el pequeño porche, me subo a un andamio rudimentario, levanto la ventana un poco más y me catapulto al interior de un cuarto de baño, sobre un suelo de azulejos morados recién colocados y espantosamente horribles. El desconocido me sigue, damos una vuelta por el interior y nos decimos el uno al otro que nos sentimos como en casa.
Todas las piezas que estaban flotando se colocan en su sitio. El apartamento se vende de verdad. Fernando se ha retirado realmente del banco. La matriarca de pelo azul ha aceptado un contrato de arrendamiento por dos años y de verdad vamos a vivir en una pequeña aldea toscana. Aunque podríamos mudarnos en los primeros días de mayo, decidimos embalarlo todo sin prisas y partir de Venecia el 15 de junio. Una vez disipados todos nuestros dramas, simplemente queremos estar en Venecia y después despedirnos de ella pacíficamente.
Celebramos una misa de difuntos por el despertador, pero, de todos modos, Fernando abre los ojos todas las mañanas exactamente media hora antes de la salida del sol. Sus rezongos de incredulidad me despiertan y enseguida nos levantamos los dos. Me pongo una sudadera de la Aeronautica Militare sobre una de mis prendas de lencería más antiguas de Victoria's Secret y me calzo unas botas militares. Fernando lleva unas Ray-Ban aunque esté oscuro y cruzamos la calle a trompicones para ir a ver cómo se iluminan el mar y el cielo. Con nuestro vestuario folclórico, somos los primeros clientes de Maggion y volvemos a la cama con una bandeja de papel de
cornetti
de albaricoque tibios y la vieja cafetera Bialetti, echando humo y farfullando. A veces dormitamos un rato, pero, por lo general, nos vestimos y bajamos a los barcos.
Fernando lleva a todas partes un pequeño portafolios amarillo, lleno de artículos sobre el cultivo del olivo y sus diseños para el horno de pan que construirá a partir de las ruinas de una chimenea exterior que hay en el jardín de la Toscana. Ha plantado en pequeños tiestos de plástico doce olivos de veinte centímetros de altura que piensa trasplantar a la ladera occidental del jardín. Calcula que, si todo sale razonablemente bien, dentro de veinticinco años obtendrá su primera cosecha, que consistirá en una taza y un tercio de aceite. Prepara una caja o una maleta por día, retorciéndose las manos con el regocijo de un niño que se marcha a unas colonias de vacaciones.
—Estoy tan «emocionante» —dice, cincuenta veces por día, en su inglés macarrónico.
A veces lo miro y me pregunto cómo se sentirá en el campo, en su puesto de limonada, en lugar del
palazzo
situado encima de la laguna, detrás de un escritorio de mármol.
—Ya sabes que lo más probable es que seamos pobres, al menos por un tiempo —le digo.
—Ya somos pobres —me recuerda—. Como cualquier negocio que comienza sin capital suficiente, como cualquier vida que no dispone de capital suficiente, tendremos que tener paciencia. A lo grande o modestamente, será difícil o no tan difícil. Si no conseguimos que funcione una cosa, haremos que funcione otra.
El último sábado por la mañana, me dice:
—Muéstrame una parte de Venecia que creas que no he visto nunca.
Embarcamos en el
vaporetto
hacia las Zattere. Aunque ya hemos desayunado dos veces, lo llevo a Nico y pido tres helados de avellana bañados en
espresso
.
—¿Tres? ¿Por qué tres? —me pregunta.
Me limito a coger la tercera tarrina y la tercera cucharilla de madera y le digo que me siga. Recorremos a pie los escasos metros que nos separan del Squero di San Trovaso, el taller más antiguo de toda la ciudad, donde se siguen construyendo y reparando góndolas. Presento mi esposo a Federico Tramontin, perteneciente a la tercera generación de constructores de góndolas, que está lijando con las dos manos la proa de una embarcación nueva, con los brazos estirados y bien tensos. Dice a Fernando que emplea el mismo papel de lija que usan los joyeros, que es tan fino que sirve para lijar oro. Le entrego su
gelato
y Fernando y yo nos sentamos en una tabla que hay al lado y todos nos comemos poco a poco aquella exquisitez. Decimos una o dos palabras sobre el tiempo y algo más sobre lo agradable que ha sido pasar este rato juntos. Sigo llevando la batuta y conduzco a Fernando a una pequeña agencia de viajes, en cuyo escaparate mugriento se puede leer, en un letrero manuscrito, una vieja invitación de Yeats:
Sal de allí, criatura humana,
Ven a las aguas, lejos de la civilización,
De la mano de un hada,
Porque en el mundo se llora más de lo que tú crees.
Le traduzco el texto a Fernando y le cuento que, cuando encontré aquel cartel, las primeras semanas que estuve en Venecia, pensé que el poema había sido escrito para él, que la criatura perdida era él; sin embargo, ahora a veces pienso que soy yo la que está un poco perdida, pero ¿quién no lo está? ¿Quién no desea que lo coja de la mano un hada que sabe más que nosotros sobre la tristeza que hay en el mundo? En eso consiste el matrimonio: en turnarse para ser la criatura perdida y para ser el hada.
Otra mañana, cuando vamos a caminar por la Strada Nuova, las tiendas apenas están abriendo. Allí todo resuena. Un hombre silba mientras barre el exterior de su tienda, en la que vende botas de goma y equipo de pesca; al otro lado de la calle, otro lustra las berenjenas de piel violeta y las dispone en una caja de madera, mientras silba la misma canción. Forman un dúo fortuito. El agua murmura contra la
fondamenta
, el muro de contención; campanas, sirenas, pies que se arrastran al subir a un puente y también al bajar. Todo retumba. A veces pienso que Venecia no tiene presente, que está toda hecha de recuerdos, los antiguos y los de
aldilà
, más allá. Los recuerdos nuevos y los viejos son los mismos en Venecia. Aquí solo hay bises de un diáfano
pas de deux. Veni etiam
, «ven de nuevo»: dicen que el nombre de Venecia procede de esta invitación latina. Hasta el nombre es un reflejo. ¿Cuál es la imagen real? ¿La reflejada? ¿La que se refleja? Toco el rostro de Fernando, mientras miro su reflejo, que resplandece en el canal.
—¿Cómo te parece que seremos cuando seamos mayores? —le pregunto.
—En realidad, según cómo lo mires, ya somos mayores, de modo que supongo que seremos como somos ahora, pero la verdad es que, con tantos comienzos, no sé si nos dará tiempo a envejecer realmente —dice.
—¿Te parece que echarás mucho de menos Venecia? —le pregunto.
—No estoy seguro, pero, cuando la echemos de menos, podemos venir de visita —dice.
—Quiero regresar todos los años para la Festa del Redentore —le digo.
Palladio construyó la iglesia del Redentor en 1575, en la isla de Giudecca, enfrente de San Marco, en acción de gracias por el final de otro prolongado asedio de la peste, y desde entonces, todos los años, los venecianos se alegran con sus propias aleluyas sagradas de velas, luces y agua. La tarde de julio correspondiente, todos los venecianos que poseen una barca convergen en el Bacino San Marco, donde comienza el canal de la Giudecca, y empieza la fiesta. Las embarcaciones van cubiertas de flores y banderas y están tan juntas en el agua que uno puede pasar un vaso de vino a alguien que esté sentado en la barca de al lado. Alguien arroja un jersey para un amigo o una caja de cerillas a otro y, si las barcas son demasiado pequeñas, se pueden poner entre ellas unas tablas o una puerta vieja para improvisar una mesa donde compartir los
aperitivi
.
La Festa del Redentore es un reencuentro en el que los venecianos se festejan a sí mismos. Se dicen:
«Siamo veneziani
. Somos venecianos. Miradnos. Mirad cómo hemos sobrevivido. De pastores y campesinos, hemos sobrevivido para convertirnos en pescadores y marinos que han construido su vida donde no había tierra. Hemos sobrevivido a los godos y a los longobardos, a los tártaros, los persas y los turcos. También hemos sobrevivido a plagas, emperadores y papas y aquí estamos todavía».
Todo es ritual la noche del Redentor. Al ponerse el sol, se encienden velas en las proas, se disponen mesas provisionales y se sirve la cena: ollas llenas de pasta y alubias, envueltas en servilletas de hilo, pato de la laguna estofado y relleno de embutidos, sardinas fritas y lenguado
in saor
. Las damajuanas de Incrocio Manzoni y Malbec se vacían a un ritmo alarmante; la sandía espera hasta medianoche. Es la fiesta en que uno ve que las imaginaciones y las quimeras son reales, en que los fuegos artificiales son tan comunes como las estrellas y su luz es otra cara de la luna. Todo el mundo se queda en el agua hasta que, a eso de las dos, como una flotilla agotada y victoriosa, las grandes velas blancas y las pequeñas remendadas aspiran la brisa húmeda y suave y se desplazan, al son de las mandolinas, muy poco a poco, laguna arriba hacia el Lido, a observar la salida del sol del Redentor.